LA EDUCACIÓN INTERCULTURAL Y DECOLONIAL
DE LOS TERRITORIOS INDÍGENAS
INTERCULTURAL AND DECOLONIAL EDUCATION OF
INDIGENOUS TERRITORIES
Celia Yaneth Enríquez Valenzuela
pág. 7162
DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v9i3.18351
La Educación Intercultural y Decolonial de los Territorios Indígenas
Celia Yaneth Enríquez Valenzuela
1
cje@unicauca.edu.co
https://orcid.org/0009-0001-9865-3709
Investigador Independiente
RESUMEN
Introducción: La educación intercultural promueve la convivencia pacífica y la cohesión social
mediante el respeto y la colaboración entre culturas diversas. Objetivo: Se examina la posición teórica
de los estudios educativos interculturales, destacando la vital importancia de la educación intercultural
y los avances que se han dado en los últimos tiempos, sobre todo en el cambio de terminología de la
educación multicultural a la interculturalidad, que teóricamente se acepta, pero en la práctica pareciera
una estrategia discursiva de cambio léxico para disfrazar las realidades de la interacción cultural.
Metodología: La presente investigación se inscribe en un enfoque cualitativo de tipo teórico-
documental, cuyo propósito es indagar de manera crítica y rigurosa la evolución del concepto de
educación intercultural en el ámbito académico y pedagógico. Para ello, se emplea una estrategia
metodológica basada en la revisión sistemática y el análisis hermenéutico de literatura científica, lo que
permite interpretar las transformaciones conceptuales que ha sufrido el término, desde los
planteamientos de la educación multicultural hasta la consolidación del paradigma intercultural. Esta
aproximación hermenéutica posibilita una lectura profunda de los discursos políticos, sociales y
educativos que configuran y tensionan el enfoque intercultural en distintos contextos. Se consideran
tanto los marcos teóricos como las experiencias prácticas, a través de fuentes académicas actualizadas,
con el fin de confrontar la aceptación retórica del discurso intercultural con su implementación efectiva
en los sistemas educativos. Asimismo, se problematiza la brecha existente entre los postulados teóricos
y las realidades escolares, en el que se destacan las limitaciones, contradicciones y desafíos que enfrenta
la interculturalidad en las prácticas pedagógicas cotidianas. En consecuencia, se enfatiza la urgencia de
replantear los modelos educativos desde una perspectiva plural, inclusiva, situada y dialógica, orientada
al reconocimiento y la valorización de las diferencias culturales en la escuela. Resultados: Los hallazgos
del estudio permiten evidenciar que la apuesta por una educación intercultural no ha de circunscribirse
a un plano discursivo o normativo, sino que se requiere de una transformación sustantiva de las prácticas
pedagógicas, los marcos curriculares y las estructuras institucionales. La interculturalidad implica
reconocer al estudiante como un sujeto activo, portador de saberes, lenguajes, tradiciones y experiencias
que deben ser legitimadas y resignificadas en el espacio escolar. Esta concepción exige romper con los
enfoques pedagógicos tradicionales que tienden a la homogeneización y a la reproducción de una
cultura dominante, para abrir paso a una pedagogía del reconocimiento, la equidad y el diálogo
intercultural. En este sentido, los se destaca en esta revisión la necesidad de una articulación efectiva
entre las voluntades políticas, sociales y educativas para que la interculturalidad no se convierta en una
consigna vacía, sino en una práctica concreta y contextualizada. Asimismo, se identifica una tensión
entre los marcos teóricos que promueven la diversidad y las condiciones reales en las aulas, donde aún
persisten prácticas excluyentes y descontextualizadas. De allí se desprende la urgencia de diseñar
propuestas pedagógicas que promuevan la inclusión, la reciprocidad cultural y la construcción colectiva
del conocimiento desde una mirada crítica, situada y transformadora. Conclusión: La contextualización
política, económica y cultural internacional (globalización) de la educación intercultural es fundamental
para su comprensión desde una visión paradigmática.
Palabras clave: educación, interculturalidad, teoría y práctica
1
Autor principal
Correspondencia: cje@unicauca.edu.co
pág. 7163
Intercultural and Decolonial Education of Indigenous Territories
ABSTRACT
Introduction: Intercultural education promotes peaceful coexistence and social cohesion through respect
and collaboration between diverse cultures. Objective: This paper examines the theoretical position of
intercultural educational studies, highlighting the vital importance of intercultural education and the
advances that have occurred in recent times, especially in the change in terminology from multicultural
education to interculturality. This terminology is theoretically accepted, but in practice appears to be a
discursive strategy of lexical change to disguise the realities of cultural interaction. Methodology: This
research is based on a qualitative theoretical-documentary approach, the purpose of which is to critically
and rigorously investigate the evolution of the concept of intercultural education in the academic and
pedagogical fields. To this end, it employs a methodological strategy based on a systematic review and
hermeneutic analysis of scientific literature, which allows for the interpretation of the conceptual
transformations that the term has undergone, from the approaches to multicultural education to the
consolidation of the intercultural paradigm. This hermeneutic approach enables an in-depth reading of
the political, social, and educational discourses that shape and challenge the intercultural approach in
different contexts. Both theoretical frameworks and practical experiences are considered, using up-to-
date academic sources, to compare the rhetorical acceptance of intercultural discourse with its effective
implementation in educational systems. Likewise, the gap between theoretical postulates and school
realities is problematized, highlighting the limitations, contradictions, and challenges that
interculturality faces in everyday pedagogical practices. Consequently, the urgent need to rethink
educational models from a plural, inclusive, situated, and dialogical perspective, oriented toward the
recognition and appreciation of cultural differences in schools, is emphasized. Results: The study's
findings demonstrate that the commitment to intercultural education should not be limited to a
discursive or normative level, but rather requires a substantive transformation of pedagogical practices,
curricular frameworks, and institutional structures. Interculturality implies recognizing the student as
an active subject, bearer of knowledge, languages, traditions, and experiences that must be legitimized
and redefined in the school environment. This conception demands a break with traditional pedagogical
approaches that tend toward homogenization and the reproduction of a dominant culture, to make way
for a pedagogy of recognition, equity, and intercultural dialogue. In this sense, this review highlights
the need for effective coordination between political, social, and educational wills so that
interculturality does not become an empty slogan, but rather a concrete and contextualized practice.
