EL PRINCIPIO DEL DAÑO COMO
ARGUMENTO A FAVOR DEL DERECHO AL
CONSUMO DE SUSTANCIAS PSICOACTIVAS
VALIDITY OF THE PRINCIPLE OF HARM AS AN
ARGUMENT IN FAVOR OF THE RIGHT TO CONSUME
PSYCHOACTIVE SUBSTANCES
Edwin Yamid Mondragón Viviescas
Universidad Metropolitana de Educación, Ciencia y Tecnología, Colombia
pág. 1757
DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v8i4.12414
El Principio del Daño como Argumento a Favor del Derecho al Consumo
de Sustancias Psicoactivas
Edwin Yamid Mondragón Viviescas
1
edwmondragonv@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-4771-9819
Universidad Metropolitana de Educación, Ciencia y Tecnología
Ciudad de residencia: Pereira
Colombia
RESUMEN
Alrededor del mundo está teniendo lugar un replanteamiento de las políticas para hacer frente a los
problemas derivados del consumo de sustancias psicoactivas, de manera que en algunos países se ha
regulado el consumo de Cannabis de uso adulto con fines recreativos. No obstante, la mayoría de estas
decisiones son tomadas con base en argumentos de carácter consecuencialista, que derivan su fuerza
argumentativa de la ponderación tanto de los beneficios de la regulación como de la ineficacia y los
problemas derivados de la guerra contra las drogas. En este sentido, la presente ponencia tiene por
objeto mostrar que, frente a este tipo de argumentos, el principio del daño continúa erigiéndose como
el principal criterio al momento de establecer un derecho derivado a la libertad, que proteja al individuo
de la injerencia ilegítima del Estado. Asimismo, tiene como finalidad someter a análisis la Sentencia C-
221 de 1994, que despenaliza en Colombia el porte y consumo de la dosis mínima de drogas, pues, al
margen de su importancia fáctica, dicha sentencia resulta teóricamente relevante, por cuanto sus
principales argumentos se fundamentan en el principio del daño, y dado que en ella se defiende la
despenalización a partir de la formulación de un derecho al consumo de sustancias psicoactivas.
Palabras clave: derechos, principio del daño, despenalización, regulación, sustancias psicoactivas
1
Autor principal
Correspondencia: edwmondragonv@gmail.com
pág. 1758
Validity of the Principle of Harm as an Argument in Favor of the Right to
Consume Psychoactive Substances
ABSTRACT
Around the world, a reconsideration of policies to address the problems derived from the consumption
of psychoactive substances is taking place, leading some countries to regulate the use of Cannabis for
recreational purposes among adults. Nonetheless, most of these decisions are based on consequentialist
arguments, deriving their persuasive strength from weighing both, the advantages of regulation and the
ineffectiveness, as well as the problems arising from the war on drugs. In this regard, the purpose of
this paper is to show that, in the face of this type of argument, the principle of harm continues to be the
main criterion for establishing a derived right to freedom that protects the individual from illegitimate
interference by the State. Furthermore, it aims to analyze Ruling C-221 of 1994, which decriminalized
the possession and consumption of the minimum dose of drugs in Colombia; aside from its factual
importance, this ruling is theoretically relevant, since its main arguments are based on the principle of
harm, and since it defends decriminalization based on the formulation of a right to the consumption of
psychoactive substances.
Keywords: rights, principle of harm, decriminalization, regulation, psychoactive substances
Artículo recibido 10 junio 2024
Aceptado para publicación: 15 julio 2024
pág. 1759
INTRODUCCIÓN
Aunque ahora descuidamos y oscurecemos vergonzosamente las diferencias entre vicio y crimen y
con ello las que se dan entre persuasión pacífica y coacción gubernamental, esas diferencias son
pilares sobre los que se apoya una sociedad libre. Inversamente, al negar tales distinciones (mediante
pomposas metáforas, pensamiento descuidado o propaganda política que utiliza ambos medios) se
opera el paso decisivo para transformar la moderación en represión de otros, la templanza en
prohibición, la persuasión en persecución, los ideales morales de individuos en inmorales locuras de
masas.
