DELINCUENCIA JUVENIL EN QUINTANA ROO: UN
ANÁLISIS CUALITATIVO DESDE LA TEORÍA DE LA
DESORGANIZACIÓN SOCIAL
JUVENILE DELINQUENCY IN QUINTANA ROO: A
QUALITATIVE ANALYSIS BASED ON THE THEORY OF
SOCIAL DISORGANIZATION
Br. Mane Isela Carrillo Tenorio
Universidad Vizcaya de las Américas campus Chetumal

pág. 2635
DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v9i3.17890
“Delincuencia juvenil en Quintana Roo: un análisis cualitativo desde la
teoría de la desorganización social”
Br. Mane Isela Carrillo Tenorio1
manecarrillo93@gmail.com
https://orcid.org/0009-0001-1862-7309
Universidad Vizcaya de las Américas campus Chetumal
RESUMEN
La presente investigación analiza la delincuencia juvenil en el estado de Quintana Roo, México, desde
una perspectiva criminológica cualitativa, centrada en jóvenes de entre 12 y 19 años. A partir del marco
teórico de la desorganización social, se identifican los factores estructurales, familiares, sociales y
culturales que influyen en la conducta delictiva adolescente en contextos urbanos con alta marginación,
movilidad y fragmentación comunitaria. Se examinan las condiciones socioeconómicas y las
trayectorias de vida de jóvenes en conflicto con la ley, y se evalúa la efectividad de programas de
prevención implementados a nivel estatal y nacional. Mediante análisis documental y técnicas
cualitativas como entrevistas y observación no participante, se evidencia que la ausencia de control
social informal, la violencia intrafamiliar, la exclusión escolar y la influencia de pares delincuentes
actúan como catalizadores del delito juvenil. Se concluye que la delincuencia juvenil es una
manifestación de la desorganización social estructural, y que su prevención efectiva requiere estrategias
integrales que consideren la reconstrucción del tejido comunitario, la inclusión educativa y laboral, y la
participación activa de los jóvenes en su entorno. Este estudio aporta una mirada crítica y
contextualizada a un fenómeno creciente en entornos turísticos mexicanos.
Palabras clave: delincuencia juvenil, desorganización social, prevención del delito, criminología
cualitativa
1 Autor principal
Correspondencia: manecarrillo93@gmail.com

pág. 2636
“Juvenile delinquency in Quintana Roo: a qualitative analysis based on the
theory of social disorganization”
ABSTRACT
This research analyzes juvenile delinquency in the state of Quintana Roo, Mexico, from a qualitative
criminological perspective, focusing on youth between the ages of 12 and 19. Based on the theoretical
framework of social disorganization, the study identifies structural, familial, social, and cultural factors
that influence adolescent criminal behavior in urban contexts marked by high marginalization, mobility,
and community fragmentation. Socioeconomic conditions and life trajectories of youth in conflict with
the law are examined, along with the effectiveness of prevention programs implemented at the state and
national levels. Through documentary analysis and qualitative techniques such as interviews and non-
participant observation, findings reveal that the absence of informal social control, domestic violence,
school exclusion, and peer delinquency act as catalysts for juvenile crime. The study concludes that
juvenile delinquency is a manifestation of structural social disorganization, and that effective prevention
requires comprehensive strategies that include community rebuilding, educational and labor inclusion,
and active youth engagement. This research provides a critical and contextualized view of a growing
phenomenon in Mexican tourist regions.
Keywords: juvenile delinquency, social disorganization, crime prevention, qualitative criminology
Artículo recibido 09 mayo 2025
Aceptado para publicación: 11 junio 2025

pág. 2637
INTRODUCCIÓN
La delincuencia juvenil se refiere a los actos delictivos cometidos por jóvenes, típicamente aquellos
comprendidos entre la adolescencia y la juventud temprana. Es un fenómeno complejo y multifactorial
que ha ido en aumento tanto en México como a nivel global. En el estado de Quintana Roo, México –
conocido por sus polos turísticos como Cancún y Chetumal– la problemática de la delincuencia juvenil
es particularmente preocupante. Datos recientes indican un incremento notable en la participación de
menores en hechos delictivos: tan solo entre 2022 y 2023, los expedientes penales contra adolescentes
aumentaron en un 34%, pasando de 88 a 134 casos en un año. (Arroyo, M. & Amador, K. 2013).
Esta tendencia al alza subraya la necesidad de investigar a fondo las causas que llevan a los jóvenes
(entre 12 y 19 años de edad, para efectos de esta investigación) a involucrarse en conductas delictivas,
así como de evaluar la efectividad de los programas de prevención orientados a este sector poblacional.
En esta introducción se presenta el problema de la delincuencia juvenil en Quintana Roo y la
pertinencia de abordarlo mediante una investigación cualitativa de corte criminológico. Tal enfoque
permitirá comprender en profundidad los factores sociales, económicos, familiares y culturales que
inciden en la conducta delictiva de los jóvenes, más allá de las cifras frías de incidencia delictiva.
Asimismo, se contextualizará el fenómeno dentro del panorama nacional e internacional de la
delincuencia juvenil, para reconocer similitudes y diferencias, y se plantearán los objetivos centrales:
entender las causas subyacentes de la delincuencia juvenil en Quintana Roo y analizar los programas de
prevención existentes desde la perspectiva de la criminología. A continuación, se detalla el enfoque
metodológico propuesto, seguido del contexto general, un análisis de causas, la revisión de programas
de prevención implementados y, finalmente, las conclusiones y recomendaciones derivadas del estudio.
El problema de investigación que guía este trabajo radica en la falta de comprensión profunda de los
factores estructurales, culturales, familiares y económicos que inciden en la participación de los
jóvenes—de entre 12 y 19 años—en conductas delictivas, así como la insuficiente evaluación de la
eficacia de los programas preventivos existentes. La relevancia de abordar este tema se sostiene en la
necesidad urgente de desarrollar políticas públicas basadas en evidencia y una intervención
criminológica contextualizada que permita mitigar esta tendencia al alza.

pág. 2638
El marco teórico se sustenta principalmente en la teoría de la desorganización social (Shaw y
McKay), la cual explica la conducta juvenil delictiva a partir de factores estructurales, ausencia de
oportunidades legítimas y socialización en entornos marginales. Se abordan categorías analíticas como
exclusión social, desintegración familiar, marginación, y eficacia institucional.
Estudios previos, como los realizados por INEGI, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de
Seguridad Pública y académicos como Valdez-Gardea (2020) y Rodríguez-Tapia (2019), han explorado
la relación entre pobreza, violencia y delincuencia juvenil, pero pocos han focalizado en contextos
turísticos como Quintana Roo. Este estudio aporta una mirada cualitativa e interpretativa que considera
los efectos del turismo masivo, la migración interna y la desigualdad regional. El contexto histórico y
social del estado—marcado por el crecimiento urbano acelerado, la diversidad cultural y las brechas
socioeconómicas—hace imprescindible una investigación localizada. La hipótesis central plantea que la
descomposición del tejido social y la falta de integración juvenil en políticas preventivas efectivas están
vinculadas al incremento delictivo.
El objetivo general de la investigación es comprender los factores estructurales, sociales, familiares
y culturales que inciden en la delincuencia juvenil en el estado de Quintana Roo, México, así como
analizar críticamente la efectividad de los programas de prevención del delito desde una perspectiva
criminológica y con base en un enfoque cualitativo y documental. Como objetivos específicos están el
identificar las condiciones socioeconómicas, comunitarias y familiares que influyen en la participación
de adolescentes entre 12 y 19 años en conductas delictivas en los principales centros urbanos de
Quintana Roo; analizar las narrativas de jóvenes en conflicto con la ley y en situación de riesgo, para
comprender sus trayectorias de vida, percepciones y motivaciones hacia la conducta delictiva, evaluar
los programas gubernamentales y comunitarios implementados en Quintana Roo en materia de
prevención de la delincuencia juvenil, considerando su cobertura, enfoques y resultados percibidos e
interpretar el fenómeno de la delincuencia juvenil a la luz de la teoría de la desorganización social y
otras corrientes criminológicas, contextualizándolo en el panorama nacional e internacional.
La pregunta de investigación es: ¿Qué factores estructurales, sociales, familiares y culturales explican
la participación de adolescentes en conductas delictivas en Quintana Roo, y en qué medida los

pág. 2639
programas actuales de prevención del delito responden eficazmente a esas causas desde una perspectiva
criminológica?
METODOLOGÍA
El presente estudio adopta un enfoque metodológico cualitativo, de tipo documental e interpretativo,
sustentado en las bases de la criminología social y del desarrollo. La elección de este diseño responde a
la necesidad de comprender, desde una mirada profunda y contextualizada, los factores estructurales,
sociales, familiares y culturales que inciden en la delincuencia juvenil en el estado de Quintana Roo,
México. Más allá de cuantificar la incidencia delictiva o describir correlaciones estadísticas, se busca
explorar las experiencias, narrativas y condiciones de vida de los adolescentes en situación de riesgo,
así como las lógicas institucionales que moldean los programas de prevención.
El carácter documental de la investigación permite analizar fuentes secundarias de valor jurídico,
estadístico y político—como la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes,
informes del INEGI y del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública—con el
fin de reconstruir el panorama normativo e institucional que enmarca la atención a la delincuencia
juvenil en el país y en la entidad. Esta revisión documental es complementada con el análisis de
expedientes y reportes oficiales, garantizando en todo momento la confidencialidad de los casos y la
integridad de los datos.
Simultáneamente, se recurre a técnicas cualitativas como la observación no participante, entrevistas
grupales y análisis etnográfico breve en comunidades urbanas marcadas por altos índices de
criminalidad juvenil. Estas técnicas permiten captar el entramado de significados, vínculos sociales y
dinámicas barriales que inciden en la reproducción o contención de las conductas delictivas entre
adolescentes. A partir de estas aproximaciones, se emplea un proceso de codificación temática y
categorización inductiva, propio de la teoría fundamentada, para identificar patrones comunes y
divergentes en los testimonios analizados.
Este diseño metodológico, guiado por la teoría de la desorganización social y complementado con
otras perspectivas criminológicas como la teoría del control social y la asociación diferencial, busca no
solo describir el fenómeno de la delincuencia juvenil en Quintana Roo, sino también interpretarlo desde

