EL POPULISMO DEL SIGLO XXI Y
LOS MECANISMOS QUE DESTRUYEN
LA DEMOCRACIA
21ST CENTURY POPULISM AND THE MECHANISMS THAT
DESTROY DEMOCRACY
Luis Antonio Tejada Vargas
Universidad Privada del Norte, Perú
pág. 4558
DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v8i2.10880
El Populismo del Siglo XXI y los Mecanismos que Destruyen la Democracia
Luis Antonio Tejada Vargas
1
antonio.tejada@upn.edu.pe
https://orcid.org/0000-0002-5588-3328
Universidad Privada del Norte
Perú
RESUMEN
El populismo ha crecido de manera considerable en países de todos los continentes en lo que va del
presente siglo. Esto se refleja en la elección de líderes y movimientos populistas para gobernar en países
tan diversos como, por ejemplo, Bolivia, Estados Unidos y Hungría. Este hecho ha generado dos
importantes debates entre los estudiosos del populismo: el primero, sobre cómo definirlo, dado que el
uso indiscriminado para referirse a partidos y personajes de ideologías y distintos espectros políticos, y
las valoraciones positivas y negativas respecto de su relación con la democracia, generan poca claridad
conceptual y el segundo, sobre su relación con la democracia, específicamente, si la fortalece o la
perjudica; acá, los estudiosos se dividen en tres grupos: los que consideran que el populismo la
perjudica, los que consideran que la perjudica y beneficia de manera parcial y los que consideran que
la beneficia. Este artículo tiene como finalidad analizar el debate sobre la definición de populismo y
evidenciar los mecanismos a través de los cuales perjudica a la democracia. A partir del análisis de los
discursos y actos de líderes y movimientos populistas emblemáticos de Latinoamérica, Europa y
Estados Unidos, se plantea que el populismo es una ideología laxa que divide a la sociedad en dos
extremos: por un lado, un pueblo virtuoso y puro, y por el otro, una élite corrupta. Asimismo, se
concluye que el populismo no fortalece a la democracia, sino, por el contrario, la perjudica, al
reemplazarla por un régimen con características totalitarias.
Palabras clave: populismo, democracia, pueblo, populismo de izquierda, populismo de derecha
1
Autor principal
Correspondencia: tejadaluis690@gmail.com.
pág. 4559
21st Century Populism and the Mechanisms that Destroy democracy
ABSTRACT
Populism has considerably expanded in countries across all continents during this century. As a result,
populist leaders and movements have been elected to govern in countries as diverse as, for example,
Bolivia, the United States and Hungary. This has led to two important debates among populism
scholars: the first, on its definition, given that its indiscriminate use to describe parties and people of
different ideologies and political spectrums, and the positive and negative evaluations regarding its
relationship with democracy, create a lack of clarity in terms of concept; and the second, on its
relationship with democracy, specifically, whether it strengthens or harms it. In this regard, scholars are
divided into three groups: those who believe that populism harms it, those who believe that it partially
harms and benefits it, and those who believe that populism is beneficial to it. The purpose of this article
is to analyze how the definition of populism is being debated and to highlight the mechanisms by which
it harms democracy. Based on the analysis of the speeches and actions of emblematic populist leaders
and movements in Latin America, Europe and the United States, it is suggested that populism is a lax
ideology that divides society into two opposing groups: on the one hand, a virtuous and noble people;
and, on the other, a corrupt elite. It is also concluded that populism does not strengthen democracy, but
rather, on the contrary, harms it by replacing it with a totalitarian regime.
Keywords: populism, democracy, people, left-wing populism, right-wing populism
Artículo recibido 20 febrero 2024
Aceptado para publicación: 28 marzo 2024
pág. 4560
INTRODUCCIÓN
El avance del populismo en lo que va del siglo XXI es un hecho que ha llamado la atención de la
academia. Autores como Rosanvallon (2020) no dudan en calificar a este siglo como «el siglo del
populismo». En 2016, la Fundación del Español Urgente Fundéu eligió a la palabra populismo como la
palabra del año, y lo mismo hizo el comité editor del diccionario Cambridge en 2017.
Estos reconocimientos no se deben exclusivamente a cuestiones lingüísticas, sino a la confluencia, en
2016, de dos acontecimientos políticos: el triunfo del Brexit en el Reino Unido y la sorpresiva elección
de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. A ellos se han sumado la elección y el
crecimiento, en sus respectivos países, de un conjunto variopinto de políticos y movimientos calificados
como «populistas». Por ejemplo, en 2018, Jair Bolsonaro fue elegido presidente de Brasil; en 2019,
Alberto Fernández principal heredero del populismo peronista y kirchnerista fue elegido presidente
de Argentina; en 2020, Luis Arce fue elegido presidente de Bolivia, consolidando el retorno al poder
del Movimiento al Socialismo (MAS), para continuar con el legado populista de Evo Morales; en 2021,
Pedro Castillo, con un discurso populista, fue elegido presidente del Perú; en 2022, Viktor Orbán obtuvo
su cuarto mandato en Hungría y, en Italia, Giorgia Meloni logró convertirse en primera ministra; en
2023, Javier Milei fue elegido presidente de Argentina, y en Países Bajos, Geert Wilders ganó las
elecciones.
A estos hechos hay que añadir el crecimiento y la consolidación de movimientos populistas, como el
partido Agrupación Nacional y Francia Insumisa en Francia, y Vox y Podemos en España, lo que deja
en evidencia el avance de este fenómeno en todo el mundo.
El crecimiento del populismo ha despertado inquietudes en los estudiosos de la política. Dos destacan
entre las más importantes: ¿qué es o cómo definir al populismo? y ¿el populismo es bueno o malo para
la democracia? Tratar de responder estas preguntas es la finalidad del presente artículo.
METODOLOGÍA
En el presente artículo se reflexiona sobre cómo entender al populismo y su impacto en la democracia.
Se elaboró a partir del análisis de discursos y actos políticos de deres y movimientos populistas
considerados emblemáticos en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. El ámbito de estudio se
delimitó a los casos de populismo desarrollados en estos primeros veinte años del presente siglo,
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algunos de ellos, incluso están vigentes, pues están gobernando su país, es el caso de Hungría. Esto no
quiere decir que el populismo se originó en el presente siglo, sino que, por un criterio de precisión, la
diversidad de casos ocurridos en el siglo XX no se tomó en cuenta. Se comparó los actos y los discursos
de los líderes y movimientos populistas ubicados, tanto en el espectro político de la izquierda como de
la derecha, resaltando las diferencias y elementos en común con respecto a las características del
populismo. En el análisis se utilizó los enfoques y conceptos más importantes de los estudiosos del
populismo y la teoría política, combinándose autores clásicos y contemporáneos. Entre los enfoques
utilizados destacan el ideacional, el estratégico, el de estilo político y el constructivista o discursivo. El
uso de estos enfoques permitió identificar las diferentes concepciones o definiciones del populismo, los
mecanismos a través de los cuáles se manifiesta y su impacto en la democracia. Con respecto al
concepto de populismo, se asumió su naturaleza política y se lo circunscriba ese ámbito, dejando de
lado los enfoques que lo amplían al ámbito económico.
RESULTADOS Y DISCUSIÓN
Una definición de populismo
La palabra populismo es una de las más polémicas y controvertidas de la ciencia política reciente.