Likewise, a tension is identified between theoretical frameworks that promote diversity and actual
classroom conditions, where exclusionary and decontextualized practices persist. This underscores the
urgency of designing pedagogical proposals that promote inclusion, cultural reciprocity, and the
collective construction of knowledge from a critical, situated, and transformative perspective.
Conclusion: The international political, economic and cultural contextualization (globalization) of
intercultural education is fundamental for its understanding from a paradigmatic vision.
Keywords: education, interculturality, theory and practice.
Artículo recibido 05 abril 2025
Aceptado para publicación: 08 mayo 2025
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INTRODUCCN
La educación intercultural se ha convertido en un pilar fundamental para la convivencia pacífica y el
desarrollo integral de las sociedades, partiendo de la premisa de que personas de distintas culturas,
religiones y etnias pueden aprender a trabajar de manera colaborativa y respetuosa para la promoción
de un intercambio de saberes y costumbres que fortalezca la cohesión social. En este sentido, Fakirska
(2010) afirma que la educación intercultural posibilita el acercamiento y la familiarización con otras
tradiciones, sean o no minoritarias, lo cual fomenta la tolerancia y el entendimiento mutuo como
planteamiento que se sustenta en el reconocimiento de la diversidad cultural como un recurso valioso,
capaz de enriquecer tanto la experiencia individual como la colectiva.
Sin embargo, para que la educación intercultural logre resultados efectivos, resulta indispensable la
implementación de un enfoque pedagógico que atienda las necesidades específicas de los educandos y
promueva principios de equidad y justicia social, tal y como señala Demirel (2010), quien asume que
los contenidos y objetivos educativos deben estar vinculados a la lucha contra la desigualdad y la
discriminación, así como a la construcción de una ciudadanía responsable y consciente de su entorno.
En otras palabras, la educación intercultural ha de propiciar de manera transversal una reflexión crítica
acerca de las estructuras sociales que perpetúan la exclusión y la falta de oportunidades para ciertos
grupos.
De esta manera, se evidencia la relevancia que adquieren los maestros y educadores, quienes actúan
como mediadores y guías en la construcción de ambientes de aprendizaje inclusivos, a través de una
labor que implica diseñar estrategias didácticas que valoren las experiencias culturales de los
estudiantes y permitan el intercambio de saberes de manera horizontal. Asimismo, es fundamental que
los docentes fomenten el diálogo y el debate, alentando la participación estudiantil independientemente
de su origen cultural para conseguir que en las aulas se conviertan en espacios de construcción colectiva
del conocimiento, libres de prejuicios y estereotipos (Roca et al., 2019).
Por otra parte, Parra et al. (2021) comentan que la formación docente debe incorporar conocimientos y
competencias que les permitan enfrentarse a situaciones de diversidad cultural, religiosa o étnica, por
lo que resulta esencial que las instituciones educativas establezcan programas formativos que incluyan
metodologías participativas y proyectos de investigación sobre la realidad social de la comunidad en la
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que se inscribe la escuela haciendo con esto posible diseñar planes de estudio más sensibles a las
particularidades de cada contexto, generando un sentimiento de pertenencia y reconocimiento
recíproco. En este punto, Smokova (2010) señala que la importancia de la educación intercultural se
relaciona directamente con cómo percibimos la equidad, la identidad y la sociedad, además de la visión
que tengamos sobre el papel de la escuela como agente de transformación.
METODOLOGÍA
Se adopta un enfoque cualitativo de tipo teórico-documental, orientado a la revisión crítica, sistemática
y reflexiva de literatura académica especializada en el campo de la educación intercultural. Este enfoque
permite articular el análisis conceptual con la comprensión de los marcos discursivos que configuran la
construcción teórica y práctica de la interculturalidad en contextos educativos diversos. A partir de un
análisis hermenéutico, se examinan las transformaciones semánticas e ideológicas del término, desde
sus orígenes en la educación multicultural hasta su reformulación en clave intercultural, evidenciando
tensiones, continuidades y rupturas entre ambas perspectivas. Este proceso de reconstrucción teórica no
se limita a una revisión cronológica, sino que incorpora una lectura crítica de los discursos políticos,
sociales y pedagógicos que han influido en la evolución del enfoque intercultural en América Latina y
otras regiones del mundo.
El estudio se apoya en fuentes primarias y secundarias, incluyendo artículos científicos, libros
especializados, documentos de política educativa y producciones de organismos internacionales, con el
propósito de contrastar la aceptación teórica del enfoque intercultural con su grado de implementación
en las prácticas pedagógicas cotidianas. De esta manera, se problematiza la distancia existente entre los
postulados normativos de la interculturalidad y las realidades institucionales, marcadas muchas veces
por la reproducción de esquemas homogéneos, etnocéntricos o monoculturales. La reflexión crítica
resultante subraya la urgencia de transformar los modelos pedagógicos tradicionales hacia propuestas
didácticas abiertas a la pluralidad cultural, el diálogo de saberes y la contextualización curricular. Así,
el análisis no se reduce a una descripción académica, sino que busca ofrecer aportes para la construcción
de una educación verdaderamente inclusiva, democrática y situada, capaz de responder a las demandas
de justicia cognitiva y reconocimiento cultural en escenarios educativos complejos y multiculturales.
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RESULTADOS
En los resultados del estudio se evidencia que, si bien la educación intercultural ha sido ampliamente
adoptada en el plano teórico y normativo de los sistemas educativos, su implementación efectiva en las
prácticas pedagógicas concretas sigue siendo limitada y problemática. A pesar de la presencia reiterada
de la interculturalidad en los discursos oficiales, planes de estudio y políticas públicas, subsiste una
brecha sustancial entre estos enunciados y las dinámicas reales del aula. Esta distancia se traduce en
una continuidad de prácticas pedagógicas homogéneas, centradas en una visión monocultural del
conocimiento, que invisibilizan o subalternizan las identidades culturales diversas presentes en los
espacios escolares.