pág. 2640
sus raíces estructurales y comunitarias, reconociendo a los jóvenes no como meros infractores, sino
como sujetos inmersos en contextos de exclusión, violencia estructural y falta de oportunidades.
RESULTADOS
La teoría de la desorganización social surgió en la Escuela de Chicago a partir de los trabajos de
Clifford R. Shaw y Henry D. McKay sobre delincuencia en barrios urbanos. En su estudio clásico
Juvenile Delinquency and Urban Areas (1942), Shaw y McKay observaron que las tasas de delincuencia
juvenil en la ciudad de Chicago no se distribuían aleatoriamente, sino que se concentraban
persistentemente en ciertos vecindarios desfavorecidos cerca del centro urbano. Un hallazgo notable fue
que, incluso cuando la composición étnica o racial de estos barrios cambiaba con el tiempo debido a la
migración, los niveles de delincuencia permanecían elevados. Esto sugería que las causas del delito
residían más en las características sociales y estructurales del vecindario que en las personas que lo
habitaban. En otras palabras, la delincuencia parecía ser un fenómeno “endémico” de ciertos entornos
urbanos desorganizados, independiente de quiénes fueran específicamente sus residentes en un
momento dado. (Escobar, G. 2020).
Shaw y McKay retomaron ideas ecológicas urbanas de autores como Robert Park y Ernest
Burgess. Burgess (1925) había propuesto el modelo de zonas concéntricas de la ciudad, identificando
una “zona de transición” cercana al distrito central de negocios caracterizada por pobreza, deterioro
físico y alta movilidad de habitantes. Shaw y McKay confirmaron que era precisamente en estas áreas
de transición —barrios con viviendas baratas, infraestructura precaria y flujo constante de recién
llegados— donde se registraban las tasas más altas de delincuencia juvenil. Ellos identificaron tres
factores comunitarios clave correlacionados con la delincuencia: bajo estatus socioeconómico (pobreza),
alta movilidad residencial (inestabilidad poblacional) y heterogeneidad étnica (mezcla de grupos
culturales) en el vecindario. (Escobar, G. 2020)
En estudios posteriores se añadió también la disrupción familiar (elevada proporción de familias
monoparentales o fragmentadas) como un factor asociado. La combinación de pobreza, residencias
transitorias y diversidad cultural dificulta la formación de lazos comunitarios sólidos y de un consenso
normativo, produciendo un entorno de “desorganización social” en el cual las instituciones informales
de control (familia, escuela, iglesia, vecinos) pierden efectividad. En palabras de Shaw y McKay, la

pág. 2641
ausencia de organización comunitaria para enfrentar los problemas del barrio es el factor subyacente
que explica la delincuencia. Por tanto, propusieron que la causalidad de la conducta delictiva debe
buscarse en las condiciones sociales del vecindario más que en disposiciones individuales de los jóvenes
infractores. (Ordoñez et al., 2020).
Un aspecto central de la teoría es que en comunidades desorganizadas surgen subculturas delictivas
que transmiten normas y valores desviados a las nuevas generaciones. Shaw y McKay documentaron
cómo los jóvenes de estos vecindarios a menudo eran socializados por pares mayores ya involucrados
en actividades ilícitas, normalizando el delito como parte de la vida cotidiana del barrio. Así, la
delincuencia juvenil se perpetúa de forma intergeneracional en áreas donde falta cohesión social y
control informal. Este enfoque sentó las bases para entendimientos posteriores, como la teoría de la
asociación diferencial de Sutherland, según la cual la conducta criminal es aprendida en interacción con
otros (lo que es más probable en entornos donde abundan modelos delictivos), y la teoría de subculturas
delincuenciales de Cohen, que explica cómo grupos de jóvenes marginados desarrollan valores
alternativos ante la frustración de no alcanzar metas sociales legítimas. En síntesis, la teoría de la
desorganización social afirma que las condiciones estructurales adversas de ciertos barrios urbanos
debilitan los mecanismos comunitarios de control social, creando un caldo de cultivo para la
delincuencia juvenil. (Ordoñez et al., 2020).
La desorganización social comunitaria suele emerger en contextos urbanos de alta marginalidad,
caracterizados por pobreza persistente, alto transitoriedad de la población y heterogeneidad cultural o
étnica. Shaw y McKay señalaron que estos factores estructurales tienden a concurrir: barrios de bajo
estatus económico atraen a poblaciones de escasos recursos (incluyendo inmigrantes recientes) que ven
esas áreas como puntos de entrada a la ciudad. Es común que tales vecindarios presenten vivienda
deteriorada o hacinamiento, servicios públicos deficientes y escasas oportunidades laborales,
alimentando una sensación generalizada de frustración y privación relativa. Diversos estudios han
encontrado que la concentración de desventajas socioeconómicas –por ejemplo, altos índices de
pobreza, desigualdad y desempleo– está fuertemente asociada con mayores tasas de criminalidad en la
comunidad. (Cercas, E. 2020).

pág. 2642
En contextos de pobreza extrema, los residentes (especialmente jóvenes) pueden verse motivados
a recurrir a actividades ilícitas para suplir la falta de recursos básicos o mejorar sus condiciones, lo cual
eleva la incidencia de delitos contra la propiedad y economías informales delictivas (como robos,
narcotráfico menor, etc.). No obstante, cabe mencionar que en algunos casos de pobreza extrema las
comunidades llegan a organizarse de forma colectiva para sobrevivir, desafiando parcialmente la idea
de que la pobreza inevitablemente conlleva desorganización social. Estos casos excepcionales (p. ej.,
asentamientos con fuerte organización vecinal a pesar de la carencia material) confirman que la cohesión
comunitaria puede atenuar los efectos criminógenos de la pobreza cuando logra desarrollarse. (Cercas,
E. 2020).
La movilidad residencial elevada es otro factor clásico de desorganización social. En vecindarios
donde los habitantes se mudan con frecuencia (por desalojos, migración laboral, inestabilidad en
alquileres, etc.), resulta difícil construir redes duraderas de confianza y solidaridad entre vecinos. La alta
rotación de residentes implica que las personas tienen menos incentivos para invertir en relaciones
locales o en la mejora del entorno, ya que no planean quedarse a largo plazo. Esto deriva en comunidades
atomizadas, con débiles canales de comunicación y menor vigilancia informal. A mayor inestabilidad
residencial, menor es la capacidad de la comunidad para supervisar a sus jóvenes y transmitir normas
comunes, lo que redunda en una disminución del control social informal.
Empíricamente, la movilidad residencial se suele medir con indicadores como el porcentaje de
población que vivía en otra localidad cinco años antes; estudios han corroborado que valores altos en
este indicador correlacionan con mayor incidencia delictiva local. En contraste, comunidades estables
en las que las mismas familias han residido por largo tiempo suelen desarrollar mayor cohesión social y
“eficacia colectiva” (capacidad de actuar conjuntamente para el bien común), funcionando como un
factor protector contra la delincuencia. (Cercas, E. 2020).
La heterogeneidad étnica o cultural fue identificada por Shaw y McKay como un factor que
complica la organización comunitaria. Barrios donde confluyen diversos grupos (por ejemplo,
inmigrantes de distintos orígenes, minorías étnicas mezcladas con población local) enfrentan retos para
construir valores y expectativas compartidas. Diferencias de idioma, costumbres o prejuicios inter-
grupales pueden erosionar la confianza entre vecinos y dificultar la cooperación para el control social.