Thomas Szasz
El consumo de sustancias psicoactivas es casi tan antiguo como el hombre mismo. Existe evidencia de
que la mayoría de los pueblos antiguos, alrededor del mundo, usaron una u otra planta con el fin de
acceder a estados alterados de conciencia, que solían tener lugar en el marco de ceremonias religiosas,
de manera que su consumo era principalmente de carácter ritual. A este respecto, Stuart Walton (2001)
se atreve a afirmar que “la intoxicación es común a todo el universo humano” (p. 40), hasta el punto de
que los inuit, más conocidos como esquimales, son considerados la única sociedad de la que se conoce
que no consumía algún tipo de sustancia psicoactiva, debido a que carecían de suelos fértiles para el
cultivo de cualquier tipo de planta.
Se conoce que los egipcios, los griegos y los romanos fueron avezados productores de vino, hasta tal
punto que dentro de su mitología existía un dios que era la personificación de esta bebida. En Egipto,
el dios del vino era conocido como Hator; en Grecia, era conocido como Dioniso; mientras que, en
Roma, tomó el nombre de Baco. En Egipto, dentro del calendario ritual, se destinaba un día al mes para
el consumo de vino y otras bebidas alcohólicas, como la cerveza. Asimismo, en Grecia y Roma son
conocidas las bacanales que se realizaban en honor al dios del vino (Walton, 2001).
No obstante, parece que no solo el alcohol estuvo presente en las sociedades antiguas. Existen indicios
de que los egipcios conocieron el opio, y son bien conocidas las ceremonias que tenían lugar en el
templo de Eleusis, en honor a Demeter, diosa de los cereales. Dichas celebraciones tenían una duración
de diez días y todo apunta a que en ellas se consumía ergotamina, sustancia presente en el cornezuelo
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de centeno, un hongo que aparece no solo en este cereal, sino que también ataca al trigo y a la cebada
(Walton, 2001).
Si como señala Walton (2001), “el deseo de alterar la conciencia es una constante en la vida humana”
(p. 318), no resulta comprensible que en la actualidad se libre lo que ha dado en denominarse Guerra
contra las drogas. La prohibición del comercio y consumo de sustancias psicoactivas es fenómeno que
se prefigura en los albores del siglo XX, más específicamente en 1906, año en que se promulga en
Estados Unidos la Food and Drugs Act, la cual escondía la intención de controlar ciertos medicamentos
que venían siendo usados con fines recreativos (Szasz, 1993).
No obstante, el prohibicionismo en el plano internacional se materializa en 1909, año en que se reúne
en Shanghái la Comisión Internacional del Opio, de la que surge la Convención Internacional del Opio,
que se firma en La Haya en 1912, y que tiene como propósito contrarrestar el tráfico y consumo de
cocaína, que había sido sintetizada en 1870, y de heroína, sintetizada en 1974 (Quintero, 2020).
De acuerdo con lo planteado por Thomas Szasz (1993) en su libro Nuestro Derecho a las Drogas, el
germen del prohibicionismo frente a las drogas se encuentra en un rasgo de la naturaleza del pueblo
estadounidense, más que en un hecho propiamente histórico. Dicho rasgo consiste en una ambivalencia
que se manifiesta en la coexistencia de dos concepciones antagónicas del mundo: la mágico-religiosa y
la racional-científica, la cual se hace evidente en una búsqueda incesante de las libertades individuales,
al tiempo que se libra una cruzada moral que pretende eliminar todo el mal del mundo.
Un claro ejemplo no solo de dicha ambivalencia, sino de la paradójica posición que han adoptado las
potencias mundiales frente a las sustancias psicoactivas, lo expresa claramente Jorge Marco (2019), en
un artículo para la BBC, en el que muestra la manera en que sustancias como cocaína, opio, morfina y
anfetaminas, fueron usadas de manera deliberada en el marco de las principales guerras del siglo XX,
con el objetivo de mejorar el estado de ánimo y rendimiento de los soldados.
DESARROLLO
Principio del daño
Hacia mediados del siglo XIX, el filósofo inglés John Stuart Mill formula el principio del daño, con
objeto de establecer una frontera entre la libertad individual y el poder coactivo tanto del Estado como
de la sociedad, pues considera que esta suele ejercer un tipo de compulsión aún más peligrosa que la
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ejercida por el Estado a través de la ley, debido a que ejerce su influencia sobre un mayor número de
esferas de la vida humana y a que opera a través de la sanción moral (Mill, 2013).