Definirla de manera precisa plantea dificultades. Su uso indiscriminado para referirse a partidos y
personajes de ideologías y espectros políticos distintos, así como el hecho de que suscita valoraciones
positivas y negativas respecto de su relación con la democracia, complican su claridad conceptual. Por
ejemplo, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define al populismo escuetamente
como una tendencia política que busca atraer a las clases populares, mientras que, en el Diccionario de
Política de Bobbio, Matteucci y Pasquino (1985), se lo entiende como fórmulas políticas que consideran
al pueblo como un ente social puro y depositario de valores positivos. Estas definiciones tan dispares,
y a veces contradictorias, constituyen una dificultad significativa para el análisis empírico de dicho
fenómeno.
En los últimos años han surgido varios enfoques para abordar el populismo, los mismos que han
propuesto distintas definiciones. Se ha agrupado estos enfoques en cuatro: 1) El ideacional, el más
influyente, surge a partir de los estudios de Salmoran (2021), Meléndez (2022) y sobre todo de Mudde
y Rovira Kaltwasser (2019), quienes definen al populismo como:
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Una ideología delgada, que considera a la sociedad dividida básicamente en dos campos homogéneos
y antagónicos, el «pueblo puro» frente a la «élite corrupta», y que sostiene que la política debe ser la
expresión de la voluntad general (volonté générale) del pueblo. (p. 33)
2) El estratégico, que define al populismo como una estrategia, se sustenta en los estudios de De la
Torre (2008) y principalmente de Weyland (2004), para quien «El populismo es una estrategia política
a través de la cual los líderes personalistas buscan o ejercitan el poder de gobierno basados en el apoyo
directo, no mediado ni institucionalizado, de un gran número de seguidores que son principalmente
desorganizados» (p. 36). 3) El de estilo político, que define al populismo como un estilo performativo
de hacer política y ejercer el poder para movilizar a las masas. Para su definición se toma en cuenta los
estudios de Moffit (2022), que pone énfasis en el estilo político que apela a contraponer pueblo y élite,
y a la activación de significantes socioculturales por medio de actuaciones públicas a través de las cuales
se construye la imagen de un líder carismático y demagógico. También de Arditi (2009), quien concibe
al populismo como una etiqueta que se usa para analizar el estilo de los políticos que buscan
congraciarse demagógicamente con el pueblo y manipulan las instituciones democráticas acorde a sus
necesidades. Por último, 4) El constructivista o discursivo, que pone énfasis en el carácter y la lógica
discursiva del populismo, dado que construye identidades en torno a un tipo de liderazgo que a su vez
divide a la sociedad entre «nosotros» y «ellos». Esta definición se sustenta en los estudios de Laclau
(2004), Casullo (2019), Mouffe (2018), y Errejón y Mouffe (2015). En este grupo destaca la influyente
propuesta de Laclau (2004) al señalar que por «populismo no entendemos un tipo de movimiento
identificable con una base social especial o con una determinada orientación ideológica, sino una
lógica política» (p. 150). O también como «una serie de recursos discursivos que pueden ser utilizados
de modos muy diferentes» (p. 220).
En las definiciones de populismo antes mencionadas hay, implícitamente, elementos en común. Por
ejemplo, un líder carismático que utiliza un discurso, un estilo, una ideología y una estrategia, y el
concebir a la sociedad dividida entre pueblo bueno y élite mala. Sin embargo, debe señalarse que las
definiciones proporcionadas por los enfoques ideacional, estratégico y de estilo político tienen una
ventaja sobre el enfoque discursivo o constructivista. Esta ventaja consiste en que dichas definiciones
se pueden aplicar de manera general y objetiva a los diversos tipos de populismo, al margen de la
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ideología con la que se asocien e independientemente de si fortalecen o perjudican a la democracia. En
cambio, el enfoque discursivo o constructivista, defendido en Laclau (2004), Laclau y Mouffe (2004),
Mouffe y Errejón (2015) y Mouffe (2018), posee elementos normativos que impiden su generalización,
dado que plantea la construcción deliberada del populismo de izquierda, proceso que buscaría
radicalizar la democracia, posición contraria a la tesis que defiende este artículo.
Por ello, en el presente artículo se adopta una definición mínima aceptando la naturaleza exclusivamente
política y no económica del populismo basada fundamentalmente en el enfoque ideacional y añadiendo
el aporte de los enfoques estratégico y de estilo político. En ese sentido, el populismo es una ideología
laxa y heterogénea cuya premisa central divide a la sociedad en dos extremos: por un lado, un pueblo
virtuoso, homogéneo y depositario de lo ideal en el sentido positivo y, por el otro, una élite corrupta,
que representa lo negativo y a la que se responsabiliza de los problemas del pueblo. Esta ideología se
pone en práctica a través de un caudillo que implementa una estrategia y un estilo político de carácter
personalista, directo, no institucionalizado y con un alto contenido emocional que le permite movilizar
a las masas.
La relación entre populismo y democracia
¿El populismo es bueno o malo para la democracia? La respuesta a esta pregunta ha dividido a los
estudiosos en tres bloques. El primero (Rosanvallon, 2021; Gratius y Rivero, 2018; Freidenberg, 2008;
Arenas, 2007; Navarrete, 2017; Peruzzotti, 2017; Werner, 2017; Salmorán, 2021; Arditi, 2010)
considera que el populismo es antidemocrático, debido a que desaparece el pluralismo, trastoca las
instituciones republicanas y fortalece los rasgos mesiánicos y autoritarios de un caudillo. El segundo
(Moffitt, 2022; Meléndez, 2022; De la Torre, 2008; Panizza, 2008; Mudde y Rovira Kaltwasser, 2019)
considera que el populismo tiene mecanismos que fortalecen y otros que perjudican a la democracia y
que, en todo caso, dependerá del tipo de populismo y de democracia a la que se hace referencia. El
tercero (Laclau, 2004; Laclau y Mouffe, 2004; Mouffe y Errejón, 2015; Lynch, 2017; Mouffe, 2018)
considera que el populismo es útil porque fortalece y ayuda a radicalizar a la democracia. Los defensores
de esta última tesis señalan al populismo de izquierda como ejemplo, en la medida en que incluye a
sectores generalmente excluidos de la sociedad en la toma de decisiones.
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En el presente artículo se considera que todo populismo es negativo para la democracia. Es decir, se
rechaza la tesis según la cual ayuda a fortalecer o radicalizar la democracia, puesto que todos los países
que han sido o son gobernados por líderes y movimientos populistas han reducido el nivel y la calidad
de su democracia o, en el peor de los casos, han acabado en dictaduras totalitarias.
La reducción del nivel y la calidad de la democracia se da a través de los siguientes mecanismos: 1) Se
elimina el pluralismo político, social y cultural, propio de sociedades abiertas y modernas, y se lo
reemplaza por dos bloques antagónicos: «el pueblo» como ente soberano, virtuoso y homogéneo frente
a una élite «corrupta e inmoral», propiciando un ambiente de polarización entre «enemigos» internos y
externos; 2) Se consolida un estilo de gobierno directo e inmediato con un líder que, en nombre del
«pueblo», concentra el poder, al destruir los mecanismos de pesos y contrapesos y rendición de cuentas,
y se instrumentaliza los derechos y garantías constitucionales del individuo y de las minorías sociales
y culturales; 3) Se supedita el desarrollo de la sociedad a los rasgos del liderazgo caudillista y mesiánico;
4) Se construye una «democracia populista» con instituciones partisanas y arcaicas, propias de
sociedades cerradas, colectivistas y totalitarias; y 5) Se reduce al mínimo el debate racional y el
consenso en la política y la sociedad, generando una sociedad manejada emocionalmente.