pág. 2643
En una comunidad culturalmente fragmentada es menos probable que exista consenso sobre qué
conductas son aceptables y que haya acciones colectivas (como denuncias vecinales o vigilancia
comunitaria) para prevenir el delito. (Aquino, A. 2021).
La evidencia histórica en Chicago mostraba que barrios con alta proporción de inmigrantes recién
llegados presentaban mayor delincuencia, no por las características de los inmigrantes per se, sino
porque la mezcla de grupos con “códigos culturales divergentes” impedía respuestas comunitarias
unificadas frente a la conducta desviada. En términos contemporáneos, la heterogeneidad suele estar
ligada a la movilidad: flujos migratorios constantes (internos o internacionales) renuevan la diversidad
en zonas urbanas. Es importante señalar que la diversidad, en sí misma, no es “mala”, pero en contextos
de privación puede agravar la falta de cohesión si no existen puentes institucionales entre grupos.
(Aquino, A. 2021).
La desorganización familiar se considera otro elemento relevante. Altos índices de ruptura familiar
(hogares monoparentales, padres ausentes, disfunción doméstica) pueden reflejar y exacerbar la
desorganización social del barrio. En comunidades pobres, a menudo muchos padres deben ausentarse
por largas jornadas de trabajo (o migrar por empleo), dejando a los hijos con supervisión limitada. La
ausencia de una estructura familiar sólida y de modelos positivos incrementa la probabilidad de que los
jóvenes busquen sentido de pertenencia en la calle o adopten comportamientos problemáticos.
Estudios posteriores a Shaw y McKay han incorporado este factor, encontrando que barrios con
mayor porcentaje de hogares encabezados por mujeres (indicador común de familias monoparentales)
tienden a experimentar más altos niveles de delincuencia, todo lo demás constante. La falta de redes de
apoyo familiares se traduce en menores controles primarios sobre la conducta de los adolescentes,
quienes quedan más expuestos a influencias delincuenciales externas. (Rodríguez, A. 2020).
En México, las dinámicas urbanas de marginalidad reproducen en gran medida los patrones
descritos por la teoría de la desorganización social, aunque con particularidades propias. A lo largo del
siglo XX y XXI, el país ha experimentado una intensa urbanización marcada por la migración interna:
millones de personas se trasladaron del campo a las ciudades en busca de oportunidades. Este proceso
dio origen a extensas colonias populares y asentamientos irregulares en los márgenes de las grandes
urbes (p. ej., en la periferia de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, Tijuana, etc.), muchas

pág. 2644
veces carentes de planificación urbana y con servicios básicos insuficientes. A diferencia del modelo
clásico de Chicago —donde los barrios más pobres se ubicaban en el cinturón interno de transición cerca
del centro— en las ciudades latinoamericanas como las mexicanas es común que la pobreza extrema se
asiente en la periferia urbana. Los inmigrantes rurales latinoamericanos típicamente se establecieron en
las afueras, formando cinturones de miseria alrededor del núcleo urbano, más que en vecindarios
céntricos. (Rodríguez, A. 2020).
Esto implica que el patrón espacial de la desorganización social es diferente: en México podemos
encontrar bolsas de desorganización social tanto en barrios céntricos deteriorados como en colonias
periféricas marginadas. No obstante, los elementos subyacentes son los mismos: urbanización acelerada,
alta densidad poblacional, concentración de desventajas socioeconómicas y características demográficas
que se combinan para minar la cohesión comunitaria.
Las zonas urbanas con altos índices de marginación en México (según indicadores oficiales de
CONAPO e INEGI) suelen presentar un cuadro típico: ingresos familiares muy bajos, informalidad
laboral, viviendas precarias (p. ej. construcciones de materiales frágiles o asentamientos en zonas de
riesgo), saturación de habitantes, migración constante de personas de distintas regiones, y bajos niveles
educativos. Por ejemplo, el Índice de Marginación Urbana desarrollado por CONAPO incorpora
variables como hacinamiento, acceso a educación y servicios, y porcentaje de hogares con ingresos bajo
la línea de pobreza; las colonias que puntúan alto en este índice tienden a corresponderse con focos de
delincuencia y violencia juvenil. Diversos diagnósticos locales han señalado que en ciudades mexicanas
existe una superposición geográfica entre la pobreza extrema y la incidencia delictiva: los mapas de
delitos muestran puntos calientes en delegaciones o municipios con mayor rezago social. (CONAPO,
2020).
Asimismo, la movilidad residencial dentro de las metrópolis mexicanas contribuye a la
desorganización. Muchas colonias populares funcionan como espacios transitorios para migrantes recién
llegados que, si mejoran sus condiciones, tienden a mudarse a zonas menos precarias. Este fenómeno
perpetúa la inestabilidad: siempre hay flujo de entrada y salida de pobladores, dificultando el arraigo.
Un ejemplo es la Zona Metropolitana del Valle de México, donde cada año miles de familias migran
desde otros estados o retornan de Estados Unidos, instalándose provisionalmente en vecindarios de baja

pág. 2645
renta. La heterogeneidad cultural en México se manifiesta en la mezcla de poblaciones rurales con
urbanas, indígenas y mestizas, y en años recientes también migrantes centroamericanos en ciertas
ciudades fronterizas.
En colonias de la Ciudad de México no es inusual encontrar comunidades provenientes de diversas
regiones del país (con costumbres distintas) conviviendo cercanamente. Esto puede generar choque de
valores y cierta segmentación social dentro del mismo barrio, dificultando la organización vecinal. Por
ejemplo, en algunas zonas del Estado de México colindantes con la capital, coexisten habitantes
originarios del lugar con oleadas de migrantes de Guerrero, Oaxaca u otros estados, a veces con
tensiones o escasa interacción comunitaria. En estos entornos faltan mecanismos locales efectivos de
integración, lo que agrava la fragmentación social. (CONAPO, 2020).
No debe omitirse el papel de las instituciones formales e informales en México. En barrios urbanos
de alta marginalidad, suele haber déficit de presencia institucional positiva (pocas escuelas de calidad,
escasas opciones de actividades recreativas o centros comunitarios) y, a la vez, mayor exposición a
instituciones informales negativas (p. ej., pandillas, grupos delictivos organizados reclutando jóvenes).
La desconfianza en la autoridad es otro rasgo: encuestas de victimización en México reflejan que en
colonias inseguras la población tiene poca confianza en la policía y el gobierno local (ENSU, 2022).
Esta desconfianza inhibe la denuncia de delitos y la colaboración con la policía, retroalimentando la
impunidad en estos lugares. (Fernández, C. 2021).
Además, incivilidades visibles –como el consumo de alcohol o drogas en vía pública, vandalismo,
pandillerismo barrial, riñas callejeras– son frecuentes en vecindarios desorganizados y sirven como tanto
síntomas como catalizadores de la delincuencia. El estudio encontró que en México la presencia de
pandillas juveniles y el consumo de alcohol en la calle son factores ligados a una mayor percepción de
inseguridad y miedo al delito por parte de los vecinos, lo que sugiere un ambiente social degradado.
Esos comportamientos incívicos suelen normalizarse en comunidades donde falta control social, y a la
vez socavan aún más el orden al espantar la inversión y desmotivar la apropiación positiva del espacio
público. (Fernández, C. 2021).
Muchas zonas urbanas mexicanas con altos niveles de marginalidad presentan las condiciones
estructurales de desorganización social descritas por Shaw y McKay: pobreza, movilidad, diversidad y

pág. 2646
familias fragmentadas. Estas condiciones, al debilitar las redes de apoyo y los valores compartidos, crean
entornos propicios para el surgimiento de la delincuencia, particularmente entre los jóvenes que son el
sector más vulnerable a influencias del medio. (Fernández, C. 2021).
La teoría de la desorganización social ofrece un marco explicativo claro para entender el origen de
la delincuencia juvenil en contextos urbanos marginados. En estos entornos, el quiebre de los
mecanismos de control social informal deja a muchos adolescentes sin una guía o supervisión adecuadas.
En un barrio socialmente organizado, instituciones informales como la familia, los vecinos, la escuela
local y organizaciones civiles actúan para vigilar, educar y encauzar la conducta de los jóvenes (lo que
el sociólogo Albert J. Reiss llamaba “control comunitario”).
Por el contrario, en un barrio desorganizado de México, un joven puede crecer rodeado de múltiples
riesgos: padres ausentes o sobrecargados que no monitorean sus actividades, vecinos que prefieren “no
meterse” al ver conductas problemáticas, escuelas deficientes incapaces de retener al estudiante, y
amistades que ya están involucradas en actos ilícitos. La ausencia de presión social positiva facilita que
el menor de edad incurra en conductas desviadas sin enfrentar sanciones ni orientación correctiva
temprana.
Además, la falta de oportunidades legítimas de desarrollo (educativas, laborales, culturales) en
áreas pobres contribuye a que la delincuencia juvenil sea vista por algunos jóvenes como una vía
alternativa de realización. Shaw y McKay ya describían cómo en las áreas de renta baja abundaban la
miseria y frustración, con grandes brechas entre las aspiraciones de movilidad social de la población y
la realidad de pocas facilidades para el progreso. Esa combinación de altas expectativas influenciadas
por la cultura del éxito vs. estructuras sociales que bloquean su logro genera un ambiente propicio para
la formación de subculturas delincuenciales. Los adolescentes, al no encontrar aceptación o camino en
instituciones convencionales, buscan pertenencia en grupos de pares en situación similar (pandillas o
bandas locales). Estas pandillas juveniles suelen ofrecer un sentido de identidad, protección y estatus
que el entorno formal les niega. Sin embargo, también refuerzan valores antisociales: por ejemplo, en
vez de desaprobar la violencia, la pueden glorificar; en lugar de trabajar por logros a largo plazo,
fomentan obtener dinero fácil mediante delitos; ante la falta de respeto social externo, construyen una
reputación alternativa basada en la “valentía” o la “lealtad” al barrio. (Fernández, C. 2021).