A este respecto, Mill hace énfasis en la noción de preferencia, por cuanto considera que a partir de ella
se determina lo que una sociedad estima como apropiado e inapropiado, al punto que se convierte en
fundamento de una parte considerable de las leyes de un país. De esta manera, advierte que los gustos
de la mayoría, que en muchos casos son irracionales o se encuentran basados en la ignorancia,
determinan lo que debe ser deseable o admirable, mientras que aquellos comportamientos que se
distancian de este criterio son usualmente censurados o reprobados
2
(Mill, 2013).
El principio del daño consiste, entonces, en que un individuo solo puede ser sancionado a través de
mecanismos legales o morales, cuando su conducta comporta un daño a otro, de modo que “la única
parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los
demás” (Mill, 2013, p. 80). Formulado en sentido positivo, dicho principio establece la soberanía,
libertad y autonomía del individuo sobre aquellas conductas que solo a él conciernen, dado que “su
independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo
es soberano” (Mill, 2013, p.80).
Desde su formulación, el principio del daño ha debido enfrentarse a serias objeciones, tal como lo señala
Michael S. Moore en el ensayo titulado Libertad y drogas. De acuerdo con lo expuesto por Moore
(2000), una de las primeras y más importantes críticas al principio del daño es la formulada por James
F. Stephen, juez contemporáneo de Mill, la cual pone en evidencia la dificultad que comporta delimitar
las conductas que solo perjudican a su agente, de aquellas que ocasionan un daño a los demás, pues
considera que así como existen casos en los que el daño no deben ser objeto de sanción penal, en algunas
ocasionas esta se encuentra plenamente justificada, pese a que la conducta no implique un daño a los
demás.
De igual manera, autores como Gerald Dworkin (1972) acusan la existencia de una incompatibilidad
lógica entre los argumentos de carácter utilitarista y aquellos que se encuentran orientados a defender
2
En consonancia con lo planteado por Mill, Moon sostiene: “Desde el comienzo del pensamiento sistemático acerca de la
política, la mayoría de los pensadores políticos han dado por descontado que las leyes deben exigir que los ciudadanos se
conformen a ideales morales” (p.301).
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el valor intrínseco de la libertad individual, los cuales son usados por Mill como defensa de la autonomía
y del libre desenvolvimiento personal. Sin embargo, Moore considera que el problema de la doctrina
de Mill es aún más grave, pues toma en consideración los daños desde una perspectiva claramente
utilitarista y desatiende al mal, en términos estrictamente morales. A este respecto, se hace necesario
aclarar que Moore distingue entre lo que él mismo denomina moral crítica y moral convencional. Esto
significa que defiende la idea de la objetividad del mal moral, que es del todo independiente de lo que
un individuo o la sociedad consideren malo de un modo convencional. En consecuencia, es este mal
moral el que el legislador debe tener en cuenta al momento de determinar que una acción debe ser objeto
de sanción penal.
Según lo planteado por Moore (2000), si lo que Mill pretende es establecer un derecho básico a la
libertad o delimitar la frontera entre la libertad individual y coacción estatal, el principio del daño carece
de fuerza argumentativa, pues no es capaz de hacer frente a las objeciones planteadas por Stephen, en
lo que respecta a la imposibilidad que comporta establecer una distinción precisa entre las conductas
autorreferentes y las que atañen a los demás.
No obstante, Moore (2000) considera que el principio del daño adquiere una gran relevancia y fuerza
argumentativa si se concibe como fundamento de un derecho derivado a la libertad, que se encuentre
basado en lo que él denomina pretensión de libertad, el cual tiene como propósito proteger al individuo
de la coacción estatal, cuando esta se encuentra soportada sobre razones ilegítimas.
En este sentido, Douglas Husak (2001) plantea, en Drogas y derechos, que el principio del daño resulta
particularmente útil al momento de determinar si una conducta debe ser penalizada, pues se erige como
el mejor criterio para establecer si las razones sobre las que se fundamenta una ley son o no legítimas.
Para tal efecto, compara el principio del daño con el criterio ofrecido por el legalismo moral, según el
cual el hecho de que una conducta sea moralmente mala es razón suficiente para que deba ser prohibida.