Los actores y mecanismos antidemocráticos del populismo
En este apartado se analiza, en primer lugar, qué entiende por «pueblo» el populismo, quiénes lo
conforman y bajo qué criterios se los admite como parte de él; en segundo lugar, a su antagonista, el
«enemigo del pueblo»; en tercer lugar, al líder del movimiento; y por último, el factor emocional con
que se vinculan estos tres actores.
El «pueblo populista»
Dado el carácter polisémico de la palabra pueblo es necesario comprender la naturaleza, características
e integrantes del «pueblo populista» por ello se analizarán dos aspectos. En el primero se aborda la
concepción del «pueblo» y en el segundo se identifica quiénes son parte del «pueblo» y los criterios
que se utilizan para elegirlos como integrantes.
¿Qué es «el pueblo» para el populismo?
Es el sector de la población que, en primer lugar, es víctima de las élites y, en segundo lugar, es un
cuerpo homogéneo, orgánico, moralmente superior, solidario e incorruptible, además de poseedor de
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autoridad moral y política. Por lo tanto, es el centro, el soberano y el que manda en una democracia. Al
concebirlo como un bloque orgánico y monolítico, el populismo asume que es el todo social y político,
es decir que no existen otras colectividades con virtudes democráticas por fuera del «pueblo». Laclau
(2004) describe así esta concepción totalizante: «A fin de concebir al “pueblo” del populismo
necesitamos algo más: necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo es decir, una
parcialidad que quiera funcionar como la totalidad de la comunidad» (p. 108). Desde esta perspectiva
se encumbra al «pueblo» como el único que puede enfrentar con eficacia a sus enemigos, de tal manera
que, de ser víctima, se convierte en lo que señala Casullo (2019): en el héroe colectivo de la sociedad
que se liberará a sí mismo.
¿Quiénes son parte del «pueblo» y bajo qué criterios lo integran?
Los criterios para determinar quiénes son parte del «pueblo» dependen del espectro político y el tipo de
ideología huésped, dado que el populismo al ser una ideología débil y heterogénea puede combinarse
con diversas ideologías, que sirve como base al líder o al movimiento populista. Esto significa que los
populismos de izquierda, cuya ideología huésped es, por lo general, el socialismo, tienen criterios
distintos a los utilizados por los populismos de derecha, cuya ideología huésped suele ser el
nacionalismo.
Los populismos de izquierda tienden a considerar mayoritariamente como parte del «pueblo» a las
poblaciones de bajos ingresos económicos, residentes en las áreas rurales y parte de comunidades
indígenas, y también a los sectores de trabajadores formales o informales. También incluyen a
integrantes de movimientos sociales e intelectuales, a quienes consideran excluidos o desamparados.
Para definir a estos grupos se utiliza conceptos como los que señalan Mudde y Rovira Kaltwasser
(2019): «la gente común» que ha quedado fuera del poder político y que comparte valores o tradiciones
culturales específicos, además del estatus socioeconómico de nivel bajo. O la denominación de
Salmoran (2021): «el pueblo plebe», que «puede ser entendido como sinónimo de plebe [...] [y] denota
un determinado estrato de la población: la parte más baja, más pobre o humilde de una sociedad» (p.
152).
Entre los populismos de izquierda que delimitaron al «pueblo» bajo este criterio destacan varios casos.
Por ejemplo, el gobierno de Hugo Chávez, en Venezuela, para quien «el pueblo en abarca [...]
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únicamente a los humildes y desclasados, identificados a lo largo de la historia con los valores
bolivarianos» (Sereni, 2014, p. 454). En sus acostumbrados discursos, los denominaba «patriotas,
pueblo bolivariano y continuadores del sueño de Bolívar» (Chumaceiro, 2003, p. 35). Otro fue el
gobierno de Rafael Correa, en Ecuador, quien en sus discursos hablaba de «pueblo-soberano, de pueblo
país, de pueblo-pobres, de pueblo-patria chica, pueblo-patria grande, pueblo-héroes, pueblo-elegido»
(Ordoñez, 2010, p. 85). Del mismo modo, el de Evo Morales, en Bolivia, que consideraba al indígena,
campesino, originario, boliviano, antiimperialista, anticapitalista, y a los movimientos sociales que se
enfrentan a la oligarquía (Torrico, 2021). En Europa, por su parte, los movimientos populistas como
Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon y Podemos de Pablo Iglesias, en España, definen al «pueblo»
como los «de abajo» e incluyen a las minorías étnicas y a la población migrante que reside en sus países
(Castaño, 2019).
Para los populismos de derecha, «el pueblo» está integrado por sectores de la población que comparten
la misma nación o la misma etnia. Este criterio no siempre es aplicado de manera pura, sino que es
combinado con elementos de carácter religioso o territorial, y con una moral conservadora y antiliberal.
Como consecuencia de ello, la ideología huésped predominante es el nacionalismo. Aunque Mudde y
Rovira Kaltwasser (2019), para no confundir al nacionalismo moderado con el populismo, prefieren
hablar de «nativismo», al que definen como una propuesta que «alude a la idea de que en los Estados
deberían habitar exclusivamente miembros del grupo nativo (la nación) y de que los elementos no
nativos (extranjeros) son una amenaza fundamental para el Estado-nación homogéneo» (p. 74). En este
caso, sea que predomine el nativismo o el nacionalismo, ya no es un «pueblo plebe», como en los
populismos de izquierda; ahora Salmoran (2021) lo llama «pueblo nación» y «pueblo etnia», integrado
por personas nacidas en el mismo territorio y que comparten historia y tradiciones, así como rasgos
étnicos y valores culturales.
Varios son los casos emblemáticos de populismo de derecha que han utilizado este criterio. El primero
es el de Donald Trump, para quien «el pueblo» solo está integrado por los ciudadanos americanos de
ascendencia europea que representan la esencia de los estadounidenses, es decir, la América blanca,
anglosajona y protestante (Ramírez, 2020). El segundo es el de Marine Le Pen, del movimiento Frente
Nacional, ahora denominado Agrupación Nacional, para quien «el pueblo» está conformado solo por
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los franceses de pura cepa: «el impulso transformador, como siempre en la convulsa historia de Francia,
vendrá del pueblo, esto es, del corazón del país» (Rivero, 2018, p. 230). Y el tercer caso es el del primer
ministro húngaro Viktor Orbán, quien no oculta su populismo nacionalista al decir «No queremos entre
nosotros a minorías que tengan culturas diferentes a la nuestra. Queremos preservar Hungría como
Hungría» (Simon, 2017, p. 273).