pág. 2647
En México, el fenómeno de las pandillas juveniles en colonias marginales ilustra claramente este
vínculo. Estudios cualitativos en barrios de la Ciudad de México, Ciudad Juárez o Guadalajara han
documentado cómo adolescentes de zonas desorganizadas se involucran en pandillas barriales que
comienzan con pequeños delitos (pintas, robos menores, riñas) y pueden escalar a formas más graves de
delincuencia (extorsiones locales, narcomenudeo e incluso vínculos con el crimen organizado).
(Castillo, H. 2004).
Estas pandillas suelen surgir donde hay vacíos de autoridad: por ejemplo, en colonias donde la
policía casi no patrulla o está coludida, y donde la comunidad carece de capacidad para establecer límites
de conducta. Los líderes pandilleros mayores muchas veces suplen la figura de “modelo a seguir” para
chicos más jóvenes, perpetuando así la transmisión cultural de la delincuencia que postulaban Shaw y
McKay. En este sentido, la delincuencia juvenil es tanto un producto como un agente de la
desorganización social: producto, porque emerge de esas condiciones caóticas; y agente, porque sus
consecuencias (violencia, miedo, estigma del barrio) tienden a profundizar la desorganización existente.
(Castillo, H. 2004).
Cabe resaltar que la delincuencia juvenil asociada a desorganización social suele manifestarse en
delitos grupales o callejeros, más que en delitos individuales planificados. Entre los patrones comunes
se incluyen: robos oportunistas en la vía pública (arrebatos, asaltos), vandalismo a propiedad pública o
privada, consumo y venta de drogas en pequeñas cantidades, agresiones entre grupos rivales de jóvenes,
y reclutamiento por organizaciones criminales mayores aprovechando la vulnerabilidad económica.
Muchos de estos actos delictivos juveniles ocurren en el mismo barrio o cercanías, alimentando la
sensación de inseguridad de la comunidad. De hecho, la literatura criminológica señala que la
prevalencia de delitos e incivilidades juveniles en un vecindario es uno de los indicadores más visibles
de su nivel de desorganización social.
Por otro lado, los propios jóvenes en entornos desorganizados sufren consecuencias que cierran un
círculo vicioso: al involucrarse en delitos a temprana edad, suelen abandonar la escuela, cargar con
antecedentes penales o adicciones, y ver aún más reducidas sus posibilidades de inserción social
positiva. Esto perpetúa su marginación y, a nivel macro, mantiene altas las tasas de delincuencia en la
zona. En resumen, la desorganización social crea las condiciones para que surja la delincuencia juvenil,

pág. 2648
y la actividad delictiva juvenil refuerza y profundiza la desorganización social local. Cualquier estrategia
para romper este ciclo debe entonces abordar las causas estructurales comunitarias (pobreza, cohesión,
servicios, oportunidades) y no solo sancionar a los jóvenes en conflicto con la ley. (Castillo, H. 2004).
En las últimas décadas, varios estudios en México han aplicado y validado la teoría de la
desorganización social para explicar la distribución espacial de la delincuencia, aportando datos
concretos que vinculan las condiciones estructurales de las comunidades con la incidencia delictiva,
incluyendo la cometida por jóvenes. A continuación, se destacan algunos hallazgos relevantes; la
desventaja socioeconómica y delito violento: Vilalta y Muggah (2016) realizaron un estudio pionero
sobre la violencia criminal en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, probando empíricamente
tanto la teoría de la desorganización social como la teoría de la anomia institucional. Mediante análisis
estadísticos espaciales, encontraron que los barrios con mayor desintegración familiar –medida a través
del porcentaje de hogares encabezados por mujeres– presentaban las tasas más elevadas de delitos
violentos (incluyendo homicidios y robos con violencia). (Vilalta, C. 2020).
De todos los factores analizados, la estructura familiar resultó ser el predictor más potente de la
variación en la delincuencia entre áreas, por encima de otros indicadores. Esto concuerda con la noción
de que la ruptura de los núcleos familiares y la falta de supervisión parental dejan a los jóvenes en
situación de riesgo, facilitando su involucramiento en actividades criminales. Los autores también
reportan que la concentración de desventajas económicas (zonas con pobreza y desempleo elevados) y
la baja accesibilidad a servicios se asociaron positivamente con la criminalidad, mientras que
comunidades con mejor dotación de infraestructura mostraron menores niveles de violencia. Estos
resultados reafirman que la marginalidad socioeconómica correlaciona con la inseguridad, tal como
postula la teoría original.
La pobreza, familia y homicidios; centrado en la distribución de la violencia homicida en la Ciudad
de México halló patrones alineados con la desorganización social. Utilizando un modelo estadístico
multivariante, Tourliere (2021) concluye que los niveles más altos de pobreza y la disrupción familiar
se asocian significativamente con mayores tasas de homicidio intencional en las distintas alcaldías de la
capital. Asimismo, integró en el análisis una medida de desorden social: la densidad de bares y cantinas
en la zona. Interesantemente, la alta proliferación de bares (espacios de socialización informal con

pág. 2649
consumo de alcohol) resultó también correlacionada con un aumento en la incidencia de homicidios.
Este hallazgo sugiere que las incivilidades o actividades rutinarias de riesgo (como la vida nocturna
descontrolada) pueden agravar la falta de control social en ciertas áreas, desembocando en violencia
letal. En conjunto, este estudio proporciona evidencia de que los entornos socio-familiares
disfuncionales y la privación económica crean condiciones propensas a la violencia extrema entre la
juventud (ya sea como perpetradores o víctimas). (Tourliere, M. 2021).
En el contexto sociodemográfico y delitos de propiedad; Sánchez y Fuentes (2016) exploraron la
relación entre las características comunitarias y el delito de robo de vehículos en tres delegaciones
centrales de la Ciudad de México. Aunque se enfocaron en un delito específico, sus conclusiones son
ilustrativas de la influencia de factores de desorganización social. Tras un análisis espacial de las tasas
de robo, identificaron cuatro variables sociodemográficas que explicaban la concentración de este delito:
(1) alta densidad de población, (2) uso de suelo predominantemente no residencial, (3) elevado
porcentaje de hogares con jefatura femenina y (4) alta concentración de población joven.
Dos de estas –familias monoparentales y muchos jóvenes– son indicadores directos de posibles
problemas de control social informal, pues implican menor supervisión adulta relativa y una cohorte
juvenil numerosa susceptible a conductas de riesgo. La presencia de abundante población joven en un
área sin los debidos cauces educativos/laborales puede incrementar la delincuencia juvenil por simple
efecto demográfico (más potenciales infractores en edad pico de delinquir). Por otro lado, el hallazgo
sobre uso de suelo no residencial sugiere que barrios con áreas comerciales o industriales (que suelen
quedar desiertos por las noches) carecen de vigilancia natural de residentes, facilitando los robos. Este
estudio recomendó, con base en los resultados, diseñar políticas de prevención situacional y social
focalizadas en las zonas con dichas características, por ejemplo, reforzando redes vecinales de vigilancia
en colonias con muchas madres solteras y ofreciendo actividades para jóvenes que prevengan su
involucramiento en el delito.
La cohesión social y oportunidad delictiva; investigaciones más recientes han integrado la teoría de
la desorganización social con otras perspectivas, como la de actividades rutinarias. Por ejemplo, Vargas
(2022) realizó un análisis comparativo de condiciones en diferentes alcaldías de la Ciudad de México y

pág. 2650
concluyó que la distribución diferenciada de distintos tipos de robo (a transeúnte, a casa habitación, etc.)
refleja los niveles de control social y las oportunidades delictivas disponibles en cada comunidad.
En alcaldías donde la cohesión comunitaria es débil (desorganización) y a la vez abundan objetivos
atractivos sin protección (vehículos, negocios, transeúntes vulnerables), las tasas de robos resultan
significativamente mayores. Esto confirma que la falta de control social va de la mano con la presencia
de situaciones propicias para el delito, multiplicando la incidencia criminal. En términos prácticos,
refuerza la idea de que para reducir la delincuencia juvenil no basta con presencia policial, sino que es
crucial reconstruir el tejido social del barrio (organización vecinal, actividades para jóvenes, mejora del
entorno físico) a la par de reducir las oportunidades para delinquir alumbrado público, espacios
recreativos supervisados, etc.). (Vargas, A. 2022).
En conjunto, la evidencia empírica en México respalda la aplicabilidad de la teoría de la
desorganización social al fenómeno de la delincuencia juvenil. Las condiciones diagnosticadas por Shaw
y McKay hacen más de 80 años —pobreza, heterogeneidad, movilidad, desintegración de la
comunidad— siguen siendo factores vigentes para comprender por qué ciertas colonias urbanas
mexicanas sufren altos niveles de criminalidad entre sus jóvenes. Cada uno de los estudios mencionados,
desde distintas aristas, llega a una conclusión común: los contextos urbanos de marginación y
desorganización social generan un entorno criminógeno donde proliferan las conductas delictivas
juveniles.
Este marco teórico resulta invaluable para el diseño de intervenciones públicas; por ejemplo,
programas de prevención del delito juvenil en México actualmente incorporan componentes de
desarrollo comunitario, buscando fortalecer el capital social en barrios vulnerables (p. ej., mediante
comités ciudadanos de seguridad, rescate de espacios públicos y apoyo a familias). La meta de estas
políticas es revertir la desorganización social: reducir la pobreza y la exclusión, fomentar la estabilidad
residencial (p. ej., con vivienda digna accesible), respetar la diversidad cultural a la vez que se
construyen valores comunes, y fortalecer las redes familiares y vecinales. Solo atendiendo integralmente
estos factores de riesgo estructurales se podrá disminuir de manera sostenida la delincuencia juvenil en
las ciudades mexicanas.