Asimismo, Husak (2001) examina otros de los argumentos que se erigen al margen del principio del
daño, y que suelen ser usados como alternativas para el abordaje del consumo de sustancias
psicoactivas, los cuales previamente han sido presentados por David Richards (1982). El primero de
estos argumentos obtiene su fundamento de lo que se conoce como “filosofía agustiniana del yo”, según
la cual el consumo de sustancia psicoactivas socava la que es considerada como una de las más
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importantes habilidades personales; a saber, el autocontrol. Frente a dicho argumento, Richards (1982)
responde que a través del consumo de drogas el individuo modula tanto la cantidad como la calidad de
sus vivencias, al tiempo que fortalece el autocontrol, con excepción de los casos que pueden ser
caracterizados como consumo problemático o adicción
3
.
Otro de los argumentos en contra del uso recreativo de drogas que es rechazado por Richards (1982), y
que no atiende al daño, es el suministrado por quienes creen que la excelencia humana es un ideal al
que debe tender todo individuo. Por tanto, se asume que el consumo de drogas, al ser una actividad
absolutamente inmoral, va directamente en contra de este propósito. Como respuesta a tal argumento,
Richards (1982) afirma que justificar la prohibición de una conducta sólo con base en el hecho de que
va en contra de una concepción particular de virtud comporta, al menos, dos dificultades relevantes.
La primera de estas dificultades consiste en que resulta poco probable, si no imposible, alcanzar un
consenso racional en cuanto al ideal de virtud al que debe dirigirse una sociedad. El segundo
inconveniente que entraña este argumento estriba en que la excelencia humana no constituye un objeto
de la ley penal, pues el propósito de ésta no es cultivar el carácter de los miembros de una sociedad
tarea de la que, sin duda, también debería ocuparse el Estado, sino trazar una línea que permita
establecer el límite entre aquellos comportamientos que deben y no deben ser aceptados. Por esta razón,
“la ley penal no debe hacer valer una concepción particular de la excelencia humana, sin importar qué
tan atractiva sea” (Husak, 2001, p.107).
Este tipo de objeción ya había sido anticipado por John Locke en Carta sobre la Tolerancia. En el
apartado en el que define los deberes del magistrado en cuanto a la tolerancia, Locke manifiesta que el
objeto de la ley penal es la preservación de la salud y de los bienes de los súbditos, frente a los ataques
de otros. En lo que respecta al cuidado de su propia alma, de sus bienes y de su salud, el soberano debe
permitirle al súbdito gozar de plena libertad. Los únicos mecanismos legítimos que pueden ser usados
por el legislador para intervenir en estos asuntos, son los proporcionados por la caridad, la persuasión,
el buen consejo y la educación.
3
De manera similar, en un texto que se erige como defensa del uso del vino, dentro de los sympósia o bebidas en común,
Platón afirma que la adquisición de las virtudes debe estar mediada por un constante ejercicio de cada una de ellas, por lo que
el consumo de dicha bebida debe ser concebido como una práctica orientada a la formación de la templanza.
pág. 1764
De acuerdo con Husak (2001), un último argumento que suele respaldar las leyes contra las drogas es
aportado por el legalismo, tal y como es denominado por Franklin Zimring y Gordon Hawkins. Según
este argumento, “El consumo de drogas prohibidas por el gobierno es un acto de rebelión, de desafío a
la autoridad de la ley, que amenaza al tejido social” (Zimring y Hawkins, 1992, p. 9). En el texto The
search for rational drug control, Zimring y Hawkins indican que el legalismo responde a las principales
cuestiones sobre las que se encuentra fundamentada las Guerra Contra las Drogas
4
, que actualmente
libra la mayoría de los países y que sigue los lineamientos trazados por las políticas que ha formulado
y puesto en práctica Estados Unidos.
El principio del daño como fundamento de la despenalización del consumo de sustancias
psicoactivas en Colombia
Durante los dos últimos períodos legislativos, en el Congreso de la República ha cursado un proyecto
de acto legislativo que ha tenido como propósito la regulación del cannabis de uso adulto, mediante la
modificación del artículo 49 de la Constitución Política de Colombia en el que, pese a la existencia de
importantes antecedentes jurídicos, se prohíbe el porte y consumo de sustancias psicoactivas, como un
mecanismo que establece el deber de los ciudadanas de cuidar tanto de la propia salud como de la ajena.
Esta prohibición fue incluida en el artículo 49 a través del Acto Legislativo 02 de 2009. Después de
haber superado siete de los ochos debates requeridos, el 20 de junio de 2023 se hundió este proyecto de
acto legislativo, tras obtener 47 de los 54 votos necesarios para su aprobación.