El análisis permite constatar que, en muchos contextos, la diversidad cultural es tratada como un
componente decorativo o accesorio, sin generar una transformación real en los modos de enseñar,
evaluar o convivir. La persistencia de enfoques etnocéntricos y la reproducción de saberes hegemónicos
impiden que la interculturalidad se constituya como una práctica educativa viva, crítica y
transformadora. Además, se identifica que la implementación del enfoque intercultural no puede
reducirse a modificaciones curriculares aisladas o a la incorporación de contenidos étnicos de forma
superficial. Es necesario avanzar hacia un replanteamiento estructural de la cultura escolar, lo cual
implica una transformación profunda en las actitudes, creencias y prácticas del profesorado, así como
en los dispositivos institucionales que regulan la vida escolar.
En este sentido, el estudio subraya la importancia de un compromiso político sostenido con la inclusión,
el reconocimiento de la alteridad y la justicia educativa. La educación intercultural requiere políticas
formativas que acompañen y fortalezcan a los docentes en su labor de mediadores culturales, así como
estrategias institucionales que promuevan el diálogo de saberes, la participación comunitaria y la
descolonización del currículo en contextos diversos.
Hacia una verdadera interculturalidad
La interculturalidad se ha convertido en un pilar indispensable para comprender la dinámica social de
nuestro tiempo, especialmente en contextos marcados por la pluralidad cultural y la creciente movilidad
de personas. Tal como señalan Foerster y Del Solar (2000), retomando la idea de Rawls y Habermas,
es fundamental que en sociedades multiculturales exista una cultura política compartida que, sin anular
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las diferencias, proporcione un marco de valores comunes para la convivencia y la participación
ciudadana. Este requisito se vincula de manera estrecha con la aspiración a una democracia sustantiva
e inclusiva que, según López y Limón (2016), garantiza un sentido de ciudadanía orientado por
propósitos colectivos en lo académico y lo social. De esta forma, se fortalece el espíritu democrático
necesario para afrontar los retos de la diversidad cultural en el mundo actual.
En América Latina, la interculturalidad se ha convertido en un concepto clave para abordar la
multiculturalidad que caracteriza a la región. El reconocimiento de múltiples orígenes étnicos,
lingüísticos y culturales exige repensar los fundamentos de la cohesión social, así como el rol de la
educación en la formación de ciudadanos capaces de negociar diferencias y forjar puntos de encuentro.
En este sentido, Baiutti (2016) propone que la interculturalidad debe entenderse como una praxis, es
decir, un conjunto de prácticas y actitudes que promuevan una ciudadanía incluyente y plural. Esta
perspectiva no se limita a incorporar una serie de contenidos sobre culturas distintas, sino que, más bien,
implica la construcción de lazos de reciprocidad que permitan aceptar la cultura del “otro” como parte
constitutiva de una realidad compartida. De este modo, se alienta la autorreflexión y la revisión de las
propias cosmovisiones, generando un proceso continuo de autocomprensión y enriquecimiento mutuo.
Uno de los desafíos principales para lograr esta comprensión recíproca consiste en promover actitudes
de empatía y resiliencia, valores que no solo se cultivan de manera individual, sino que se construyen
colectivamente. Autores como Mall (1999), Haboud (2001), Belmonte et al. (2019), Roca et al. (2019)
y Fitzpatrick (2022) coinciden en la necesidad de instaurar un diálogo profundo entre diferentes grupos
culturales, sustentado en el reconocimiento mutuo y la disposición para cuestionar dogmas o principios
que obstaculicen la apertura intercultural. Esta revisión de concepciones arraigadas se vuelve crucial
para allanar el camino hacia la aceptación cultural colectiva. Sin embargo, no basta con exhortar a la
población a que sea tolerante; se requieren políticas públicas y estrategias educativas concretas que
propicien estos espacios de encuentro y permitan desarrollar las habilidades comunicativas y críticas
necesarias para la interacción con la diversidad.
En el ámbito educativo, la importancia de la interculturalidad es particularmente evidente en el siglo
XXI, cuando la globalización y las migraciones han dado lugar a aulas cada vez más diversas. Como
indica Novales (2016), la presencia de niños con distintas tradiciones culturales constituye un estímulo
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para reconsiderar la variable cultural en los procesos de enseñanza-aprendizaje. De esta manera, la
educación intercultural se convierte en una de las respuestas más pertinentes a los desafíos que plantea
la diversidad. No se trata únicamente de incluir contenidos sobre diferentes culturas en el currículo, sino
de fomentar un enfoque pedagógico que valore las identidades de los estudiantes y promueva la
construcción conjunta del conocimiento desde múltiples perspectivas. Este cambio de paradigma exige
que los docentes asuman la responsabilidad de mediar, orientar y guiar el diálogo intercultural,
generando ambientes de respeto y colaboración.
Asimismo, la visión intercultural en la educación implica reconocer que cada persona posee un bagaje
cultural y una forma de entender el mundo que puede enriquecer al grupo. Al mismo tiempo, se hace
necesario subrayar el derecho a lo propio y el reconocimiento del “otro”, tal como lo plantea Auger
(2013). Este doble eje de derechos el de conservar la propia identidad y el de ser reconocido en la
diversidad se traduce en prácticas educativas que promueven el pluralismo cultural, la justicia social
y la equidad. Por ello, no basta con que las instituciones sean tolerantes; es indispensable que existan
políticas escolares que orienten la intervención docente y faciliten la participación de todas las culturas
presentes en el espacio educativo. Así, la comunidad escolar se torna un microcosmos de la sociedad,
donde los estudiantes adquieren experiencias significativas para la formación de una ciudadanía con
valores democráticos.