Por su parte, en América Latina podemos mencionar como único caso al expresidente de Brasil Jair
Bolsonaro, quien consideraba que «el pueblo» está integrado por la mayoría cristiana, y menospreciaba
cualquier minoría contraria a los valores conservadores del cristianismo. En una conferencia de prensa
declaró «Dios [está] encima de todo. No quiero esa historia de Estado laico. El Estado es cristiano y la
minoría que esté en contra, que se mude. Las minorías deben inclinarse ante las mayorías» (El Perfil,
2018). «El pueblo», según Bolsonaro, también estaba integrado por cristianos de clase media y alta,
víctimas de las políticas socialistas del Partido de los Trabajadores de su predecesor y luego sucesor
Luiz Inácio Lula da Silva.
Lo anteriormente descrito evidencia que «el pueblo», tanto para el populismo de izquierda como para
el de derecha, es un ente abiertamente colectivista, antiindividualista, antipluralista y, sobre todo,
antiliberalista. La concepción colectivista del populismo prioriza una sociedad donde los individuos y
las instituciones tienen existencia en la medida en que acepten pasivamente los dictados del grupo, es
decir «el pueblo». Una primera consecuencia de esto es que el individuo pierde autonomía y, por ende,
libertad, pues la capacidad de expresar ideas divergentes, incluso como parte de grupos minoritarios,
queda limitada. Y la segunda es que, bajo el populismo, al no darse ni permitirse la divergencia,
desaparecen también la pluralidad y el debate de ideas. Por lo tanto, se configura una sociedad
monolítica y homogénea, aquello a lo que Rosanvallon (2021) denomina «el pueblo-Uno».
El pueblo-Uno del populismo es una concepción similar a la forma como el totalitarismo concebía a las
sociedades. Las reflexiones de Arendt (2006) señalan que un punto germinal de los totalitarismos es la
concepción de la sociedad de masas, pues los movimientos totalitarios ven masas y no clases, dado que
dependen del número. Por su parte, Morodo (2004), al sintetizar los principios del totalitarismo, señala
que generan una identificación entre Estado, nación y pueblo que desaparece el pluralismo político,
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sindical y cultural, y consolida el dominio del partido o movimiento único. Esta concepción busca no
solo desaparecer al individuo, sino alcanzar su control total.
El populismo de izquierda aparenta ser inclusivo con las minorías sociales, pero termina por
instrumentalizarlas para beneficio de los intereses del líder populista. Como hemos mostrado, el
populismo incluye a un conjunto diverso de poblaciones dentro del «pueblo», pero al final la diversidad
es absorbida por la unidad inquebrantable del «pueblo». Es decir que en el populismo de izquierda y de
derecha, el individuo y la pluralidad social desaparecen, mientras que la democracia moderna está
basada en el respeto del pluralismo y las libertades individuales. No olvidemos lo que decía Touraine
(2000): que el llamado a las masas y al pueblo es una constante en el discurso de los déspotas. El poder
del pueblo no implica sentarlo en el trono, sino que no haya trono. Este poder debe servir para que la
mayor cantidad posible de personas pueda vivir libremente, y hacer su vida individual tal como es y tal
como quiere ser.
El «enemigo del pueblo»
El «pueblo populista» necesita de un «enemigo», un antipueblo o chivo expiatorio perfecto para
responsabilizarlo maniqueamente de todos sus males. La identificación o elección de un «enemigo del
pueblo» tiene dos finalidades. Según Zarzalejos (2018), la primera es cohesionar y darle una identidad
común a una variedad de demandas del «pueblo» a través de un discurso y, la segunda, crear una frontera
entre un «nosotros», el pueblo, y «ellos», el enemigo. Este «enemigo», al igual que «el pueblo», debe
ser un grupo homogéneo. Tal como describen Mudde y Rovira Kaltawasser (2019), los populistas en
su mayoría detestan al establishment político, económico, mediático y cultural, al cual retratan como
un grupo homogéneo corrupto que actúa contra la voluntad general del «pueblo». No importa si las
acusaciones o señalamientos al «enemigo» se ajustan a la realidad o no; lo que importa es que «el
pueblo» tenga claro a quién debe responsabilizar de sus problemas. En este accionar predominan ciertas
estrategias, como el uso sostenido de teorías conspirativas, que ayudan a simplificar la complejidad de
la realidad y aparentar de la existencia de poderes o fuerzas ocultos que conspiran contra «el pueblo»
(Rivero, 2018).
Para identificar al «enemigo del pueblo», los populistas siguen dos caminos: 1) Desde el punto de vista
territorial del país señalan a enemigos internos y externos, y 2) Desde el punto de vista socioeconómico,
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político y cultural señalan dependiendo del espectro político e ideológico del populista a una
variedad de actores, e incluso corrientes de pensamiento.
Los que siguen el primer camino utilizan discursos que responsabilizan de los problemas del «pueblo»,
en el ámbito externo, al imperialismo norteamericano, al modelo económico neoliberal, a las élites
financieras, a la globalización, a las empresas multinacionales, a la Unión Europea, a los «burócratas
de Bruselas», a los migrantes legales o ilegales, al terrorismo islámico, a las oenegés, e incluso a
personajes como el multimillonario George Soros. Y en el ámbito interno señalan a lo que ellos llaman
«la oligarquía», «la casta», «los medios de comunicación corruptos», «la partidocracia» o «los partidos
tradicionales», y a cualquier persona o grupo que critique al líder populista. A estos últimos, utilizando
un discurso de denuncia y castigo moral y político, los acusan de aliarse con el villano externo y los
califican de «traidores».
Sin embargo, los enemigos externos e internos no son los mismos para todos los populismos. Los de
izquierda siguen una lógica de abajo hacia arriba, utilizando como principal criterio el nivel
socioeconómico y político. De este modo, el «enemigo del pueblo» estará constituido principalmente
por las élites políticas, económicas y culturales. A ellas suman a los medios de comunicación críticos y
a los partidos de oposición. Comúnmente, los populistas suelen utilizar adjetivos, como la «oligarquía
explotadora» o las «clases altas acomodadas», buscando descalificarlos y deslegitimarlos frente a la
ciudadanía. Atacan también a los sectores intelectuales y culturales, a los cuales perciben como
alienados y enajenados de los valores y las tradiciones del «pueblo».
Varios casos de populismo de izquierda ejemplifican lo señalado. En Latinoamérica tenemos el de
Chávez, que identificó como su principal enemigo externo al «imperialismo norteamericano», al que
incluso personalizó en el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, a quien llamó
«diablo» en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2006. Sus principales
enemigos internos eran la oligarquía venezolana, a cuyos miembros llamó «élites egoístas que trabajan
en contra de la patria»; los políticos tradicionales, a quienes calificó de «imbéciles», «escuálidos» y
«pitiyanquis»; y los dueños de los medios de comunicación, a quienes tildó de ser «los cuatro jinetes
del Apocalipsis» (De la Torre, 2017). Otro caso es el de Correa, quien incluyó en la lista de enemigos
internos de la patria y de su gobierno a los políticos tradicionales, a los que llamó «corruptos y
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predadores del pueblo»; a los propietarios de los medios de comunicación, a los líderes de los
movimientos sociales; también a la izquierda, a la que acusó de «infantil», y a casi todos aquellos que
cuestionaron sus políticas públicas (De la Torre, 2017). Al mismo tiempo invocó a luchar contra los
enemigos externos como el «neoliberalismo, el libre mercado, los lacayos criollos, el colonialismo y el
neocolonialismo» (Pérez, 2010, p. 83). Y un tercer caso es el de Morales, que definió como enemigos
externos a Estado Unidos, a la Administración para el Control de Drogas (DEA) y a las multinacionales.