No obstante, en Colombia el porte y consumo de la dosis mínima de sustancias psicoactivas se encuentra
despenalizado desde 1994, a través de la Sentencia C-221 de 1994, cuyo ponente fue el magistrado
Carlos Gaviria Díaz, mediante la que se declara exequible el artículo 2 de la Ley 30 de 1986, también
conocida como Estatuto nacional de Estupefacientes, el cual establece las cantidades consideradas como
dosis mínima de sustancias psicoactivas ilegales.
4
Atendiendo a lo expuesto por Husak (2001), son cuatro las cuestiones abordadas por Zimring y Hawkins, que son de carácter
legalista y que justifican una Guerra Contra las Drogas. “Primero, explica por qué las drogas ilegales, más que el alcohol y el
tabaco, constituyen el blanco de esa guerra. Segundo, explica por qué todas las drogas ilegales, como la marihuana y el crack,
son igualmente censurables. Tercero, explica por q hay que aplicar duros castigos aún a los consumidores casuales.
Finalmente, explica por qué el consumo de drogas por mismo, más que sus efectos dañinos, aparece como el problema
principal” (p.108).
pág. 1765
Sin embargo, su importancia estriba en el hecho de declarar inexequible el artículo 51, que tipificaba
las sanciones de las que debía ser objeto todo aquel ciudadano que fuera sorprendido portando o
consumiendo cualquiera tipo de sustancia psicoactiva ilegal. Tales sanciones contemplaban tanto la
privación de la libertad como el pago de una multa, cuyo monto dependía de la reincidencia en tales
conductas. Del mismo modo, dejaba en manos de los médicos y familiares la decisión de enviar a los
consumidores a establecimientos psiquiátricos o centros de rehabilitación, de manera que estos podían
ser internados sin su consentimiento.
Desde entonces, se han desplegado diversos mecanismos jurídicos orientados a contrarrestar el alcance
de la Sentencia C-221 de 1994, algunos los cuales pretenden volver a la penalización mediante la
modificación del artículo 16 de la Constitución, que formula el derecho al libre desarrollo de la
personalidad. Dentro de estos mecanismos se destaca el antes citado Acto Legislativo 02 de 2009 que,
pese a prohibir el porte y el consumo de sustancias psicoactivas, no establece ningún tipo de sanción
penal o civil, al tiempo constituye un importante cambio en la manera de abordar esta conducta, pues
deja de ser concebida como un asunto de política criminal, para ser tratada como un problema de salud
pública.
Dado que, como se indicó con anterioridad, el principio del daño puede ser usado como fundamento de
un derecho derivado a la libertad, desde el que puede erigirse una sólida defensa del consumo de
sustancias de sustancias psicoactivas, resulta relevante someter a un minucioso examen la sentencia C-
221 de 1994, con el fin de determinar hasta qué punto su fallo se encuentra fundamentada en dicho
principio. De acuerdo con lo expuesto por Manuel Atienza, en su texto Derecho y argumentación, esta
sentencia obedece a una estructura argumentativa claramente identificable, que puede ser reproducida
del siguiente modo.
En primera instancia, se formula la pregunta sobre si los artículos 2 y 51 de la Ley 30 de 1986 son o no
constitucionales. En segundo lugar, se afirma que el artículo 49 de la Constitución no debe ser
interpretado como si estableciera deberes para consigo mismo. En un tercer momento, se expone el
argumento que apoya la anterior afirmación, que sirve de base a toda la argumentación posterior y que
consiste en aclarar que, “por razones ontológicas, el derecho no puede regular tipos de conducta que no
supongan algún grado de interferencia en la conducta ajena” (Atienza, 1997 p.80). Dicho de otra
pág. 1766
manera, en el ámbito del derecho no es posible hablar de deberes para consigo mismo, pues “el derecho,
por su propia esencia bilateral o atributiva correlaciona siempre ‘deberes’ de un sujeto con
‘derechos’ de otro, lo que en ese caso no se daría: un mismo sujeto sería el titular del derecho y de la
prestación” (Atienza, 1997, pp.104-105).
