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El Estado tiene la responsabilidad de crear y establecer las instituciones encargadas de aplicar sanciones
a quienes cometen delitos en su territorio. Estas instituciones son cruciales para regular y mantener el
equilibrio en la sociedad. La organización creada por el Estado para la ejecución de penas (o medidas
de seguridad) implica la privación o restricción de la libertad individual, ya que sin esta condición las
penas no serían efectivas. El Estado también determina quién tiene la autoridad para sancionar y
proporciona los medios adecuados para que estas instituciones funcionen y alcancen sus objetivos
previstos. En sus respectivas jurisdicciones, los gobiernos federales y estatales organizan el sistema
penal basándose en el trabajo, la capacitación y la educación como medios para la readaptación social
del delincuente. Por lo tanto, es esencial cumplir con tres fundamentos constitucionales mínimos:
trabajo, capacitación o educación laboral, y educación (Colisseus, 2009).
Sin embargo, es importante destacar que existen múltiples antecedentes relacionados con los sistemas
penitenciarios. Según López (2012), en el siglo XVII las cárceles coexistían con las penas corporales,
y el sistema penitenciario se caracterizaba por la crueldad, los tratos inhumanos y los castigos físicos.
El propósito de las sanciones en esa época no era solo privar a las personas de su libertad, sino también
aislarlas de la sociedad y generar temor en los reclusos para evitar que cometieran más infracciones.
Las prisiones se ubicaban inicialmente en áreas que estaban fuera de las zonas urbanizadas, pero con el
rápido proceso de urbanización a finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, terminaron
rodeadas por complejos residenciales y espacios comerciales atractivos. Las autoridades estatales no
parecían interesadas en seguir invirtiendo en estas prisiones, y la presión pública, impulsada por
inversores inmobiliarios, llevó a un consenso general sobre la necesidad de cerrar estas instalaciones
(Salvatore y Aguirre, 2017).
En América Latina, la situación es similar a la observada a nivel mundial, con la sobrepoblación en los
centros de privación de libertad como principal característica. Entre 2000 y 2018, países como Ecuador
(398%), Paraguay (323%), Venezuela (302%), Guatemala (248%), Perú (228%), Brasil (221%) y
Nicaragua (219%) han visto aumentos significativos en su población carcelaria. En comparación con
otros países, la mayoría ha experimentado un incremento de más del cien por ciento en su población
penitenciaria y ninguno ha registrado una disminución en los niveles de encarcelamiento. Chile y
Argentina presentan un aumento menor en porcentaje (Nuñovero, 2019).