A escala nacional, los «enemigos del pueblo», es decir de lo indígena y de lo andino, eran la oligarquía,
los blancos y la cultura occidental (De la Torre, 2017). Sumó a esta lista al modelo neoliberal; a los
organismos multilaterales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM); y
a las empresas transnacionales que operaban los recursos naturales en su país.
Por su parte, en el continente europeo encontramos los casos de Mélenchon, que en 2016 dijo «¡el
pueblo destronará a la pequeña oligarquía de los ricos, a la casta dorada de los políticos que sirven a sus
intereses y a los mediócratas que engañan a los espíritus!» (Rivero, 2018, p. 229); e Iglesias, que
responsabilizó a «la casta» de la crisis de ese país en 2009, expresando «La casta quiere mantener un
sistema que nos lleva al desastre», refiriéndose con ello al Partido Popular (PP) y al Partido Socialista
Obrero Español (PSOE) (La Vanguardia, 2014).
La lógica que siguen los populismos de derecha es, en cambio, de arriba hacia abajo. El principal criterio
es el de no pertenecer al mismo grupo étnico y cultural, o no identificarse con él. Es decir, el «enemigo
del pueblo» predominante es otro grupo étnico o cultural: los refugiados, los inmigrantes, los
extranjeros, las minorías sexuales, los musulmanes, la población no cristiana. También señalan a actores
de la sociedad civil e incluso corrientes de pensamiento como el multiculturalismo y el liberalismo. De
ahí su antiglobalismo.
Un caso emblemático de esta forma de identificar y señalar al «enemigo del pueblo» es el de Trump.
Poco después de asumir la presidencia, solicitó que se impidiera el ingreso de musulmanes a su país y
los tildó de «terroristas». Asimismo, señaló a los inmigrantes mexicanos como «traficantes de droga
y «violadores». En un «debate presidencial, Trump mostró a la población afroamericana como propensa
a la delincuencia al afirmar que afroamericanos e hispanos viven en el infierno. Caminas calle abajo y
te disparan» (Chan, 2016, citado en Ramírez, 2020, p. 62). De este modo, Trump dictaminó que los
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enemigos internos eran las minorías raciales, que «inundan» su país. También incluyó a los medios de
comunicación críticos, a las organizaciones de la sociedad civil y a cualquiera que criticara y
contradijera sus políticas. En el frente externo señaló como responsables de los problemas de Estados
Unidos al multilateralismo y la globalización. De ahí que se mostrara contra la Organización de las
Naciones Unidas (ONU), retirara el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud (OMS) en
plena pandemia y amenazara a sus aliados de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN) a quienes acusaba de aprovecharse del dinero de Estados Unidos con
romper los múltiples acuerdos de cooperación si no aportaban más recursos para sostener dicha alianza.
En Europa está el caso de Orbán, líder del partido conservador nacionalista Fidesz-Unión Cívica
Húngara y primer ministro de Hungría desde 2010, que ha definido su régimen como una democracia
iliberal en oposición a la democracia liberal. Considera como enemigos internos a los partidos de
oposición y a la sociedad civil crítica de sus políticas autoritarias. Como enemigos externos, Orbán
señala a las políticas multiculturalistas y liberales puestas en práctica por la Unión Europea. En 2015
daba las siguientes declaraciones, que evidenciaban su xenofobia y su conservadurismo cristiano
católico: «Hay que detener la inmigración, solo trae peligros a Europa [...] ¡Inmigrante, no vas a quitar
el empleo a nuestros compatriotas! [...] No debemos olvidar que esos que llegan han sido educados en
otra religión y en una cultura radicalmente diferente» (Simón, 2017, pp. 272). Otro caso es el de Le
Pen. El documento de su programa de gobierno para postular a las elecciones generales en 2012, titulado
«Mi proyecto para Francia y para los franceses», señala como objetivos detener la inmigración y
establecer la prioridad nacional en relación con el empleo, la vivienda y las ayudas sociales, y garantizar
la seguridad de los franceses (Rivero, 2018, p. 222). Del mismo modo, Geert Wilders, del Partido Por
la Libertad (PVV), quien ganó las elecciones en Países Bajos con un discurso abiertamente xenófobo,
señala a los enemigos desde 2018: «Cincuenta millones de musulmanes están listos para utilizar la
violencia. Tenemos que desislamizar para sobrevivir» (Graíño, 2018, p. 292). Por su parte, en los países
escandinavos, los movimientos populistas como Los Verdaderos Finlandeses, El Partido Popular
Danés, Partido de los Demócratas de Suecia y el Partido del Progreso de Noruega confluyen en la
defensa del Estado de bienestar exclusivo para los nativos de dichos países e inciden en mantener la
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identidad nacional contra «enemigos» como la inmigración, el multiculturalismo y la supranacionalidad
europea (Pallarés, 2018).
La división de la sociedad en dos campos antagónicos, uno bueno y el otro malo, se da en los populismos
de izquierda y de derecha. Esta visión emula la de los totalitarismos. Pero la democracia no es viable si
una parte de la sociedad tiene como consigna acabar con la otra.
El líder del «pueblo»
Describir al líder populista implica analizar tres aspectos: 1) Las características personales que posee,
2) El estilo de liderazgo que aplica dentro del movimiento populista y cuando accede al poder, y 3) La
forma como ejerce su rol para liderar al «pueblo».
Una característica central de la personalidad del líder populista es el carisma. Según Weber (2014), el
carisma es una cualidad extraordinaria que posee un personaje, por la cual se le considera poseedor de
fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas, o como enviado por alguna divinidad o un ser especial, lo que
lo convierte en un ejemplo o un caudillo. Este carácter extraordinario y fuera de lo cotidiano debe estar
acompañado, en muchos casos, de un estilo varonil, confrontador, machista y poco proclive a los pactos
y los compromisos. Se invocan, incluso, imágenes de supermasculinidad: «el macho seductor, el
empresario o atleta exitoso, el militar con los pantalones bien puestos y, sobre todo, ser los padres de la
patria» (De la Torre, 2018, p. 187). Por ejemplo, Trump se ufanaba de haber tocado los genitales de una
mujer sin su consentimiento y alardeaba de ser perseguido por mujeres bellas. Bolsonaro no ocultaba
su homofobia, al punto que en 2011 declaró para la revista Playboy que «sería incapaz de querer a un
hijo homosexual» (BBC, 2018). De ahí que los líderes populistas más exitosos sean varones.