La interculturalidad, por otra parte, también forma parte de un debate más amplio vinculado con los
efectos de la globalización en la sociedad y las relaciones interpersonales. Frutos y Olivencia (2017)
destacan que la creciente movilidad social y la rápida circulación de información plantean retos
formidables para la convivencia humana. En un mundo donde las fronteras se diluyen y las identidades
se redefinen constantemente, la interculturalidad emerge como una vía para conciliar la universalidad
de ciertos valores democráticos con la particularidad de las tradiciones locales. Este ejercicio de
compatibilizar lo global con lo local no está exento de tensiones, dado que la globalización con
frecuencia ha sido asociada a procesos de homogeneización cultural que amenazan las identidades
minoritarias o periféricas. Sin embargo, una visión crítica y propositiva de la interculturalidad rechaza
la uniformidad y subraya la importancia de la diversidad como fuente de vitalidad social.
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La consolidación de una cultura política compartida en contextos multiculturales, siguiendo las ideas
de Habermas y Rawls, no se reduce a la adhesión forzada a un conjunto de valores homogéneos. Más
bien, se sostiene en la articulación democrática de diferencias que, de manera dialógica, se reconocen
como legítimas y, al mismo tiempo, se orientan hacia la búsqueda de un bien común. Este diálogo
requiere de instituciones fuertes y flexibles que promuevan la participación de grupos tradicionalmente
excluidos o subordinados. Además, precisa de ciudadanos con la habilidad y la disposición para
escuchar y valorar puntos de vista distintos a los propios. En este proceso, el respeto a los derechos
humanos y la garantía de equidad se convierten en elementos vertebradores de la convivencia
democrática.
De igual forma, la interculturalidad bien entendida no se limita a la coexistencia pasiva de grupos
culturales diferentes en un mismo territorio más allá de la mera coexistencia, donde la aspiración es la
construcción activa de una sociedad que se reconozca a misma como plural y, por ende, rica en
matices. La cooperación basada en la reciprocidad y el entendimiento mutuo favorece la aparición de
un tejido social capaz de enfrentar los desafíos contemporáneos, tales como la desigualdad, la
discriminación, la crisis ecológica y los conflictos geopolíticos. Si se logra inculcar la cultura del
diálogo y la resolución pacífica de diferencias, la escuela y otros espacios formativos desempeñan un
papel trascendental en la transformación de las generaciones venideras.
Por último, conviene mencionar que la interculturalidad no consiste en un proceso acabado ni en una
receta única aplicable a todas las realidades, en el que cada contexto histórico y geográfico presenta
particularidades culturales, socioeconómicas y políticas que condicionan el modo en que las personas
se relacionan. Por ello, resulta esencial asumir la interculturalidad como un proceso abierto y dinámico
que invita a la constante revisión de nuestras creencias, relaciones de poder y estrategias de
socialización. De esta manera, se posibilita un mayor entendimiento y una cohesión social cimentada
en el respeto a la diversidad y la construcción de acuerdos.
Perspectiva integral para una educación intercultural
En el mundo actual uno de los principales desafíos de los sistemas educativos es formar ciudadanos
capaces de comunicarse, trabajar y convivir en entornos culturales diversos, debido a que la
globalización, la migración y la creciente interconexión mediada por la tecnología han transformado
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nuestras sociedades en espacios multiculturales en los que coexisten diferentes valores, creencias y
modos de vida. En este contexto, la educación intercultural se erige como un pilar fundamental para
promover el respeto, la tolerancia y la cooperación entre personas de distintas procedencias. Los
planteamientos de Keast (2007) y Snowball (2009) recalcan la necesidad de una perspectiva integral,
desde la cual se fomente la competencia intercultural y la adopción de valores incluyentes en todos los
ámbitos de la experiencia escolar.
Vale la pena enfatizar la importancia de entender que la escuela no puede ser un espacio aislado de las
realidades sociales, ya que la función principal de cualquier sistema educativo radica en la formación
integral de la persona y, por ende, en la preparación de los estudiantes para la vida en sociedad. En un
ambiente culturalmente diverso, los docentes asumen una responsabilidad primordial: cultivar en los
estudiantes la habilidad de reconocerse como miembros de una “aldea global” (Keast, 2007). Esta
expresión pone de manifiesto la interdependencia actual que atraviesa todas las esferas de la vida social,
económica y política. Por consiguiente, educar para la interculturalidad conlleva, desde un inicio,
comprender que los estudiantes forman parte de una comunidad mundial con la que necesitan establecer
vínculos de respeto y solidaridad.
El planteamiento de Keast (2007) insiste en que los maestros de un mundo cambiante deben reconocer
la relevancia de educar a niños y jóvenes para la vida en una aldea global, donde la “comprensión
internacional” se convierta en una habilidad clave, lo que no implica tan solo la adquisición de
conocimientos sobre otras regiones del planeta, sino, sobre todo, la capacidad de comunicarse
efectivamente con personas de diferentes culturas, ideologías, religiones y costumbres. En la práctica,
significa que los docentes deben propiciar experiencias de aprendizaje que pongan en contacto a los
estudiantes con visiones del mundo diversas. Por ejemplo, pueden implementar proyectos en los que
comparen la historia, la literatura o la música de diferentes países para construir un marco de referencia
múltiple y flexible que facilite la empatía y la apertura mental.
Siguiendo esta línea, Carignan et al. (2005) hacen hincapié en que la adopción de una perspectiva
intercultural en el aula es esencial para que los estudiantes desarrollen una comprensión profunda de la
diversidad humana. Dichos autores proponen que los docentes ofrezcan herramientas que permitan a
los alumnos comparar eventos y experiencias, contrastando problemas del pasado, presente y futuro,
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siendo esta una mirada crítica que lleva al estudiante a reconocer que la realidad puede ser interpretada
de múltiples maneras y que estas interpretaciones están influenciadas por los contextos históricos y
culturales de cada persona o grupo social. Una actividad concreta podría ser la discusión de conflictos
históricos desde los distintos puntos de vista de los actores involucrados, de tal manera que los
estudiantes comprendan cómo cada perspectiva responde a factores socioculturales específicos.