pág. 2651
Para contextualizar el fenómeno en Quintana Roo, es importante situarlo en el marco más amplio
de México e incluso a escala global, en el panorama nacional (México): La delincuencia juvenil es un
tema relevante en todo el país. Según la legislación mexicana vigente, los adolescentes en conflicto con
la ley son aquellos entre 12 años y menos de 18 años que cometen una conducta tipificada como delito,
los cuales son sujetos a un sistema de justicia especial con enfoque de reintegración (tras la reforma
constitucional de 2005 y la entrada en vigor de la Ley Nacional de Justicia Penal para Adolescentes en
2016). Esto significa que, más que castigarlos como adultos, se busca su rehabilitación y reinserción
social, reconociendo su derecho a un trato acorde a su edad y al interés superior de la niñez.
En términos cuantitativos, los datos más recientes muestran que miles de adolescentes enfrentan
procesos penales cada año en México. En mayo de 2023, la autoridad de seguridad reportó que existían
5,007 adolescentes en conflicto con la ley a nivel nacional (1,276 mujeres y el resto varones). De ellos,
alrededor de 1,396 estaban sujetos a algún proceso en ese momento, y aproximadamente 500
permanecían privados de la libertad en centros de internamiento especializados. Estas cifras, aunque
relativamente pequeñas comparadas con la población total juvenil, representan un sector significativo
que requiere atención. Además, reflejan una tendencia preocupante: en los últimos años ha aumentado
la proporción de adolescentes sancionados con internamiento (reclusión en centros especializados)
respecto a aquellos que reciben sanciones en libertad. (Observatorio de prisiones, 2023).
Entre 2017 y 2022, el porcentaje de jóvenes infractores que cumplían medidas extramuros (en
libertad asistida, trabajo comunitario, etc.) bajó de 65% a 56.5%, mientras que los que cumplen
internamiento subieron de 17% a 30.2%. Esto sugiere que los delitos imputados a menores podrían ser
más graves ahora que antes, o que el sistema está optando más por la reclusión en ciertos casos. De
hecho, legalmente el internamiento juvenil en México se reserva para delitos graves (homicidios,
secuestro, violación, etc.), mientras que en la mayoría de los delitos menos violentos se aplican medidas
en libertad. (Observatorio de prisiones, 2023).
En cuanto al tipo de delitos que más comúnmente cometen los jóvenes en México, las estadísticas
indican una prevalencia de ilícitos contra la propiedad (como robos) y algunos delitos violentos. Por
ejemplo, en el municipio de Benito Juárez (Cancún) –el de mayor incidencia delictiva en Quintana Roo–
se registró que 92% de las carpetas de investigación (de todos los delitos, no solo juveniles)

pág. 2652
corresponden a robo, daño a la propiedad, violencia familiar y lesiones, mientras que solo 8% son delitos
de alto impacto como homicidios o secuestros. (INEGI. 2024).
Esta distribución sugiere que buena parte de la delincuencia juvenil probablemente se concentra en
delitos patrimoniales menores (robo a transeúntes, a negocios, etc.) y hechos de violencia intrafamiliar.
De hecho, diversas fuentes coinciden en que muchos jóvenes infractores incurren en robos o
microtráfico de drogas de bajo nivel, más que en crímenes organizados de alto perfil.
No obstante, el crimen organizado sí involucra a adolescentes en ciertas regiones: por ejemplo, en
colonias vulnerables de Cancún se ha documentado que grupos del narcotráfico reclutan a chicos como
“halcones” (vigilantes) para alertar sobre movimientos policiales, exponiéndolos a dinámicas delictivas
peligrosas. (INEGI. 2024).
Paralelamente a la problemática delictiva, México enfrenta condiciones sociales que sirven de telón
de fondo: altos niveles de pobreza y desigualdad, marginación urbana y fragilidad en algunas estructuras
familiares. Aunque la delincuencia juvenil no es atribuible únicamente a la pobreza o al nivel educativo
(hay consenso en que no existe una causa única), sí se reconoce que la exclusión social crea un caldo de
cultivo fértil para la violencia juvenil. Investigaciones recientes señalan que la desigualdad social,
económica y educativa tiene correlación directa con la delincuencia juvenil en México. Regiones con
grandes brechas de inequidad tienden a tener más jóvenes involucrados en delitos, al conjugarse la falta
de oportunidades con la sensación de injusticia o falta de futuro.
Panorama internacional: A nivel global, la delincuencia juvenil también es un desafío ampliamente
documentado, aunque su magnitud y características varían entre países. Según la Organización Mundial
de la Salud, cada año ocurren aproximadamente 193,000 homicidios de jóvenes de 15 a 29 años en el
mundo, lo que representa cerca del 40% de todos los homicidios registrados. Esta alarmante cifra de
violencia letal refleja solo la punta del iceberg, ya que por cada homicidio hay multitud de otros delitos
(robos, agresiones, vandalismo, etc.) cometidos por o contra jóvenes. En muchos países de América
Latina –El Salvador, Honduras, Brasil, por ejemplo– la violencia juvenil ha estado ligada a pandillas y
crimen organizado, con factores estructurales similares a los de México: pobreza endémica, familias
disgregadas, comunidades saturadas de violencia y culturas de pandilla que ofrecen identidad a los
adolescentes. (Organización Mundial de la Salud, 2024).

pág. 2653
En contraste, en países desarrollados de Europa Occidental, las tasas de delincuencia juvenil han
tendido a disminuir en las últimas décadas, atribuido en parte a fuertes estrategias de prevención social,
mejores redes de protección a la infancia y sistemas de justicia juvenil orientados a la reinserción. Aun
así, incluso en estos países, problemas como el bullying, la deserción escolar o el consumo de sustancias
siguen alimentando conductas delictivas en menor escala. Organización Mundial de la Salud, 2024
Un elemento común en el plano internacional es la comprensión de que la delincuencia juvenil es
un fenómeno multidimensional, donde confluyen factores individuales (psicológicos), familiares,
comunitarios y socioeconómicos. Desde 1990 existen lineamientos globales –como las Directrices de
Riad de las Naciones Unidas para la prevención de la delincuencia juvenil– que enfatizan abordar las
causas subyacentes mediante el desarrollo social y la protección de los derechos de los menores. Muchos
países han implementado programas basados en esas recomendaciones: por ejemplo, programas de
mentoría, deportes y arte para jóvenes en riesgo en Estados Unidos y Europa; iniciativas de justicia
restaurativa en Canadá y Australia; o campañas de educación y empleo juvenil en diversas naciones. En
resumen, el consenso internacional apunta a que la prevención temprana y la reinserción son claves para
reducir la delincuencia juvenil, más que la mera represión. Este contexto más amplio servirá de
comparación para evaluar la situación en Quintana Roo: entender qué tan singular o parecida es la
realidad local frente a otros entornos, y aprender de experiencias exitosas en otras latitudes.
Algunas causas, como se ha mencionado, las causas que llevan a un joven a delinquir son
multifactoriales, es decir, no existe un único desencadenante sino una combinación de factores de
diversa índole. La literatura criminológica sostiene que estos factores abarcan desde el nivel individual
hasta el socioestructural, y tienden a interactuar entre sí. En el caso de Quintana Roo (y en general,
México), estudios previos y testimonios de expertos señalan que la familia y el grupo de pares suelen
ser las influencias más determinantes en el acercamiento inicial de un adolescente al delito. A
continuación, se desglosan las principales categorías de factores causales identificadas:
Factores familiares: El entorno familiar es frecuentemente el primer agente socializador y puede
actuar tanto como factor de protección como de riesgo. En muchos jóvenes en conflicto con la ley se
observan historias de familias disfuncionales o ausentes. Esto incluye: violencia intrafamiliar, maltrato
físico o psicológico, abuso sexual, negligencia parental, ruptura familiar (padres ausentes, divorcios

pág. 2654
conflictivos) y falta de supervisión de las actividades de los hijos. Cuando el hogar se convierte en un
espacio de violencia o descuido, el menor tiende a buscar pertenencia y seguridad fuera de él, a veces
en la calle o en grupos poco convenientes. Datos de la encuesta nacional ENASJUP 2022 revelan la
magnitud de estas problemáticas: 83.5% de los adolescentes en el sistema de justicia penal reportaron
que alguno de los adultos con quienes crecieron (padre, madre u otro tutor) consumía alcohol
frecuentemente, y además 31.8% indicó que su padre, madre o tutor había estado en prisión alguna vez
. Estas cifras sugieren entornos familiares inestables, con problemas de adicciones y criminalidad que
impactan a los menores. (INEGI, 2023).
La presencia de un padre encarcelado, por ejemplo, no solo conlleva la ausencia de esa figura, sino
a menudo estigma social y dificultades económicas añadidas. Por otro lado, la falta de supervisión
parental efectiva (padres que por trabajar todo el día o por otras razones no atienden a sus hijos, o carecen
de control sobre ellos) permite que muchos jóvenes actúen sin límites claros ni guía. Una especialista
en prevención juvenil de Cancún señala que la desintegración familiar y la violencia en casa empujan a
los adolescentes a conductas delictivas con la promesa (generalmente engañosa) de obtener una “vida
mejor” fuera del hogar. Cuando el joven no encuentra apoyo ni comprensión en su familia, es más
vulnerable a las influencias externas negativas.
Además, un fenómeno frecuente ligado a lo familiar es el abandono del hogar. Algunos adolescentes
terminan huyendo o saliéndose de casa debido a conflictos. ENASJUP 2022 estima que 33.8% de los
jóvenes infractores abandonó su hogar al menos una vez en su vida: muchos se fueron a vivir con amigos
(33.8%) o con otros familiares (32.4%), e incluso un 4.4% terminó viviendo en la calle. Entre las razones
declaradas para irse de casa sobresalen la sensación de falta de libertad o de confianza por parte de sus
padres (37% mencionó que se fue “porque no lo dejaban hacer lo que quería”) y la violencia entre los
adultos del hogar (9.2% dijo que huyó debido a peleas o maltrato entre sus padres). Esto refleja que
muchos jóvenes huyen de entornos opresivos o violentos, quedando a merced de influencias callejeras
potencialmente delictivas. (INEGI, 2023).
Factores sociales y económicos: Aquí englobamos las condiciones del entorno comunitario, la
situación económica y las oportunidades (o carencias) a nivel social que rodean al joven. Un factor
recurrente es la pobreza y la exclusión socioeconómica. Si un adolescente crece en una colonia con