Tener una personalidad excepcional y carismática le permite al líder populista establecer un vínculo
personalista, paternalista y directo con «el pueblo». Este vínculo combina lo político, lo privado y lo
afectivo, generando lealtades firmes en sus adeptos, basadas «precisamente en la creencia de que el
líder tiene un don especial, superior al de todos los demás» (Freidenberg, 2008, p. 207). Los adeptos lo
consideran infalible, y «sus decisiones son incuestionables por el mero hecho de ser suyas» (Arditti,
2004, citado en Panizza, 2008, p. 90). Este nivel de lealtad, alimentado por un estilo que busca
mimetizarse con el pueblo, adoptando sus gustos y sus expresiones simbólicas, deriva en un culto a la
personalidad. Es por ello que:
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Un líder populista debe hablar a sus seguidores de una manera que los persuada y los inspire, debe ser
capaz de contar historias que expliquen una y otra vez quién es el pueblo, quién es el antipueblo y, sobre
todo, quién es el líder en cuestión [...]. Los líderes populistas hacen referencia de manera constante a su
historia personal y privada, hablan de mismos, de su infancia, de sus valores, de sus familias; enredan
lo público, lo privado y lo biográfico de una y mil maneras, logrando transformarse en un símbolo, un
significante y un programa. (Casullo, 2019, p. 73)
Dos casos ilustran lo anterior. El primero es el liderazgo que estableció Chávez, que, en un discurso
dado seis meses después del golpe de 2002, que lo retiró del cargo por dos días, arengaba a sus
seguidores con esta retórica: «Llegué aquí para quedarme, no habrá poder [...] que a me logre
arrancar del pueblo, de ustedes, porque en verdad ya yo no soy ni siquiera yo mismo, ya yo no me
pertenezco, ya yo no me pertenezco a mí, yo soy de ustedes hoy y para siempre». (Arenas, 2007, p.
162). El segundo caso es el de Trump, que, refiriéndose a sus seguidores, decía «las gentes que me
siguen son muy pasionales, aman a su país y quieren que este país sea grandioso de nuevo» (Lowndes,
2016, citado en De la Torre, 2018, p. 184).
En el rol de guiar al «pueblo», el líder populista se presenta como su salvador, el único artífice posible
del futuro soñado. Según Laclau (2004), en torno a este rol se construye la identificación simbólica del
grupo y, según Peruzotti (2008), de ese modo el líder da expresión y entidad al «pueblo», sacándolo de
la marginalidad en que permanecía bajo el antiguo orden político y colocándolo en el centro del nuevo
régimen. Por ejemplo, Morales señalaba «Y mediante la Asamblea Constituyente pasamos del Estado
Colonial “mendigo” que era Bolivia, a un Estado plurinacional digno. Ahora tenemos dignidad»
(Morales, 2014, citado en Dankowski y Jurgielewicz, 2020, p. 130).
Igualmente, «como presunta encarnación de la voluntad popular o como fideicomisario del pueblo, su
papel es simplificar los temas del debate y desambiguar la identidad del campo populista» (Arditi, 2010,
p. 133). Al respecto, es ilustrativo lo que Trump, en la Convención del Partido Republicano de 2016,
declaró: «Estos son los hombres y mujeres olvidados de nuestro país. Gente que trabaja duro pero que
ya tiene una voz. Yo soy vuestra voz» (Hawkins, 2016, citado en Ramírez, 2020, p. 65).
«El pueblo» solo puede movilizarse de manera efímera y reactiva; es el líder populista quien debe
acompañarlo y guiarlo, pues «el líder se autopercibe como un redentor del pueblo, que, con coraje y
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abandono de sí, acude a su rescate» (Casullo, 2019, p. 71). Esto se evidencia en los discursos de Chávez:
«Yo trato y trataré siempre de hablar no por , sino por ustedes [...]. ¡Porque Chávez es el pueblo!
¡Será el gobierno del pueblo!» (Vivas, 1999, citado en Rodríguez, 2021, p. 232).
Finalmente, para que el populismo se consolide en un movimiento y alcance el poder, el carisma del
líder debe combinarse con una ideología que polarice y con una narrativa, incluso un mito, que
transforme el descontento popular en un camino. El núcleo que le otorga sentido político a las
narraciones, los mitos o los discursos populistas como la historia de éxito que utilizó Trump al
presentarse como un empresario próspero y a la de reivindicación a la que apeló Morales como el primer
presidente indígena de Bolivia es una trayectoria de dolor, traición y redención, que puede sintetizarse
así:
Había una vez un gran pueblo, destinado a la grandeza y la prosperidad, que fue traicionado por el
villano dual (poder externo y traidor interno), y con la ayuda y el liderazgo de un político redentor, este
pueblo se rebela contra su adversario para alcanzar, de una vez y por todas, su destino de gloria.
(Casullo, 2019, pp. 69-70)
Si hasta hace algunos años predominaban los discursos en plazas y calles, en la actualidad los líderes
populistas han encontrado en los medios de comunicación y las redes sociales un espacio efectivo para
vender carisma y narrativa populista. Chávez y Correa implementaron programas como «Aló,
presidente» y «Enlace ciudadano», respectivamente, para interactuar con sus adeptos. También los
utilizaban para comunicar sus obras, difundir sus políticas de gobierno, denostar a sus enemigos
políticos, y, sobre todo, agitar a las masas. Del mismo modo, Trump utilizó sus redes sociales,
específicamente Twitter (ahora X) tanto para enviar mensajes referidos a sus políticas de gobierno,
como para insultar a quienes consideraba sus enemigos y que, por ende, lo eran también del pueblo
norteamericano.
Los populismos de izquierda y derecha buscan la sumisión y lealtad de los ciudadanos ante un caudillo
presentado como personaje excepcional. Esto evidencia la creencia populista de que la historia la hacen
grandes hombres, personajes a quienes las masas entregan su futuro. Tal creencia viene de la tesis del
historiador y filósofo escocés Thomas Carlyle, que señalaba que, a lo largo de la historia, «encontramos
al gran hombre salvador indispensable de su época: la chispa sin la cual el combustible nunca se habría
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encendido» (1963, citado en Sztompka, 1995, p. 291). Esta característica es otra que acerca al líder
populista al totalitarismo, dado que, como detalla Arendt (2006), una de las características de los
movimientos y los Estados totalitarios es la exigencia de una lealtad ilimitada, incondicional e
inmodificable de sus miembros.
Las emociones del «pueblo»
Apelar a las emociones, o «movilizar la energía afectiva» (Mouffe, 2018, p. 98), para incentivar la
acción de las masas es indispensable en el populismo. Aunque no es la única ideología que apela a ello,
sí es la que prioriza este mecanismo de agitación. La finalidad es establecer un vínculo emocional entre
el líder, «el pueblo populista» y los «enemigos del pueblo». Según Ungureano y Serrano (2018), el líder
populista alimenta tres tipos de emociones: 1) Las negativas, que alimentan sentimientos de odio o ira
contra las élites, las minorías o los extranjeros; 2) Las positivas, que se nutren de afecto, optimismo y
entusiasmo por las políticas del líder carismático y las virtudes del «pueblo»; y 3) Las mixtas, que
ocasionan el disfrute, la humillación o la venganza en relación con los extraños y las minorías. Por su
parte, Rosanvallon (2020) agrega tres tipos más: 1) Las de posición, caracterizadas por un sentimiento
de abandono y de ser despreciado; 2) Las de intelección, que fomentan un entendimiento de la realidad
bajo el predominio de teorías conspirativas y fake news; y 3) Las de acción o expulsión, en las que
predomina la desconfianza y que buscan «que se vayan todos».