A su vez, Demirel (2010) aporta una reflexión trascendental al señalar que para el éxito de la educación
intercultural se debe entender que existen diversas maneras de apreciar la historia, a las personas y a los
problemas sociales, las cuales se hallan condicionadas por el entorno en que se forman los individuos
y, por ende, inciden en la percepción que cada uno tiene de la realidad. En este sentido, la educación
intercultural se convierte en una invitación constante a la autocrítica y al replanteamiento de nuestras
ideas preconcebidas. Si los docentes, de manera intencionada, crean espacios donde los estudiantes
puedan confrontar sus estereotipos, prejuicios o generalizaciones sobre otros grupos sociales, se
promoverá el desarrollo de la empatía y la humildad cultural.
Por otro lado, Fakirska (2010) enfatiza la relevancia de reforzar y apoyar los valores y mensajes propios
de la comprensión intercultural en todos los aspectos de la vida cotidiana de la escuela. No se trata,
entonces, de aislar la educación intercultural a un curso de estudios sociales o a una asignatura de
idiomas. Antes bien, la interculturalidad debe permear todo el currículo y la dinámica escolar: desde la
convivencia en el patio de recreo, la interacción en la biblioteca, hasta el trabajo colaborativo entre
grupos mixtos de estudiantes. Incluso, las experiencias vividas en el hogar, la relación con amigos y
familiares, y el uso de herramientas digitales pueden servir de punto de partida para la reflexión crítica
en torno a la diversidad. Si la escuela integra la interculturalidad a través de proyectos de colaboración
con familias de diferentes orígenes o con organizaciones comunitarias, estará sentando bases sólidas
para que los estudiantes se formen en un ambiente abierto y respetuoso.
En relación con lo anterior, otro aspecto fundamental señalado por Fakirska (2010) es que la educación
en las escuelas debe propiciar el desarrollo de la “competencia intercultural”. Dicha competencia
supone la habilidad de comunicarse con personas de culturas diversas sin que ninguna parte se coloque
por encima de la otra, es decir, que los estudiantes aprendan a reconocer, valorar y articular sus propias
identidades culturales, al mismo tiempo que reconocen el valor de las identidades de los demás. Esta
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habilidad se cultiva paulatinamente a través de la reflexión crítica, la confrontación de prejuicios y la
creación de experiencias pedagógicas auténticas que favorezcan la interacción recíproca y equitativa.
El desarrollo de la competencia intercultural va de la mano con la disminución de actitudes racistas y
xenófobas, pues cuando los estudiantes tienen la oportunidad de conocer de forma cercana a personas
de otras culturas, las barreras del desconocimiento se desvanecen, donde el temor al otro se reduce
cuando se descubren valores comunes e intereses compartidos, y, al mismo tiempo, se aprende a
apreciar las diferencias como parte esencial de la riqueza humana. En consecuencia, se origina un
entorno más tolerante y plural en la escuela, donde los conflictos pueden resolverse desde el diálogo y
el entendimiento mutuo, y no desde la imposición o la exclusión.
De hecho, Smokova (2010) resalta que un resultado tangible de este estímulo intercultural en las aulas
es que niños y jóvenes desarrollen la capacidad de comprender las diferencias y convivir con personas
de otras culturas, religiones e idiomas. Lejos de tratarse de una actitud pasiva, la convivencia exige
esfuerzos activos por comprender al otro, adaptarse a nuevos contextos e incluso aprender segundas o
terceras lenguas que faciliten la interacción. En un mundo cada vez más marcado por la movilidad
laboral y la migración, estos aprendizajes se convierten en competencias prácticas que mejoran las
posibilidades laborales y de integración social de los futuros ciudadanos.
Por su parte, Snowball (2009) aporta un matiz significativo al señalar que, incluso en escuelas donde se
comparten ciertos valores comunes, existen también diferencias sustanciales, donde la diversidad es un
fenómeno dinámico, caracterizado por cambios rápidos y por la multiplicación de contextos culturales,
tecnológicos y sociales. De igual forma, los individuos están en un proceso constante de relacionarse
con personas de orígenes disímiles, lo que supone un incesante intercambio cultural, el cual demanda
que las escuelas y los docentes se mantengan en formación continua, buscando estrategias innovadoras
y actualizando sus prácticas pedagógicas para responder a los requerimientos de la interculturalidad. En
este punto, la formación docente cobra una importancia medular, ya que un docente consciente de la
diversidad cultural y capacitado para gestionarla adecuadamente puede servir de mediador y promotor
de la convivencia pacífica en el aula y, por extensión, en la comunidad.
Uno de los retos en la implementación de la educación intercultural radica en pasar de la teoría a la
práctica como señalan varios investigadores (Fakirska, 2010; Snowball, 2009; Demirel, 2010), ya que
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no basta con incluir en el currículo general lineamientos que promuevan la comprensión y la interacción
pacífica entre culturas, siendo fundamental acompañar estos lineamientos con planes concretos que
involucren a toda la comunidad educativa: directivos, profesores, estudiantes y familias. La creación de
proyectos interdisciplinarios, la celebración de festividades multiculturales, la implementación de
actividades de aprendizaje-servicio con poblaciones vulnerables y la participación en redes
internacionales son algunas de las vías que pueden traducir los objetivos interculturales en experiencias
formativas reales.
Además, es esencial que los docentes reciban capacitación profesional relacionada con la conciencia
intercultural desde la formulación de programas de desarrollo profesional que incluyan talleres,
seminarios y espacios de intercambio de buenas prácticas resultan fundamentales para fortalecer la labor
docente. Así pues, la colaboración con universidades, organizaciones no gubernamentales (ONG),
institutos culturales y agencias internacionales puede enriquecer estos espacios formativos,
proporcionando herramientas teóricas y metodológicas para el abordaje de la interculturalidad en el
aula, donde al integrar estos conocimientos a su práctica cotidiana, los docentes estarán en mejor
posición de guiar a los estudiantes y de responder a los desafíos que supone la diversidad cultural.