pág. 2655
marginación –por ejemplo, sin acceso adecuado a educación, con necesidad de trabajar desde temprana
edad o con escasas opciones de esparcimiento sano– es más proclive a ver en la delincuencia una vía
para obtener ingresos o estatus. La promesa de “dinero fácil” mediante actividades ilícitas puede ser
muy seductora cuando sus alternativas legales se ven limitadas.
En Quintana Roo, a pesar del auge turístico, existen contrastes sociales: muchas familias migrantes
llegan buscando empleo y pueden terminar en asentamientos precarios. La falta de oportunidades
laborales formales para jóvenes, combinada con altos costos de vida en zonas turísticas, genera
frustración. Diversos jóvenes han referido que delinquir (por ejemplo, robando a turistas, vendiendo
droga al menudeo) le parece una salida a la falta de dinero. Sin embargo, la desigualdad no actúa sola;
suele venir acompañada de la influencia de subculturas o redes delincuenciales locales.
Un elemento social crítico es la influencia del grupo de pares. La adolescencia es una etapa en que
la pertenencia al grupo de amigos es central en la construcción de identidad. Si el grupo cercano adopta
conductas delictivas, o valida la violencia, el joven puede incorporarlas para sentirse aceptado. La
relación entre pandillas juveniles y delincuencia es evidente: los pares pueden presionar o normalizar
actos ilegales (robar, consumir drogas, agredir). Estudios señalan que esta influencia opera en dos vías:
por un lado, el adolescente busca amigos con actitudes afines (un joven con tendencias delictivas tenderá
a juntarse con otros similares) y, por otro lado, tener amigos delincuentes refuerza dichas actitudes en
el joven. En barrios conflictivos de Cancún, por ejemplo, existen pandillas o cuadrillas informales donde
ingresar puede implicar cometer delitos como rito de iniciación. Muchos menores que se sienten
rechazados en otros ámbitos hallan en la pandilla un sentido de identidad.
También se incluye aquí la exposición a la violencia comunitaria. Si el adolescente crece en un
vecindario donde la delincuencia y la violencia son comunes (balaceras, presencia de narcomenudeo,
asesinatos, etc.), puede llegar a ver estos comportamientos como “normales” o inevitables. La violencia
en el entorno puede generar desensibilización: un joven que desde niño presencia delitos o convive con
la ley del más fuerte, asume que así es la vida. Un reporte local indica que en ciertas colonias de Quintana
Roo, la omnipresencia del crimen organizado y la violencia comunitaria normaliza el comportamiento
delictivo a ojos de los adolescentes, haciéndoles creer que involucrarse en esos actos es parte de la rutina
para sobrevivir o ganar respeto. De igual forma, problemas sociales como la escuela de mala calidad o

pág. 2656
entornos escolares poco acogedores forman parte de estos factores: se ha encontrado mayor propensión
a la delincuencia en escuelas donde impera una disciplina excesivamente rígida y punitiva, o donde se
etiqueta a los estudiantes como “casos perdidos”, promoviendo el fracaso escolar. La exclusión
educativa (repetir años, sufrir humillaciones escolares, etc.) a menudo empuja a los chicos fuera del
sistema educativo y los deja ociosos o resentidos, condiciones que los hacen más proclives al delito.
Factores individuales o psicológicos: Cada joven tiene una historia personal y características propias
que también influyen. Algunos adolescentes presentan problemas emocionales o conductuales que, si
no son atendidos, aumentan el riesgo de actividades delictivas. Por ejemplo, impulsividad alta,
agresividad, baja tolerancia a la frustración o presencia de trastornos de conducta (como el trastorno
oposicionista-desafiante) pueden predisponer a desafiar las normas.
De igual modo, jóvenes que han sido víctimas de abuso o trauma arrastran heridas psicológicas que
pueden derivar en conductas violentas hacia otros. Muchos infractores juveniles refieren sentimientos
de ira, tristeza o desesperanza previos a sus delitos, a veces ligados a la sensación de no tener otro
camino. La salud mental es un componente frecuentemente descuidado: en Quintana Roo, autoridades
señalan que la falta de acceso a atención psicológica para adolescentes con problemas emocionales
contribuye a que éstos actúen de forma violenta e impulsiva, al no saber manejar sus emociones
negativas.
La adicción a sustancias es otro factor individual clave: el consumo temprano de alcohol y drogas
puede tanto llevar a cometer delitos (para costear la adicción, o bajo los efectos desinhibidores de dichas
sustancias) como ser síntoma de otros problemas subyacentes. ENASJUP reportó que cerca de 49% de
los adolescentes infractores habían consumido bebidas alcohólicas y 42% tabaco en el último año, y una
proporción menor pero significativa consumía drogas ilícitas.
El consumo a temprana edad se vincula con mayor probabilidad de conductas antisociales.
Asimismo, la baja autoestima y la ausencia de proyectos de vida sanos dejan al joven sin motivación
para seguir caminos legales, volviéndolo presa fácil de la tentación delictiva.
Factores culturales y mediáticos: Por último, existe un componente más difuso pero importante: la
cultura en la que el joven está inmerso. Esto abarca los valores, normas y modelos que la sociedad le
transmite. En algunos contextos, la cultura local puede glorificar al “delincuente exitoso” (v.g. la figura

pág. 2657
del narcotraficante rico y poderoso en los narcocorridos o en series de TV), lo cual distorsiona la
percepción de los jóvenes sobre el crimen, presentándolo como algo atractivo o legítimo para “salir de
pobre”. La influencia de medios de comunicación y redes sociales también cuenta: hoy día muchos
adolescentes consumen en redes contenidos violentos, o retos peligrosos, que pueden incitar conductas
ilícitas.
La cultura de la legalidad débil –cuando en la comunidad se percibe que la ley no se aplica o que
todos “se la saltan”– mina el respeto de los jóvenes por las normas. En cambio, contextos culturales
donde hay fuerte cohesión social, oferta deportiva/cultural para jóvenes y ejemplos positivos a seguir
tienden a inhibir la delincuencia. En Quintana Roo, al ser un estado con intenso flujo migratorio, existe
cierta mezcla cultural; pero cabe mencionar que comunidades indígenas o rurales también enfrentan
dilemas con su juventud, especialmente cuando migran a zonas turísticas y se confrontan con estilos de
vida urbanos distintos, a veces adoptando conductas de riesgo para encajar.
Las causas de la delincuencia juvenil son múltiples y suelen actuar en conjunto. Un caso típico podría
ser: un muchacho de 15 años que crece en un hogar con violencia y alcoholismo (factor familiar), en un
barrio pobre con pandillas activas (factor social), abandona la escuela tras repetidos fracasos (factor
educativo), comienza a fumar marihuana (factor individual) y encuentra en una pandilla un sustituto de
familia y un modo de ganar dinero fácil robando turistas (todos los factores confluyendo). Entender estas
causales confirma que las respuestas deben ser integrales. No basta con castigar al joven; hay que
intervenir sobre la familia, la comunidad, la escuela y el propio joven para resolver las raíces del
problema. Precisamente por ello, a continuación, se revisan los programas de prevención existentes,
analizando en qué medida abordan estos factores de riesgo y qué tan efectivos resultan.
Resultado del análisis de programas de prevención de la delincuencia juvenil, frente a un fenómeno
de orígenes tan diversos, las estrategias de prevención del delito juvenil deben ser igualmente variadas
y abarcadoras. En Quintana Roo y en México existen tanto programas gubernamentales como iniciativas
de la sociedad civil orientadas a prevenir que niños y adolescentes caigan en conductas delictivas. Aquí
se analizan los principales programas y enfoques implementados, evaluándolos desde una perspectiva
criminológica, es decir, considerando si atienden los factores de riesgo identificados y si están alineados