En cuarto y último término, se plantea la cuestión sobre cómo debe ser interpretado el artículo 49 de la
Constitución Política de Colombia, el cual estipula que “Toda persona tiene el deber de procurar el
cuidado integral de su salud y la de su comunidad” (Const., 1991). Frente a esta cuestión, Carlos Gaviria
(Corte Constitucional, C-221, 1994) plantea que, en relación con el consumo recreativo de drogas,
existen tres posibles interpretaciones de este artículo constitucional. De acuerdo con la primera
interpretación, debe ser concebido como si cuidar de la propia salud se tratara de un deber hacia los
demás. Esta interpretación, a su vez, plantea tres importantes cuestiones. ¿Es un deber hacia sus
familiares o personas cercanas?, ¿es un deber hacia la sociedad o comunidad?, ¿es un deber orientado
a la protección de los demás frente a daños potenciales, que pueden ser ocasionados por las conductas
agresivas que se derivan del consumo de drogas?
Como respuesta a la cuestión sobre si es un deber hacia la familia, se argumenta que sólo podrían ser
objeto de sanción penal aquellas personas que, teniendo familia, consuman drogas con fines recreativos.
Por su parte, quienes no cuenten con familiares o allegados pueden incurrir en esta conducta, sin que
resulte legítimo judicializarlos por ello. Sin embargo, la ley, por su carácter general, no distinguiría
entre unos y otros. De otro lado, se afirma que, dada la ineficacia de la sanción penal para prevenir el
consumo de drogas, su aplicación no hace más que incrementar el sufrimiento de los familiares del
usuario de drogas ilegales. Con base en estos dos argumentos, se llega a la conclusión de que no se debe
penalizar el consumo drogas, con base en el supuesto de que cuidar de la propia salud es un deber hacia
los familiares o personas cercanas.
En cuanto a si es un deber orientado a la sociedad, se afirma que, si el objetivo es proteger a la sociedad
de la pérdida de uno de sus miembros productivos, ésta no se vería perjudicada en aquellos casos en
que el individuo es ya un marginado, por lo que resultaría lícito que incurriera en el consumo recreativo
de drogas. Por la misma razón, también debería prohibirse el consumo de sustancias como las grasas o
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el tabaco, que francamente comprometen la salud de quien las usa. Estos son los argumentos con los
que se niega que privarse del consumo recreativo de drogas sea un deber hacia la sociedad.
Queda por examinar, entonces, si es un deber que se deriva del peligro al que pueden verse expuestos
los demás, como consecuencia del uso recreativo de drogas. A este respecto, se indica que no sólo las
sustancias ilegales son potencialmente peligrosas, lo que se demuestra a través de datos estadísticos
proporcionados por el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Medellín
5
, que evidencian
una estrecha relación entre los comportamientos delictivos y el uso de alcohol. Por esta razón, una ley
que sancione penalmente el consumo recreativo de drogas incurriría en un trato discriminatorio para los
consumidores de sustancia ilegales. Igualmente, en un sistema penal propio de un Estado regido por
principios liberales y democráticos, no es procedente legislar con base en el “peligrosismo” o, lo que es
lo mismo, en el principio del daño incoado. Pues “a una persona no pueden castigarla por lo que
posiblemente hará, sino por lo que efectivamente hace [, a] menos que el ser drogadicto se considere en
mismo punible” (Corte Constitucional, C-221, 1994). Así pues, no deben ser penalizadas aquellas
conductas que, en principio, se refieren de manera exclusiva a su agente y que, por tanto, hacen parte
de un ámbito que se encuentra vedado al derecho. En consecuencia, privarse del consumo de drogas no
es un deber orientado a conjurar los potenciales peligros que se derivan de dicha conducta. Finalmente,
sobre la base de estos tres razonamientos, se llega a la conclusión de que el cuidado de la propia salud
no debe ser concebido, desde la perspectiva del derecho, como un deber hacia los demás.
De acuerdo con una segunda interpretación, el artículo 49 debe ser considerado como si constituyera
un deber frente a un Estado totalitario o paternalista. En un primer sentido, debe entenderse que “el
Estado colombiano se asume dueño y señor de la vida y del destino de cada persona sujeta a su
jurisdicción” (Corte Constitucional, C-221, 1994). Sin embargo, se afirma que una pretensión de este
tipo es incompatible con la filosofía liberal y democrática que sirve de sustento a la Constitución de
1991. Además, se advierte que las implicaciones de una ley deben ser analizadas a la luz de los
principios que rigen la Constitución en la que esta se enmarca. En segundo rmino, el Estado es
5
De acuerdo con el estudio referenciado por el magistrado ponente: “En la cifra bruta de mortalidad por causas violentas, al
menos para la ciudad de Medellín, existe un factor que parece pudiera considerarse como riesgo, y es el de la ingestión de
bebidas alcohólicas; para 1980 el 27% de las víctimas de muerte violenta tenía en su sangre cifras positivas para alcohol, para
el año de 1990 ese porcentaje se había incrementado al 48.51%” (citado en Corte Constitucional, C-221, 1994).
pág. 1768
concebido como una entidad paternalista, por cuanto se arroga la labor de proteger a sus súbditos de las
malas decisiones que, ejecutadas en pleno ejercicio de su autonomía, puedan ocasionarles perjuicios.