Ahora bien, cabe indicar que la educación intercultural no es un simple “añadido” a la educación
tradicional, sino que implica una transformación profunda de los fundamentos de la enseñanza, la cual
requiere una visión holística que promueva un cambio de actitud, invitando a los estudiantes a
cuestionar estereotipos, a construir una identidad flexible y a desarrollar habilidades comunicativas
complejas. Este cambio de enfoque debe estar respaldado por políticas públicas que reconozcan la
diversidad cultural como un valor fundamental en la construcción de sociedades democráticas e
inclusivas. Del mismo modo, las escuelas necesitan recibir apoyo institucional y recursos suficientes
para llevar a cabo iniciativas que fortalezcan la educación intercultural.
En sociedades con tensiones étnicas, religiosas o políticas, la escuela puede constituirse en un espacio
de reconciliación y de construcción de la paz, donde a través del contacto respetuoso y el diálogo
constante, los estudiantes aprenden a gestionar los desacuerdos y las divergencias de opinión de manera
no violenta. De esta forma, la educación intercultural, entonces, se conjuga con la educación para la
ciudadanía y los derechos humanos, enfatizando la dignidad de todos los individuos y promoviendo la
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participación en la vida social, fomentando una ciudadanía global donde la conciencia de la
interdependencia planetaria se traduce en acciones solidarias y responsables.
Asimismo, es importante considerar el papel de la tecnología en la educación intercultural posibilitando
intercambios virtuales en tiempo real, aunque también existen riesgos asociados con la propagación de
discursos de odio o la difusión de información tergiversada. Por ello, la competencia intercultural que
se cultiva en la escuela debe incluir la capacidad de interactuar de forma crítica y responsable en los
entornos digitales, tratando de formar estudiantes que sepan confrontar contenidos sesgados, verificar
fuentes y utilizar las plataformas virtuales para tender puentes, y no para ensanchar divisiones. En este
sentido, la escuela tiene la función de orientar a los jóvenes en el manejo de la tecnología como una
herramienta de colaboración intercultural y de participación ciudadana.
Finalmente, cabe insistir en que la educación intercultural no busca homogeneizar o suprimir las
diferencias, sino tender puentes entre ellas, resaltando la dignidad y el valor de cada identidad, por lo
que la meta última es formar individuos con una conciencia global y un profundo sentido de la justicia
social, capaces de reconocer sus propios prejuicios y de transformarlos en actitudes de respeto y
responsabilidad colectiva. De esta manera, la escuela contribuye a forjar una sociedad más equitativa,
democrática y plural, en la que todas las voces sean escuchadas y valoradas, donde el reto no es menor,
pero los frutos de la inversión en la educación intercultural trascienden los muros de la institución
escolar y se proyectan en la construcción de una cultura de paz y de colaboración mutua a escala local
y global.
Una educación intercultural contextualizada
El punto de partida para un replanteamiento del paradigma educativo radica en la comprensión de que
la diversidad humana es el cimiento sobre el cual se edifica todo proceso formativo, ya que cuando se
habla de diversidad, la noción trasciende la mera referencia a grupos poblacionales con rasgos
distintivos, aludiendo también a la multiplicidad de experiencias y modos de entender el mundo que
cada estudiante posee. El hecho de obviar esta riqueza conduce a un empobrecimiento de la labor
docente y del proyecto educativo en general, pues se corre el riesgo de uniformar los procesos de
enseñanza y aprendizaje, dejando de lado las particularidades que dan forma a la subjetividad de cada
integrante de la comunidad académica.
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Las culturas indígenas constituyen solo una muestra de esa riqueza. Tradicionalmente, estas
comunidades han sostenido sistemas propios de conocimiento, arraigados en cosmovisiones que valoran
la relación armónica con la naturaleza, la transmisión oral de saberes ancestrales y la importancia de la
experiencia para asimilar la realidad. Estas formas de sabiduría rara vez logran una inclusión genuina
en los planes de estudio oficiales, que por lo general se fundamentan en discursos y metodologías de
origen occidental, caracterizados por un enfoque racionalista y estandarizador. En consecuencia, la
oferta educativa deja de lado saberes que serían valiosos para fomentar una formación integral y para
reforzar la identidad cultural de los estudiantes que pertenecen a estas comunidades.
La consideración de la diversidad, por otro lado, es un fenómeno que no se limita a distinguir entre
grupos mayoritarios y minoritarios, en el que cada persona es portadora de una historia singular, con
construcciones de sentido ligadas a su propio entorno, sus costumbres familiares, su lenguaje, sus
formas de interpretar la realidad y sus modos de relacionarse. Un modelo educativo que incorpore estas
particularidades se aleja de la visión reduccionista que califica como “diferentes” a quienes no encajan
en un patrón considerado “normal.” En lugar de imponer una definición fija de cómo debe ser o
comportarse el alumno ideal, se busca aceptar la pluralidad como un elemento natural de la convivencia.
El enfoque homogeneizador, caracterizado por el desarrollo de currículos uniformes y evaluaciones
estandarizadas, encuentra su justificación en la pretensión de garantizar equidad; sin embargo, la
uniformidad no solo no resuelve las desigualdades, sino que puede aumentarlas en la medida en que
desconoce el valor formativo de las historias y saberes propios de las colectividades involucradas en el
sistema educativo. Bajo este paradigma, se asume que el dominio de ciertos contenidos, presentados
bajo formas didácticas uniformes, representa el logro máximo al que todo estudiante debe aspirar, en
detrimento de otras habilidades y competencias que pueden florecer cuando se fortalece el vínculo con
la cultura local y con la experiencia vivida.
Por otra parte, resulta innegable que la educación formal, tal como ha sido concebida tradicionalmente,
tiende a sobrevalorar la transmisión de información teórica y a subestimar la experiencia concreta que
los estudiantes puedan traer de sus entornos, por lo que la práctica cotidiana en el aula muestra escaso
reconocimiento de los entornos culturales de origen, de la lengua materna distinta de la oficial, de las
costumbres y tradiciones que configuran la cosmovisión del alumnado, así como de las distintas formas
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de aprendizaje que coexisten en una misma clase. Bajo esta lógica, las personas cuyas características se
apartan de la norma se consideran “casos especiales,” sujetos a un tratamiento diferenciado que raras
veces valora la complejidad de su identidad.