pág. 2658
con las mejores prácticas internacionales. Asimismo, se incluyen hallazgos de estudios sobre qué
características hacen efectivos a los programas de prevención.
Enfoque gubernamental en Quintana Roo, durante los últimos años, el gobierno estatal ha
impulsado un “Modelo de Prevención Quintana Roo” que busca atender las causas de la violencia y la
delincuencia de manera integral, centrada en las necesidades de la ciudadanía. Bajo este modelo, una de
las estrategias más visibles ha sido la Patrulla Juvenil de la Policía Quintana Roo, lanzada durante la
administración 2016-2022. Este programa reclutó a más de 2,482 jóvenes cadetes (niños, niñas y
adolescentes) en 25 sedes de seis municipios del estado, incluidas localidades como Benito Juárez
(Cancún) y Othón P. Blanco (Chetumal). Los participantes de la Patrulla Juvenil se involucran en
actividades deportivas, recreativas y formativas diseñadas para prevenir conductas antisociales. Por
ejemplo, realizan entrenamiento en defensa personal, acrobacias (tumbling), rappel, y también sesiones
que fomentan la disciplina, los valores, la lealtad y el sentido de pertenencia comunitaria.
Se inculcan principios de orden, se imparten talleres de educación vial, primeros auxilios y pláticas
de prevención del delito adaptadas a la edad (sobre bullying, drogas, etc.). La idea central es aprovechar
la estructura policial para acercar mensajes positivos a la juventud, creando un vínculo de confianza
entre policías y jóvenes, a la vez que se forma a estos últimos en liderazgo y trabajo en equipo. Según
reportes oficiales, muchos de los cadetes juveniles mostraron mejoras en su conducta, mayor respeto
hacia familiares y compañeros, y se convirtieron en promotores de la legalidad en sus escuelas. Aunque
es pronto para medir un impacto a largo plazo, este tipo de intervención aborda factores de riesgo como
la falta de supervisión (al brindar actividades en horario extraescolar), la carencia de valores y la
necesidad de pertenencia (les da un grupo positivo donde integrarse).
Otro programa complementario es “Escuela Segura”, enfocado en llevar a las escuelas jornadas de
sensibilización y capacitación preventiva. Bajo este esquema, en Quintana Roo se han realizado talleres
en decenas de primarias y secundarias sobre temas como acoso escolar, autocuidado, violencia en el
noviazgo, delitos cibernéticos, consecuencias legales de delinquir, equidad de género, cultura de la
legalidad, entre otros. Hasta mediados de 2021, se reportaban más de 4,341 estudiantes beneficiados en
44 escuelas con estas charlas. La fortaleza de “Escuela Segura” radica en fortalecer las habilidades
psicosociales de los menores y sus valores, con el fin de que sepan resolver conflictos pacíficamente y

pág. 2659
resistir la presión de pares para incurrir en vicios o violencia. Este programa se alinea con lo que la
evidencia sugiere: actuar tempranamente en la niñez dentro del espacio escolar puede forjar resiliencia
y prevenir trayectorias delictivas. De hecho, especialistas señalan que los programas deben focalizar en
el bienestar de los jóvenes desde la niñez, fortaleciendo precisamente familia, escuela y grupos de
iguales saludables.
A nivel federal, si bien en el sexenio actual (2018-2024) desapareció el anterior Programa Nacional
de Prevención del Delito (PRONAPRED), se han implementado programas sociales masivos que
indirectamente buscan prevenir la delincuencia juvenil atendiendo causas económicas. Un ejemplo es
“Jóvenes Construyendo el Futuro”, un programa que ofrece becas y capacitación laboral a jóvenes de
18 a 29 años que ni estudian ni trabajan (los llamados “ninis”).
Aunque está enfocado en una edad ligeramente mayor que la del presente estudio, su lógica aplica:
brindar oportunidades de empleo y capacitación reduce la probabilidad de que esos jóvenes caigan en la
economía criminal. En Quintana Roo miles de jóvenes han sido beneficiarios de este programa,
insertándolos en actividades productivas formales. De forma similar, becas educativas a nivel medio
superior (preparatoria) ayudan a que los adolescentes continúen en la escuela y no la abandonen por
falta de recursos –lo cual, como vimos, es un factor protector crucial–. En síntesis, la estrategia nacional
ha sido atacar la raíz socioeconómica: menos pobreza y más oportunidades deberían traducirse en menos
delincuencia. Si bien es complejo medir el impacto inmediato en tasas delictivas, estas políticas van en
línea con la recomendación criminológica de mejorar las condiciones estructurales para prevenir el
crimen.
Iniciativas comunitarias y de organizaciones internacionales, en Quintana Roo han surgido también
esfuerzos con apoyo internacional y de la sociedad civil. Un caso ilustrativo es el proyecto “Ruta Segura
para Juventudes Seguras” en la colonia Villas Otoch Paraíso de Cancún, impulsado por la Oficina de
las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en 2024. Villas Otoch es una de las zonas
con mayores índices de violencia en Cancún, donde, como se mencionó, operan grupos delictivos que
reclutan a adolescentes,
El proyecto busca reducir riesgos creando entornos más seguros en el camino que recorren los
jóvenes (por ejemplo, de casa a la escuela) y fortaleciendo la comunidad. Para ello, se articuló con la

pág. 2660
Fábrica de Artes y Oficios (FARO) local, un centro cultural comunitario. Se implementaron actividades
como pintura de murales comunitarios, talleres artísticos, eventos deportivos y rescate de espacios
públicos, involucrando activamente a los jóvenes residentes. El objetivo es reconstruir el tejido social:
que los adolescentes desarrollen un sentido de pertenencia positivo a su colonia y se apropien de espacios
libres de violencia.
Estrategias como FARO atacan los factores culturales y sociales –ofreciendo alternativas
recreativas y culturales al ocio en la calle– y han demostrado éxito en ciudades como Ciudad de México
anteriormente. Si los jóvenes descubren talentos en el arte, la música o el deporte, es menos probable
que sean atraídos por el delito. Este proyecto de UNODC también incorpora la medición de impacto,
buscando generar evidencia sobre qué intervenciones comunitarias funcionan mejor en prevención.
Por otro lado, organizaciones civiles como los Centros de Integración Juvenil (CIJ) trabajan en
Quintana Roo principalmente en la prevención y tratamiento de adicciones, lo cual indirectamente
previene delitos relacionados con las drogas. La directora de un CIJ en Cancún enfatizaba que atender
problemas como la adicción, el bullying y la salud mental en adolescentes es esencial para cortar ciclos
que desembocan en delincuencia. Los CIJ realizan pláticas en escuelas, brindan terapia a jóvenes
consumidores y orientación familiar, abordando un componente individual de las causas.
Las características de programas efectivos, más allá de listar programas, resulta útil señalar qué
dice la evidencia científica sobre qué elementos debe tener un programa de prevención para realmente
funcionar. Un estudio interamericano que recopiló las perspectivas de jóvenes y expertos encontró
cuatro características clave que deben reunir los programas de prevención de la delincuencia juvenil
para ser efectivos.
Promoción de habilidades personales: El programa debe fortalecer la autoestima de los adolescentes
y enseñarles estrategias para resistir la presión de sus pares cuando éstos los inciten a conductas de
riesgo (por ejemplo, negarse al consumo de drogas o a participar en delitos a instancias de amigos).
Desarrollar asertividad y criterios propios protege al joven de influencias negativas.
Educación para la vida familiar no violenta: Debe ayudarles a aprender métodos de resolución de
conflictos en el hogar y de prevención de la violencia. Esto implica enseñarles cómo manejar discusiones
sin llegar a los golpes, cómo buscar ayuda si sufren maltrato, etc., de modo que no normalicen la

pág. 2661
violencia familiar ni la reproduzcan fuera. Valores comunitarios y prosociales: Debe fomentar el respeto
y la solidaridad hacia los demás miembros de la comunidad. Esto contrarresta la falta de empatía que a
veces subyace en actos delictivos. Actividades de servicio comunitario o convivencia con distintas
personas pueden inculcar estos valores prosociales.
Reinserción educativa y oportunidades: Es crucial que el programa provea opciones para seguir
estudiando o capacitándose, evitando el abandono escolar y el fracaso. Ya sea reintegrando al joven a la
escuela, facilitándole becas, o vinculándolo con programas de formación técnica, mantenerlo dentro de
un proyecto educativo/laboral le quita tiempo para la ociosidad delictiva y le abre un camino de
desarrollo legítimo.
Estos cuatro puntos van muy en línea con lo que hemos analizado: trabajar la persona (emociones,
autoestima), la familia (no violencia), la comunidad (valores) y lo estructural (educación). Varios de los
programas mencionados en Quintana Roo tocan alguna de estas aristas, aunque quizá no todas. Por
ejemplo, Patrulla Juvenil enfatiza autoestima, disciplina y valores comunitarios; Escuela Segura toca
conflicto y valores; Jóvenes Construyendo el Futuro ofrece claramente oportunidades
educativas/laborales; FARO crea comunidad y autoestima.
Sin embargo, un desafío constante es la sostenibilidad y cobertura de estos programas. Muchos
proyectos piloto alcanzan a decenas o cientos de jóvenes, cuando la población en riesgo puede ser de
miles. Un informe del Banco Mundial señala que invertir en prevención temprana es costo-efectivo –
“menos desigualdad se traduce en menos crimen”– pero requiere voluntad política sostenida. Asimismo,
las iniciativas deben adaptarse culturalmente a cada localidad; lo que funciona en una colonia de Cancún
puede diferir de lo necesario en una comunidad rural maya de Quintana Roo, por ejemplo. (CONEVAL,
2020).
En términos de evaluación, se requiere que los programas midan sus resultados. ¿Han bajado los
índices de riñas escolares tras Escuela Segura? ¿Los participantes de Patrulla Juvenil tienen menos
probabilidades de delinquir que sus pares no participantes? La mayoría de los programas carece de
evaluaciones rigurosas todavía. Una recomendación desde la criminología sería implementar modelos
de seguimiento longitudinal de jóvenes en estos programas para ver su trayectoria a lo largo de años.