No obstante, pretender que el Estado sabe, de una manera más clara que los propios individuos, cuáles
son las decisiones que resultan más convenientes para sus intereses, equivale a “la negación de la
libertad individual, en aquel ámbito que no interfiere con la esfera de la libertad ajena” (Corte
Constitucional, C-221, 1994). Es de este modo como se argumenta que resulta inadmisible que el
cuidado de la propia salud sea un deber del individuo hacia un Estado totalitario o paternalista.
Como tercera y última posibilidad interpretativa, el artículo 49 de la Constitución debe entenderse como
la expresión de un deseo que, por tanto, carece de fuerza normativa. Como apoyo a esta interpretación,
se tiene en cuenta que ya han sido descartadas las dos interpretaciones anteriores, y se sostiene que
frente al deber de cuidar de la propia salud no existe realmente un sujeto pretensor o, lo que es lo mismo,
que nadie tiene derecho a que un individuo, en ejercicio de su autonomía, no atente contra su propia
salud. Por tal motivo, mantener la existencia de este deber, en un ámbito diferente al de la moral,
significa ir en contra de la filosofía liberal que sirve de fundamento a la Constitución, y de la que hace
parte el principio que establece que “sólo las conductas que interfieran con la órbita de la libertad y los
intereses ajenos pueden ser jurídicamente exigibles” (Corte Constitucional, C-221, 1994). Como lo
muestra Atienza (1997), este argumento viene a concretar lo que al inicio es defendido a través de la
idea de que el derecho sólo puede intervenir en aquellas conductas que interfieren con la libertad ajena.
(p.83).
En esta misma dirección, se tiene como objeto demostrar que el artículo 16 de la Constitución establece
que las sanciones penales no deben ser aplicadas a conductas que no atenten contra los derechos de los
demás. Para este efecto, se formula la cuestión sobre la manera correcta de interpretar este artículo,
según el cual “Todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más
limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico” (Const., 1991). Como
primer argumento, se advierte que el libre desarrollo de la personalidad sólo puede ser limitado por los
derechos de los demás o por el orden jurídico. No obstante, este orden jurídico no puede ser de cualquier
tipo, sino un orden jurídico constitucional. Por esta razón, la sentencia aclara que “el legislador no puede
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válidamente establecer más limitaciones que aquellas que estén en armonía con el espíritu de la
constitución” (Corte Constitucional, C-221, 1994).
El segundo argumento destaca que la prohibición del consumo recreativo de drogas no es acorde con el
espíritu liberal que subyace a la Constitución. En este sentido, se recurre a lo planteado por el filósofo
John Rawls en Una teoría de la justicia, en cuanto a que “Cada persona debe gozar de un ámbito de
libertades tan amplio como sea posible, compatible con un ámbito igual de libertades de cada uno de
los demás” (Rawls, citado en Corte Constitucional, C-221, 1994).
El tercer argumento muestra que el reconocimiento de la autonomía personal, tal y como lo hace la
Constitución de 1991, implica que el individuo es libre para decidir sobre aquellos asuntos que sólo
tienen implicaciones sobre su propia vida. Cada persona es libre de trazar el plan de vida que mejor le
parezca, siempre que éste no interfiera con el de alguien más, “mientras esta forma de vida, en concreto,
no en abstracto, no se traduzca en daño para otro” (Corte Constitucional, C-221, 1994). Finalmente, el
cuarto argumento muestra que garantizar la libertad individual debe ser considerada como una medida
que persigue el bien común, por cuanto el tipo de sociedad que se pretende configurar con la
Constitución de 1991 es de carácter personalista.
