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Para que las personas supieran cuándo les llamaban o cuándo debían acudir a responder, el barrio ideó
un canal propio: un altoparlante instalado en el salón comunal, desde el cual se hacía un llamado que
resonaba por toda la montaña. “¡Doña Luz Marina! ¡Tiene llamada!”, gritaba con voz clara don Pablo
Moreno, el vecino que asumió el rol de locutor comunitario, conectando voces, afectos y redes de
cuidado. Don Pablo fue, en palabras del barrio, el primer mirador sonoro, cuyo rol no solo era funcional,
sino profundamente simbólico.
Ver televisión también fue, en sus inicios, un privilegio compartido. Los niños se organizaban por
cuadras y se reunían en las casas donde había televisor. Era frecuente ver parches (grupos de niños)
congregados frente a una novela, una película o un noticiero, y luego comentar lo visto al día siguiente.
Estos encuentros no eran solo recreativos: eran espacios de socialización, aprendizaje y construcción
cultural colectiva. En palabras de Debord (1999), “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino
una relación social entre personas, mediatizada por imágenes” (p. 14). En ese entonces, mirar juntos no
era un acto pasivo: era una forma de pensar el mundo desde lo audiovisual y desde lo compartido.
Con el tiempo, la incorporación de nuevas tecnologías trajo consigo nuevas brechas. Tras la
generalización del acceso al teléfono, comenzó una nueva etapa: la de la interacción en red. Al principio,
solo unos pocos contaban con dispositivos adecuados y conocimientos técnicos. Las personas mayores,
especialmente, mostraban cierta resistencia a abandonar sus celulares básicos, conocidos popularmente
como la flecha. Sin embargo, con paciencia, humor y acompañamiento, no solo adoptaron el
smartphone, sino que se apropiaron de él, integrándolo a sus rutinas cotidianas como una nueva forma
de comunicarse, cuidar y estar presentes.
Es particularmente revelador cómo los adultos mayores convirtieron WhatsApp en un medio afectivo y
de cuidado del otro. Las cadenas de mensajes religiosos, los saludos matutinos y las oraciones
compartidas no fueron simples reenvíos: fueron tejidos de ternura, consuelo y presencia. Además, esta
población ha privilegiado el uso del mensaje de voz por encima de la escritura, transformando el canal
digital en una extensión oralizada del cuerpo.
Así, la tecnología no homogeneizó: fue resignificada en clave generacional y territorial. Como advierte
Zuboff (2019), “lo que se ofrece como una experiencia personalizada es en realidad una arquitectura de