Aun en aquellas situaciones en las que se implementan medidas de inclusión, el enfoque suele limitarse
a la aplicación de metodologías especiales para ciertos grupos considerados vulnerables, con la
intención de “incorporarlos” a un sistema educativo que mantiene su esencia homogénea. Este proceder
no cuestiona los fundamentos que perpetúan la exclusión, y reduce la interculturalidad a un simple
mecanismo de integración superficial. Por consiguiente, la verdadera transformación educativa exige
revisar críticamente los objetivos, contenidos, metodologías y evaluaciones, poniendo en el centro la
diversidad de capacidades, intereses y realidades que cohabitan en el aula.
De esta forma, el concepto de interculturalidad, entendido como una característica humana, va más allá
de la idea de diseñar programas educativos diferenciados para algunos grupos de población, ya que su
relevancia radica en la posibilidad de construir puentes de diálogo entre las distintas formas de concebir
el mundo, dejando de lado la visión limitada que reduce la interculturalidad a la presencia de estudiantes
de determinada etnia o nacionalidad. Así, todas las personas poseen rasgos culturales, lingüísticos,
históricos y sociales que, al interactuar, propician una dinámica de intercambio, enriquecimiento y
constante aprendizaje mutuo.
Autores como Parra, Palma y Figueroa (2021) sostienen que la interculturalidad debe ser apreciada
como un elemento constitutivo de la humanidad, sin restringirla a la atención de ciertos colectivos
específicos, por lo que cada estudiante, independientemente de su procedencia, cuenta con un bagaje
que puede nutrir el proceso formativo de toda la comunidad académica. La dimensión intercultural, de
este modo, se afianza como un rasgo transversal del currículo, que incentiva la reflexividad en el acto
educativo y promueve el respeto por las diferentes maneras de saber y de ser.
Esta visión multidireccional de la interculturalidad implica situar a todos los sujetos educativos en
posiciones activas, reconociendo que el aprendizaje no fluye de un emisor único a receptores pasivos,
sino que se construye de manera colaborativa. Así, un docente deja de ser el depositario de un
conocimiento considerado universal para volverse facilitador de un proceso de co-construcción con el
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grupo, lo cual requiere de habilidades pedagógicas que fomenten la participación igualitaria, la escucha
atenta y la disposición a cuestionar las propias certezas.
Por demás, cuando se analiza la necesidad de reorientar las prácticas educativas, emerge con claridad
la importancia de replantear la labor pedagógica a partir de la singularidad, en el que un currículo
estandarizado parte de la noción de que existe una serie de contenidos y objetivos válidos para toda la
población escolar, presuponiendo niveles de desarrollo y competencias que deben alcanzarse en plazos
definidos. Aunque ciertos elementos formativos resultan deseables para la convivencia y para la
formación académica, limitarse a esquemas rígidos que no contemplan la realidad de cada estudiante
conduce a la repetición mecánica de fórmulas y procedimientos, en lugar de alentar la comprensión
profunda y la vinculación con el mundo real.
La singularidad de cada persona engloba aspectos cognitivos, emocionales y culturales, donde las
diferencias individuales no se limitan a la condición étnica o a la pertenencia a un colectivo tradicional;
incluyen estilos de aprendizaje, intereses personales, condiciones socioeconómicas e incluso factores
neurológicos que inciden en la manera en que cada uno procesa la información. Así pues, la formación
intercultural demanda estrategias didácticas flexibles, capaces de adaptarse a la complejidad de cada
grupo y de cada estudiante, en lugar de sujetarse a un método único. Ya Baniwa (2013) enfatiza la
relevancia de alejarse de planteamientos reduccionistas que enmarcan la identidad en categorías
estáticas, donde una educación verdaderamente contextualizada se esfuerza por entender el trasfondo
de cada individuo, evitando caer en la cristalización de la diversidad bajo etiquetas fijas.
Esta idea se relaciona con la afirmación de que la diversidad en las regiones del mundo es vasta en
expresiones que fomentan el arraigo y la identidad, las cuales influyen en la manera en que cada persona
otorga sentido a su experiencia diaria y se proyecta en el mundo, pues cuando el sistema educativo opta
por ignorar o minimizar esas expresiones, se priva al estudiante de la posibilidad de vincular sus
aprendizajes escolares con lo que vive y siente en su ambiente cotidiano. Adicionalmente, un programa
de estudios que fomente el acercamiento a la cultura local brinda la oportunidad de trabajar con
materiales y actividades que reflejan la historia y las costumbres del colectivo, donde las lenguas
minoritarias, los relatos orales, las prácticas artesanales y las cosmovisiones propias se posicionan como
fuentes legítimas de saber.
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Se entiende, entonces, que la construcción de la subjetividad se potencia cuando el proceso educativo
invita a la reflexión sobre la propia forma de ver el mundo y al encuentro con las visiones de otros,
donde un aula impregnada con vocación intercultural motiva a considerar las diferencias como
complemento antes que como obstáculo, quien al aproximarse a saberes que no coinciden con su
experiencia personal, ensancha su perspectiva y aprende a reconocer la validez de otras lecturas de la
realidad.
Es evidente que la interculturalidad ha sido entendida como una política orientada a grupos específicos,
catalogados según criterios étnicos o culturales, aunque los planteamientos recientes, entre ellos los de
Fonseca et al. (2019), reclaman una migración hacia modelos educativos que reconozcan las
particularidades de todos los grupos, con una visión amplia de la diversidad humana. Este enfoque
conlleva la formulación de leyes y normativas que garanticen la formación permanente del personal
docente, la elaboración de materiales pedagógicos adecuados a cada contexto y la existencia de espacios
de participación ciudadana para la elaboración de planes de estudio.
La implicación de esto es que los ministerios o secretarías encargadas de la educación deberían
implementar estrategias de descentralización que otorguen mayor autonomía a las instituciones, de
modo que sea factible adaptar los proyectos educativos al contexto local. Así, se fortalecería la
participación de la comunidad, de los padres y madres de familia, de los sabedores tradicionales, de los
líderes comunitarios y de los propios estudiantes en la definición de las prioridades curriculares y
metodológicas. La tarea no es sencilla, pues exige un cambio cultural en los organismos estatales y en
muchos casos una inversión significativa de recursos, pero representa una vía efectiva para superar la
visión centralista que tiende a uniformar las propuestas sin prestar atención a las necesidades reales de
cada zona.