Es esta la argumentación de la que se sirve el magistrado ponente para que la Corte Constitucional
profiera el fallo que determina que el artículo 51 de la Ley 30 de 1986, que estipula las penas para el
porte y el consumo recreativo de drogas, es inconstitucional. De acuerdo con Atienza (1997), esta
conclusión está fundamentada en tres tesis interpretativas. La primera de ellas consiste en indicar que
el artículo 49 de la Constitución carece de fuerza normativa, pues sólo obedece a la expresión de un
deseo. La segunda tesis mantiene que, según el artículo 16, aquellas conductas que no atentan contra
los derechos de los demás, no deben ser sancionadas penalmente. La última tesis consiste en señalar
que el artículo declarado inexequible materializaba la penalización de una conducta que no configura
un daño a los demás. (p.85)
Con base en lo anteriormente expuesto, se advierte que los principales argumentos que soportan la
estructura de esta sentencia se encuentran sustentados sobre el principio del daño, lo cual resulta
particularmente importante si se considera que los argumentos esgrimidos por quienes defienden tanto
la despenalización como la regulación del consumo de sustancias psicoactivas suelen ser de carácter
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consecuencialista, dado que se encuentran dirigidos a demostrar el fracaso del prohibicionismo, que tras
más de cincuenta años de haber declarado una guerra contra las drogas, que ha desplegado ambiciosas
políticas globales e invertido miles de millones de dólares, aún se encuentra lejos de erradicar no solo
el consumo, sino la criminalidad asociada a la producción y tráfico de estas sustancias ilegales.
La debilidad de una defensa del consumo de sustancias psicoactivas erigida sobre la base del
consecuencialismo estriba en que, si el prohibicionismo fuera eficaz, si el cultivo, producción y
consumo de sustancias hubiesen disminuido a partir de 1971, año en que el entonces presidente de
Estados Unidos, Richard Nixon, declara la guerra contra las drogas, sus argumentos carecerían de todo
fundamento, dado que su fuerza argumentativa se encuentra fundamentada en resultados. No obstante,
existen antecedentes legislativos nada desdeñables que se basan en este tipo de argumentos.
En Uruguay, la Ley 19.172 del 20 de diciembre de 2014
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resulta paradigmática, pues es la única en
Latinoamérica que regula el cannabis de uso adulto con fines recreativos y medicinales; y la única en
el mundo que otorga al Estado el absoluto control sobre toda la cadena de producción de esta sustancia,
de manera que se ocupa tanto de su cultivo como de su comercialización. No obstante, esta Ley se
encuentra lejos de estar sustentada sobre un derecho al consumo de cannabis, dado que, como lo indica
Gatti (2017), la principal razón por la que el Estado uruguayo, en cabeza de José Mujica, decide asumir
la producción, explotación industrial, comercialización y control del consumo de cannabis, obedece a
la necesidad de reducir la criminalidad asociada al narcotráfico.
CONCLUSIONES
Con base en lo expuesto anteriormente, se concluye que, aunque el principio del daño puede ser objeto
de serias objeciones, debido a sus manifiestas falencias, como el hecho de no atender al mal moral, se
erige como el principal criterio al momento de configurar una defensa a un derecho derivado a la
libertad, que proteja al individuo de una intervención ilegítima del Estado, en aquellos ámbitos de la
vida humana en los que debe gozar de total autonomía y soberanía sobre sus decisiones.
De igual manera, se infiere que, en sentido estrictamente jurídico, no es posible afirmar que el consumo
de sustancias psicoactivas sea una conducta que implique un daño a los demás, de modo que no debe
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Disponible en: https://medios.presidencia.gub.uy/jm_portal/2014/noticias/NO_M871/reglamentacion-ley19172.pdf
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ser sancionada penalmente. Esto no significa que se desestiman los eventuales perjuicios que pueden
derivarse de dicha conducta, los cuales ponen en riesgo la salud y el bienestar tanto del propio agente
como de sus familiares y personas cercanas.
Finalmente, es necesario considerar que, frente a los problemas derivados del consumo de sustancias
psicoactivas ilegales, resulta pertinente no solo operar un cambio de enfoque, sino reconocer que dicha
conducta debe estar protegida por un derecho, tal y como lo demuestra Carlos Gaviria Díaz a través de
la Sentencia C-221 de 1994. De manera simultánea, resulta imperativo reformular las políticas frente al
tráfico de drogas, pues, aunque se advierte que del reconocimiento de un derecho al consumo no se
deriva necesariamente la regulación de la producción y el tráfico, esta es una medida que debería
adoptarse con el fin de garantizar la seguridad y salud de los consumidores.
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