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Pero para las mujeres y los hombres de la tierra las cosas son distintas. Se hace terruño al
andar, al habitar, al cultivar, al ponerle nombre a los ríos y los cerros, a los animales y a
las plantas... En su múltiple trajín las comunidades humanas construyen su entorno.
Espacios que pueden registrarse con diferentes códigos: regionalizaciones por cuenca,
planos catastrales, cartografías administrativas... Pero que, más allá de esos registros fríos,
son los mundos habitados que nos dan pertenencia, que nos dan arraigo, que nos dan
identidad. A todo esto, los pueblos campesinos lo llaman tierra. Nuestra tierra. Y por tierra
entendemos el lugar donde a través de la ocupación y el trabajo nos hacemos uno con el
entorno. Transformándolo físicamente pero también nombrándolo, dándole valor,
otorgándole significado. Espacios nunca acabados sino siempre en construcción mediante
acciones o políticas públicas. (2016, 20).
Lo anteriormente señalado nos parece importante mencionarlo ya que la diferencia de una persona y su
identidad se construye en torno a su forma de ser, de sus relaciones con los otros en la cotidianidad y
en la constitución de los mundos de vida. La identidad es reconocida en la interacción y comunicación,
Toledo (2012), explica que toda identidad es situada, en permanente construcción materializando
formas de ser en el mundo, individuales y colectivas. En el caso del campesino tiene una relación
específica con la tierra, con un valor más allá de lo monetario (Shanin, 1974), es subjetivo, emocional,
sostiene una relación de cercanía y de reciprocidad con la comunidad rural de la que forma parte; pero
también se ajusta a las normas jurídicas y legales vigentes (Lefebvre, 1978), paga impuestos sobre su
producción, resiste y acepta las políticas productivas que se le imponen y para completar sus estrategias
de reproducción social recurre a la pluriactividad (Jarquín, Castellanos y Sangerman, 2017).
En esta forma de concebir el mundo de vida campesino también se imbrican lo antiguo con lo moderno,
la tradición ancestral con los adelantos científicos, aderezado con una dosis de cosmovisiones,
cosmovivencias y consanguineidad.
Con esas formas en que se ha interpretado al campesino y su forma de ser. Derivamos que como
concepto no posee “fronteras nítidamente definidas” (Zadeh, 1996, 424). En esa perspectiva,
proponemos en este trabajo una concepción diferente sobre la forma de ser campesino.