Lo anterior se conecta con la pretensión del papel del docente como agente de transformación en la
práctica, debido a que el profesorado puede optar por metodologías activas que fomenten la
investigación local, el aprendizaje basado en proyectos y la realización de actividades que involucren a
las comunidades aledañas. De esta forma, el conocimiento escolar deja de ser un conjunto de conceptos
abstractos y se conecta con la realidad inmediata del estudiantado.
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Asimismo, el profesorado juega un papel esencial en la orientación del diálogo intercultural,
propiciando una comunicación horizontal, la problematización de prejuicios y la revalorización de
conocimientos a menudo subestimados o invisibilizados.
La formación continua de los docentes se alza como un factor fundamental en este proceso dentro del
sistema educativo, el cual ha de promover la actualización de las personas dedicadas a la enseñanza,
ofreciendo espacios en los que puedan reflexionar sobre la diversidad, explorar nuevas herramientas
pedagógicas y compartir experiencias exitosas en el aula. Con ello, se facilita la interculturalidad y la
contextualización de la educación no son tareas exclusivas de la escuela ni del personal docente, donde
su alcance depende también de la participación conjunta de actores comunitarios, organizaciones
sociales, instituciones de diversa índole y la familia. Así, la vinculación con la comunidad favorece que
los proyectos pedagógicos se nutran de los saberes locales, de la historia oral y de las necesidades reales
que enfrenta el contexto, promoviendo la integración de experiencias significativas y el fortalecimiento
de los lazos de pertenencia al entorno cultural.
En ese sentido, aunque la orientación teórica a la interculturalidad es atractiva, su puesta en marcha
enfrenta obstáculos concretos, siendo uno de ellos la falta de voluntad política para asignar recursos
suficientes que permitan desarrollar materiales específicos, formar al cuerpo docente y adecuar las
infraestructuras escolares. Otro desafío surge de la resistencia de ciertos sectores sociales que perciben
la interculturalidad como una amenaza a la cohesión nacional o como un retroceso frente a los
parámetros internacionales de calidad educativa. Adicionalmente, el cambio de mentalidad en los
equipos directivos y en parte del profesorado no se logra con rapidez, ya que muchos profesionales han
sido formados bajo una visión tradicional de la docencia, en la que la uniformidad de criterios se
entiende como un factor de equidad, por lo que para transformar estas concepciones requiere procesos
de sensibilización, reflexión colectiva y experiencia práctica que demuestre la factibilidad de un modelo
de enseñanza intercultural.
Por otro lado, la consolidación de una educación intercultural y contextualizada se perfila como un
camino ineludible para afrontar la creciente complejidad y diversidad que caracterizan a las sociedades,
sobre la base del intercambio constante de información y la movilidad humana han incrementado la
heterogeneidad cultural en casi todos los rincones del planeta.
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Ante este panorama, el modelo tradicional de enseñanza basado en la estandarización de contenidos y
en la pasividad de los estudiantes, presenta limitaciones notorias para el desarrollo pleno de las personas
y para el entendimiento mutuo entre grupos que comparten un mismo espacio. Es preciso entonces, la
reivindicación de saberes tradicionales, como los de los pueblos indígenas como parte esencial de este
proceso de cambio, para abrir la posibilidad de enlazar las experiencias de los estudiantes con los
contenidos académicos, de modo que el aprendizaje sea más relevante, significativo y coherente con la
realidad.
Por otra parte, la interculturalidad invita a replantearse la función de la escuela como institución que
vela por el fortalecimiento de la formación docente, la dotación de recursos apropiados y el impulso a
la investigación en torno a la interculturalidad y la contextualización educativa son aspectos que deben
converger para que los cambios no se limiten al discurso. Se precisa una visión de largo plazo, capaz
de superar las lógicas cortoplacistas que buscan resultados inmediatos en pruebas estandarizadas,
olvidando el papel integral que desempeña la educación en la vida de cada sujeto, donde se requiere de
la articulación de voluntades entre sectores públicos, privados y comunitarios, promoviendo la
participación de todos los involucrados en la elaboración de las políticas y en la ejecución de los
proyectos.
En síntesis, la diversidad cultural es un elemento que coexiste y dinamiza las prácticas sociales; la
escuela, como escenario formador de subjetividades, debe reconocer y potenciar esa diversidad
mediante la construcción de currículos pertinentes y adaptados al entorno en el que se desarrollan, donde
lejos de constituir una cuestión secundaria, la incorporación de los saberes locales y la adecuación de
la enseñanza a las condiciones particulares de cada comunidad enriquecen la formación de la persona y
le otorgan un sentido de pertenencia indispensable para su desarrollo social y personal.
CONCLUSIÓN
La educación intercultural es muy importante en cualquier escenario escolar, donde se debe buscar un
entendimiento consciente de este concepto en el colectivo de las instituciones educativas, maestros y
estudiantes, de manera que sea posible concebir un marco de oportunidades desde la articulación entre
teoría y práctica, para que enseñar en diferentes contextos sea necesariamente para vivenciar la
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interacción cultural, y desde allí, mejorar los procesos sociales que nacen en el salón de clases con
estudiantes muy diferentes que puedan reconocerse como iguales en el escenario comunitario.
Entiéndase que, de forma conclusiva se allega la idea que la educación intercultural se introduce de
manera integral en las escuelas, se generan entornos que promueven la armonía y la solidaridad,
reduciendo progresivamente el racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación. Además, estos
entornos permiten que los jóvenes adquieran habilidades para el diálogo, la mediación y la resolución
de conflictos, competencias que resultarán fundamentales para su inserción en un mundo en el que las
fronteras geográficas y culturales son cada vez más difusas. Por todo ello, la educación intercultural
debe considerarse un componente esencial de la formación ciudadana del presente y del futuro.
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