El éxito del líder populista se mide, justamente, por su capacidad para llevar las emociones hasta su
nivel máximo, donde queden anuladas la racionalidad y la objetividad en la valoración de su conducta
por parte de sus adeptos. Por ejemplo, en 2004, la dirigente chavista Lina Ron, al convocarse un
referéndum para revocar a Chávez, se oponía a la recolección de firmas dando el siguiente mensaje:
«Yo no voy a permitir ningún puesto de recolección de firmas contra mi comandante en jefe, contra el
hombre más grande de esta patria, el hombre más bueno [...] el mesías de esta tierra. El que lo haga, o
me mata a mí o yo lo mato a ellos (sic)» (Arenas, 2007, p. 45). Y, en relación con Morales, un adepto
identificado como Eusebio, al tiempo que portaba un cartel fabricado por él mismo, afirmaba «Evo es
el único. Es nuestro Fidel Castro, con todo orgullo» (Miranda, 2019).
Los líderes populistas utilizan distintas estrategias para generar emociones entre sus seguidores,
matizadas con conductas histriónicas y gestos simbólicos. Pero sin lugar a dudas el uso del lenguaje es
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pieza fundamental. Estudiosos como Ungureano y Serrano (2018) y Casullo (2019) lo consideran una
herramienta de poder y acción que permite la construcción de identificaciones simbólicas y afectivas
con el pueblo, y también el establecimiento de una relación de dominación a través de la ira, la
humillación y el desprecio hacia los «enemigos».
La «democracia populista»
Los movimientos y los líderes populistas, cuando están en el gobierno, implementan una forma de
democracia que se caracteriza por 1) Ser directa, plebiscitaria, polarizada y sustantiva, en la que «el
pueblo» es el soberano absoluto; 2) Eliminar o usar las instituciones existentes acorde con sus intereses;
y 3) Crear y usar movimientos o grupos leales por fuera de las formalidades institucionales, mediante
acciones clientelistas y el uso patrimonialista de los recursos del Estado, con la finalidad de movilizarlos
permanentemente.
Los estudiosos del fenómeno populista (Peruzotti, 2008; Freidenberg, 2008; Casullo, 2019; Meléndez,
2021; Rosanvallon, 2021; Moffitt, 2022; Rivero, 2018; Laclau, 2004; Errejón y Mouffe, 2015; Mudde
y Rovira Kaltwasser, 2017; Werner, 2017; De la Torre, 2018) concuerdan en que el populismo
constituye un claro rechazo a la forma como está funcionando la democracia representativa y liberal.
La rechazan porque la conciben inútil para satisfacer los intereses del «pueblo», pues la compleja
intermediación institucional propia de la democracia representativa es un obstáculo que le ha quitado
voz, autoridad y soberanía. Es por ello que se busca un argumento que sostenga que la democracia y el
poder están en «el pueblo» y se lo encuentra en la concepción de soberanía roussoniana:
Igual que la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social
da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este mismo poder el que, dirigido
por la voluntad general, lleva como he dicho el nombre de soberanía. (Rousseau, 2012, p. 65)
A partir de esta idea de soberanía, los populistas señalan que es el momento de recuperarla para «el
pueblo», que es el que manda. Por ejemplo, Mouffe (2018) plantea que el populismo de izquierda debe
recuperar la democracia para ampliarla y profundizarla. Esto se lograría a través de una estrategia que
unifique las demandas democráticas en una voluntad colectiva.
Uno de los mecanismos utilizados por los populistas para la instauración de la «democracia populista»
es el referéndum. Esta consulta directa se aplica para la aprobación de nuevas constituciones con espíritu
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refundacional, y para cualquier decisión que el der o el movimiento consideren necesaria. Además,
apelan a la movilización callejera y la creación de movimientos políticos leales para legitimar las
decisiones y acciones del líder. De esta manera, se le entrega el poder al «pueblo», y la capacidad para
refundar la sociedad creando nuevas instituciones en la política, la economía, la moral y hasta la cultura,
que, a decir de Mouffe (2018), servirán para establecer un nuevo orden hegemónico que sustituya al
existente.
Sin embargo, la consulta permanentemente a la población, la promulgación de nuevas constituciones y
la creación de nuevos derechos sociales, sobre todo por los populismos de izquierda, no impiden que se
instrumentalice a las instituciones, y tampoco la concentración del poder en el líder, que encarna al
poder ejecutivo cuando alcanza el gobierno. Esta concentración es usada para avasallar a los demás
poderes, evitando el control y la rendición de cuentas. A pesar de ello, se utiliza la consulta popular
para dar una apariencia de democracia y vender la idea de que es «el pueblo» quien gobierna. Por
ejemplo: «Los venezolanos votaron en dieciséis elecciones entre 1999 y 2012; los bolivianos, en nueve
entre 2005 y 2016; y los ecuatorianos, en once entre 2006 y 2013» (De la Torre, 2018, p. 35). No
olvidemos que «Los actos de masas donde se aclama plebiscitariamente al líder y las elecciones son los
momentos decisivos del pacto representativo populista» (De la Torre, 2008, p. 43).
Los populistas defienden el derecho de las mayorías a imponerse políticamente sobre el resto de la
sociedad. Para ello plantean la aplicación de un gobierno de democracia sustantiva que permita
consolidar el respeto a la voluntad y la soberanía populares, expresadas en constantes consultas directas.
Como explica Peruzzotti (2008), las jornadas electorales sirven para homogeneizar el escenario político,
dado que permiten limitar la expresión de cualquier voz discordante u opositora a la mayoría que se ha
pronunciado en las urnas. En este sentido, la democracia es equivalente a esa mayoría homogénea, con
una voz unánime.
Para el populismo, la mayoría está políticamente impotente por el excesivo control de la democracia
representativa y el poder de las minorías, por lo que se requiere desmantelar las instituciones. De este
modo, la voluntad popular de la mayoría asume el rol decisivo en la forma de gobierno denominada
«democracia sustantiva», dado que, según Sereni (2015), se trata de conciliar las voluntades
individuales para consolidar una voluntad única, de tal manera que luego esta se convierta en soberana.
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El gobierno basado en una democracia sustantiva debe complementarse con un alto nivel de
polarización. Frente a la complejidad de las instituciones intermediarias republicanas, la pluralidad de
visiones y la mediación y el consenso de intereses, el populismo ofrece un vínculo directo y vertical
que ayude a polarizar. Como señala Rosanvallon (2021), en las democracias polarizadas, la
representación se reduce a la identificación con el líder, los referéndums sirven para ejercer la soberanía,
el carácter democrático de una institución depende de quienes sean designados como sus responsables
y la expresión del pueblo se hace decisiva por su confrontación directa y sin intermediarios con las
élites. En el populismo no existe un «campo reconocido para expresar la disensión» (De la Torre, 2006,
citado en Arenas, 2007, p. 172) y quienes no son considerados en el espectro populista son reprimidos
o excluidos.
Los populistas son renuentes a aceptar toda institución que intermedie con «el pueblo» o impida
establecer un vínculo directo con él y buscan monopolizar la representación de la sociedad. Por ello
aceptan a regañadientes los mecanismos de división de poderes, de pesos y contrapesos, la existencia
de una oposición política, una sociedad civil organizada y activa, y la libertad de prensa. Cuando estas
instituciones no son favorables, o las neutralizan o las reemplazan por otras que les permitan mantenerse
en el poder.
