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Uno de los cuentos favoritos de nuestra selección, debido a su construcción, estructura, trama y
desenlace, es el cuento de “Una flor amarilla” de Julio Cortázar. Pues, a diferencia de los anteriores,
este cuento resulta ser menos literal, y más interpretativo. Atiene a la demanda de la literatura por
encontrar nuevas formas de comunicación y no deja escapar una gran sensibilidad entre sus líneas.
Un hombre en un bar, le narra a nuestro protagonista la historia de su desgracia. Al subirse una tarde a
un colectivo, se dio cuenta que había un joven que le recordaba mucho a él cuando era adolescente. Al
seguirlo hasta su casa y adentrarse en su vida, poco a poco descubre qué es una versión reencarnada de
sí mismo. Una especie de falla en la matrix, pues si las reencarnaciones son reales, este debía nacer
cuando el narrador muriera, y no ser contemporáneos. Con el paso del tiempo se va dando cuenta que
el pobre joven está condenado a tener la misma vida miserable que él tuvo, y sin poder hacer nada para
evitarlo, el día que el joven enferma de gravedad, el hombre del bar se ofrece a cuidarlo para asegurarse
que no viviera más de lo que debía. Pero ahí no termina la historia, a pesar de haber “asesinado” a su
yo del futuro, y tener la satisfacción de haberlo ayudado, un día, caminando por la calle, voltea a ver
una flor amarilla, una flor que le parece hermosa y que le recuerda los pequeños detalles por los que
vale la pena vivir, entonces, se arrepiente.
A pesar de no ser un suicidio convencional, el asesinar a su yo reencarnado para que no padezca los
males que él padeció, y para que no tenga la misma vida de angustias que él, podemos considerarlo
como un “asesinato hacia sí mismo”. Por algún momento llegó a considerarse incluso como el único
hombre mortal, ya que con él terminaba su ciclo de reencarnaciones.
Desde una perspectiva ética kantiana podemos decir que este hombre se ve a sí mismo como un medio
y no como un fin en sí mismo, por lo cual, al no poderse sentir digno de la vida, no puede reconocer la
dignidad en los demás y los utiliza como medio. Carece del imperativo práctico. Pero al asesinarse,
“asesinarse a sí mismo”, si se nos permite la expresión, está en contra de la ley natural de preservar la
especie, por lo tanto, el asesinato no corresponde con el imperativo categórico kantiano. Además, al ser
la libertad una condición de posibilidad para transformar el orden natural de las cosas, el hombre del
bar, utiliza esa libertad sin responsabilidad y sin asumir la consecuencia de sus actos, hasta que es
demasiado tarde.