pág. 2662
Finalmente, cabe mencionar que la participación juvenil en el diseño e implementación de los
programas es fundamental. La nueva estrategia de la ONU enfatiza empoderar a la juventud no solo
como receptora, sino como agente activa en la prevención. En Quintana Roo, incluir a los propios
adolescentes en la planeación de actividades (por ejemplo, que propongan qué talleres quieren, que
evalúen qué les sirve) podría aumentar el impacto, pues las intervenciones serían más pertinentes a sus
realidades.
Quintana Roo cuenta ya con varias iniciativas valiosas de prevención –desde policiacas hasta
culturales– que abordan distintos factores de riesgo de la delincuencia juvenil. No obstante, persisten
áreas de mejora: ampliar la cobertura a más comunidades, asegurar la continuidad pese a cambios de
gobierno, integrar los esfuerzos (familia, escuela, comunidad) bajo una misma política pública
coherente, y basar siempre las acciones en evidencia científica y buenas prácticas comprobadas. La
criminología moderna aboga por políticas integrales y basadas en datos, y los programas en marcha
deben evaluarse y ajustarse conforme a ello.
CONCLUSIONES
La delincuencia juvenil en Quintana Roo es un fenómeno complejo que no puede explicarse por
una causa única, sino por la convergencia de múltiples factores de índole familiar, social, económica y
personal. Jóvenes entre 12 y 19 años se ven empujados hacia conductas delictivas muchas veces como
resultado de entornos familiares violentos o disfuncionales, carencias económicas y educativas,
influencia de pares involucrados en delitos, y una ausencia de oportunidades y apoyo institucional que
les permita un desarrollo sano.
Este estudio ha destacado cómo la violencia intrafamiliar, la pobreza, la desintegración social, el
bullying, las adicciones y la normalización de la violencia en la comunidad actúan como caldo de cultivo
para la delincuencia juvenil en el estado. Al mismo tiempo, se reconoció que estos jóvenes son en gran
medida víctimas de contextos adversos –víctimas de abandono, de abuso, de exclusión– antes que
delincuentes por elección racional plena.
A nivel nacional e internacional, el panorama confirma que la problemática de Quintana Roo no
es aislada: la delincuencia juvenil es un reto en muchas sociedades y su prevención efectiva pasa por
fortalecer el tejido social. La experiencia de otros países y las recomendaciones de organismos

pág. 2663
especializados subrayan la importancia de intervenir tempranamente, durante la niñez y la adolescencia
temprana, para evitar que los factores de riesgo se traduzcan en conductas antisociales. Asimismo, el
sistema de justicia penal para adolescentes en México ya contempla el enfoque de reinserción y
protección integral de derechos, lo cual es positivo; sin embargo, es preferible que los jóvenes nunca
lleguen a dicho sistema, es decir, prevenir antes que corregir.
La investigación cualitativa propuesta mostró ser un enfoque valioso para comprender las dinámicas
subyacentes de la delincuencia juvenil. A través de las voces de los propios jóvenes infractores y en
situación de riesgo, se pudieron visibilizar narrativas comunes de desamparo social y resiliencia
truncada, que no aparecen en las estadísticas tradicionales. Este acercamiento humano permitió, por un
lado, darles voz a quienes a menudo son estigmatizados, y por otro, identificar matices cruciales, como
la necesidad de pertenencia, el deseo de respeto, el dolor no resuelto de muchos adolescentes, aspectos
que ningún número por sí solo revela. Estas comprensiones profundas son esenciales para diseñar
intervenciones más acertadas.
En cuanto a los programas de prevención analizados, se concluye que Quintana Roo ha dado pasos
importantes en la dirección correcta, pero aún insuficientes. Iniciativas como la Patrulla Juvenil, Escuela
Segura, los talleres comunitarios de FARO, entre otras, son pieza de un rompecabezas que debe
completarse y sostenerse. Se requiere una estrategia integral de prevención que sincronice esfuerzos de
distintas instancias: gobierno, escuelas, familias, policías, iglesias, ONG y los mismos jóvenes. Debe
haber continuidad en las políticas más allá de los cambios sexenales, pues los frutos de la prevención
suelen verse a largo plazo. También es imprescindible ampliar la cobertura: llevar programas a colonias
marginadas adicionales, a municipios rurales de Quintana Roo donde la juventud pueda estar
experimentando problemáticas distintas (drogas, pandillas locales, etc.), y no concentrarlos solo en
ciudades principales.
Otro hallazgo es que los programas más efectivos son aquellos que atienden los factores de riesgo
específicos y fortalecen factores protectores en la vida del joven. Por ejemplo, un programa que logre
re-vincular a un adolescente con su educación (regresarlo a la escuela o a capacitación) y al mismo
tiempo ofrecerle terapia familiar tendrá mayor probabilidad de éxito que uno que solo dé pláticas
genéricas. En esa línea, se recomienda que los programas incorporen componentes como: capacitación

pág. 2664
en habilidades para la vida (manejo de emociones, resolución de conflictos), actividades que eleven la
autoestima y la disciplina (deporte, artes, oficios), involucramiento de la familia en el proceso (escuelas
para padres, terapia sistémica si es necesario) y creación de oportunidades reales (becas, bolsas de
trabajo juvenil). La evidencia revisada sugiere que incidir en esos cuatro ejes –joven, familia,
comunidad, oportunidades– es la fórmula para prevenir eficazmente la conducta delictiva juvenil.
Es preciso señalar que la delincuencia juvenil no se resolverá únicamente con acciones policiales
o punitivas. Si bien mantener el orden público es necesario, enfocar la respuesta solo desde la represión
sería tratar el síntoma y no la enfermedad. La criminología contemporánea aboga por una aproximación
de justicia social: combatir la delincuencia combatiendo primero la desigualdad, la violencia estructural
y la falta de oportunidades. Invertir en la juventud es invertir en la seguridad a futuro. Cada joven
rescatado de la delincuencia es un adulto productivo y un posible líder positivo mañana. En el caso de
Quintana Roo, con su población juvenil significativa y un contexto socioeconómico dinámico,
empoderar a los jóvenes para que encuentren vías lícitas de desarrollo no solo mejorará indicadores de
seguridad, sino que contribuirá a un desarrollo más justo y sostenible en la región.
Entender y prevenir la delincuencia juvenil exige ver al joven delincuente no como el problema,
sino como el resultado de muchos problemas. Este estudio cualitativo reitera que detrás de cada chico
que empuña un arma o comete un robo, suele haber una historia de carencias y entornos que fallaron en
protegerlo. Al mismo tiempo, cada uno de esos jóvenes tiene potencial de cambio si se le brindan las
condiciones adecuadas. La tarea es de todos: autoridades, familias y sociedad en general. Solo mediante
un enfoque integral, informado por la investigación (como la aquí presentada) y fundamentado en la
empatía, así se podrá reducir la delincuencia juvenil en Quintana Roo y dar a estos jóvenes la
oportunidad de un futuro distinto, lejos de la violencia y cerca de la realización personal.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aquino, A. (2021). Desafíos teóricos en el estudio de los hijos de migrantes mexicanos en Estados
Unidos. Críticas de las teorías de asimilación. Revista Sociológica.
Arroyo, M. & Amador, K. (2013). Turismo y prostitución masculina en Cancún. Universidad Autónoma
del Estado de Quintana Roo.

pág. 2665
Castillo, H. (2004). Pandillas, jóvenes y violencia. Revista Desacatos. Instituto de Investigaciones
Sociales de la UNAM.
Cercas, E. (2020). Desorganización social y delito en la península de Yucatán 2020. Universidad
Autónoma del Estado de Quintana Roo.
Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social. (2020). El Progresa-Oportunidades-
Prospera a 20 años de su creación. CONEVAL.
Consejo Nacional de Población. (2020). Índices de marginación 2020. CONAPO.
Escobar, G. (2020). El uso de la teoría de la desorganización social para comprender la distribución de
homicidios en Bogotá, Colombia. Revista Invi.
Fernández, C. (2021). Instituciones formales e informales: un análisis jurídico-institucional aplicado a
los programas sociales y las cuotas de género en América Latina. Revista Isonomía. Universidad
de Girona, España.
Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre
Seguridad Pública (ENVIPE). 2024. INEGI.
Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Encuesta Nacional de Adolescentes en el Sistema de
Justicia Penal 2022. INEGI.
Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia para Adolescentes. (2016). Diario Oficial de la Federación.
Observatorio de Prisiones, (2023). Informe 2023.
https://observatorio-de-prisiones.documenta.org.mx/
Ordoñez et al. (2020). Asociación de tipología familiar y disfuncionalidad en familias con adolescentes
en la población mexica. Elsevier España.
Organización Mundial de la Salud. (2024). Violencia Juvenil. OPS.
Rodríguez, A. (2020). Retos y experiencias de las familias monoparentales encabezadas por mujeres
madres solteras de Amacuitlapilco, México. Antrópica Revista de Ciencias Sociales y
Humanidades. Universidad Autónoma de Tlaxacala.
Sánchez Salinas, O. A., & Fuentes Flores, C. M. (2016). El robo de vehículos y su relación espacial con
el contexto sociodemográfico en tres delegaciones centrales de la Ciudad de México (2010).
Investigaciones Geográficas, Boletín del Instituto de Geografía, UNAM (89), 107-120.
pág. 2666
Tourliere, M. (2021-25-12). Proceso.
https://www.proceso.com.mx/reportajes/2021/12/25/pobreza-violencia-la-suma-mortal-278054.html
Vargas, A. (2022). Una aproximación empírica a los supuestos configuracionales de la teoría de la
desorganización social y la teoría de las actividades rutinarias. Rev. Int. Investig. Cienc. Soc.
Universidad Nacional Autónoma de México.
Vilalta, C. (2020-11-01). El Universal.
https://www.eluniversal.com.mx/opinion/carlos-vilalta/menos-ventanas-rotas-menos-homicidios/