La eliminación de las instituciones incómodas puede ser gradual o a través de procedimientos radicales,
como el decreto o el referéndum. A la primera forma, Przeworski (2022) la denomina «la
desconsolidación de la democracia o autocratización» (p. 193). En la segunda forma, así como la
mayoría de la población aprueba la eliminación de instituciones democráticas, también puede aprobar
la creación de otras que solo reflejen los intereses de un sector de la población, y olviden los de las
minorías sociales.
Otro mecanismo para simplificar los procedimientos democráticos es construir grupos flexibles con alto
nivel de lealtad hacia el líder y capacidad para adaptarse al contexto político del momento. Como señala
Hawkins (2008), los populistas modifican el aparato racional y formal de la burocracia para
reemplazarlo por agitadores o voluntarios, evitando organizaciones y asociaciones, que desconfían de
los partidos políticos. El resultado es el predominio de instituciones informales sobre las formales
(Peruzzotti, 2017). Esto implica que los populistas no se movilizan únicamente desde el carisma del
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líder, sino también a través de organizaciones asentadas en redes informales. Las características de estas
organizaciones las describe Hawkins (2008), que identifica cuatro: 1) Su bajo nivel de
institucionalización, 2) Una estructura hecha para el activismo o movimiento continuo, 3) La aplicación
de tácticas del todo vale, y 4) Su aislamiento de otras organizaciones de la sociedad civil. Un caso
emblemático de lo mencionado lo constituyen los círculos bolivarianos, las misiones y las milicias
bolivarianas, una red de ciudadanos que congregó a alrededor de 2 millones de personas. Se constituyó
para apoyar a Chávez y sus políticas y, a su vez, él la auspiciaba, pues la consideraba una «fuerza
popular esparcida en los barrios marginales, en el campo, en los pueblos y en las ciudades, para
consolidar, ideologizar y revigorizarse a misma, contribuyendo de esta manera a la Revolución
bolivariana» (García-Guadilla, 2003, citado en Hawkins, 2008, p. 137). Otros casos, esta vez en Europa,
son el movimiento populista de derecha de Wilders, quien es el único que controla el PVV, carente de
cualquier estructura que no sea él mismo; o el movimiento populista de izquierda Francia Insumisa,
sobre el cual su líder, Mélenchon, afirmó en una entrevista que no es «vertical ni horizontal, sino
gaseosa» (Ducros, 2017, citado en Castaño, 2019, p. 58).
La lealtad de los movimientos que fungen como partidos se logra mediante el uso de las instituciones y
los recursos del Estado de forma clientelista y patrimonialista. La creación de masas agradecidas o de
una servidumbre voluntaria bajo la narrativa de la justicia social tiene por finalidad utilizarlas en
los actos masivos cada vez que el líder requiera legitimarse. En este contexto, el poder ejecutivo,
liderado por el caudillo populista, asume el núcleo del «sistema democrático», desplazando a los demás
poderes republicanos a un segundo plano, o convirtiéndolos incluso en meros instrumentos de su
accionar.
La justicia social y las políticas de redistribución, a través de las cuales se manifiesta el clientelismo,
ciertamente mejoran la vida de la gente al satisfacer sus necesidades básicas. Sin embargo, crean una
falsa sensación de inclusión social. «El pueblo» como sujeto colectivo no es integrado al proceso de
toma de decisiones, sino que, de hecho, es alejado del mismo. Se le hace creer que, mediante la
redistribución de ingresos estatales, con subsidios u otras medidas, pasa a formar parte de la sociedad,
pero lo que se genera es una sujeción, es decir, la obligación de retribuir al régimen (Sereni, 2015).
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Lo descrito evidencia que ni el populismo de izquierda ni el de derecha fortalecen la democracia. Ambos
conciben una forma de gobierno incompatible con una sociedad diversa, cosmopolita y cada vez más
compleja culturalmente, como la actual. Ya lo decía Touraine (2000): «La democracia no existe al
margen del reconocimiento de la diversidad de las creencias, los orígenes, las opiniones y los proyectos»
(p. 24).
El populismo no fortalece ni radicaliza la democracia porque construye una forma de gobierno distinta.
Las diferencias son descritas por Werner (2017), quien las sintetiza en cinco: 1) La democracia permite
que las mayorías autoricen a representantes cuya conducta puede que sea acorde o no con lo que
esperaban o deseaban, mientras que el populismo no acepta que se cuestione al gobierno, pues «el
pueblo» lo ha elegido; 2) La democracia asume que las mayorías pueden cambiar de opinión y
equivocarse, en tanto que el populismo imagina una entidad pura externa a las instituciones, cuyas ideas
deben aceptarse por completo; 3) La democracia asume un pueblo de individuos, priorizando el número
de votos, y el populismo parte de una concepción sustantiva y misteriosa de los resultados electorales;
4) La democracia no considera que los procesos electorales se reduzcan a un aspecto moral y que, por
tanto, toda oposición política sea inmoral, mientras que el populismo moraliza todo; y 5) La democracia
entiende que «el pueblo» no puede aparecer de una forma que no sea la institucionalizada y que una
mayoría parlamentaria no es «el pueblo»; en cambio el populismo defiende todo lo contrario.
Las características de la sociedad actual obligan a revisar la idea de que la democracia se define como
el gobierno de la mayoría, como en el populismo. Al contrario, utilizar este argumento conduce a
gobiernos antidemocráticos. Ya lo había hecho notar Tocqueville (2018) al hablar de la omnipotencia
y tiranía de las mayorías, pues las veía como uno de los vicios consustanciales al gobierno democrático,
cuyas consecuencias podrían ser funestas y peligrosas. En tal sentido, es necesario crear instituciones
que tengan la posibilidad de controlar al gobierno y evitar cualquier forma de abuso (Popper, 2017),
dado que la democracia, según Przeworski (2022), funciona correctamente cuando las instituciones
representativas sirven como vías de procesamiento de los conflictos y los regulan de acuerdo con reglas.
CONCLUSIÓN
El análisis desarrollado en este artículo evidencia que contrariando la tesis de que el populismo
fortalece y radicaliza la democracia ningún populismo, sea de izquierda o de derecha, logra
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implementar una forma de gobierno democrática. Es lo opuesto: el populismo es el punto de partida de
formas de gobierno que derivan en regímenes totalitarios o, en el mejor de los casos, terminan afectando
de forma irreparable a la institucionalidad democrática. Se ha evidenciado que los populismos de
izquierda y derecha, aunque aplicando procedimientos distintos, convierten a la sociedad en: 1) Dos
bloques antagónicos, uno de los cuales asume la representación total de la sociedad y busca excluir o
acabar con el otro; 2) Homogénea, donde el pluralismo político, social y cultural propio de las
sociedades modernas se ha reducido a la mínima expresión, aplastando cualquier forma de
individualidad, en especial si resulta discrepante; 3) Carente de instituciones neutrales, dado que se las
instrumentaliza o se las reemplaza por otras que faciliten la construcción de regímenes distintos al
democrático, pues, bajo el régimen populista, la sociedad está supeditada a un caudillo y a la dictadura
de la mayoría; y 4) Polarizada, puesto que el debate racional es reemplazado por las emociones o los
apasionamientos, y quien discrepa es visto como «enemigo», evitando, de esta manera, la construcción
de consensos.
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