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LA NATURALEZA EN EL INFORME FINAL
DE LA COMISIÓN DE LA VERDAD: DE
VÍCTIMA A SUJETO DE DERECHOS Y
AGENTE PARA LA CONSTRUCCIÓN DE PAZ
NATURE IN THE FINAL REPORT OF THE TRUTH
COMMISSION: FROM VICTIM TO SUBJECT OF RIGHTS
AND AGENT FOR PEACEBUILDING
Erica Rojas Castellanos
Universidad del Valle
pág. 635
DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v9i5.19718
La naturaleza en el Informe Final de la Comisión de la Verdad: De víctima
a Sujeto de Derechos y Agente para la Construcción de paz
Erica Rojas Castellanos
1
erojasc@javerianacali.edu.co
https://orcid.org/0009-0004-2116-7368
Universidad del Valle
RESUMEN
El artículo analiza cómo el Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia (CEV, 20172022)
incorporó a la naturaleza como actor del conflicto y de la paz. Desde un enfoque cualitativo
hermenéutico (con apoyo de ATLAS.ti y conteos léxicos), el estudio identifica seis roles que el Informe
atribuye a la naturaleza: ctima silenciada, escenario/botín de guerra, testigo y agente de memoria,
sanadora y agente de paz, sujeto de derechos y Madre Tierra/ser sagrado. Muestra que disputas por tierra
y recursos, economías ilegales y atentados a infraestructura generaron daños ecológicos masivos
(deforestación, contaminación, rdida de biodiversidad). La CEV enlaza estas verdades con el
constitucionalismo ecológico (Atrato y Amazonía como sujetos de derechos) y con cosmovisiones
étnicas que conciben el territorio como cuerpo colectivo. El artículo concluye que una paz socio-
ecológica exige reparar ecosistemas, proteger defensores ambientales, fortalecer la gobernanza
comunitaria y alinear la implementación del Acuerdo de Paz con los derechos de la naturaleza,
integrando iniciativas locales (agroecología, guardianes del agua/bosques) y educación para la paz
ambiental.
Palabras clave: paz con la naturaleza, comisión de la verdad (CEV) derechos de la naturaleza , víctima
no humana, memoria biocultural, construcción de paz ambiental
Autor principal
Correspondencia: erojasc@javerianacali.edu.co
pág. 636
Nature in the Final Report of the Truth Commission: From Victim to
Subject of Rights and Agent for Peacebuilding
ABSTRACT
This article examines how Colombia’s Truth Commission Final Report (2017–2022) brings nature into
the heart of both conflict analysis and peacebuilding. Using a qualitative, hermeneutic approach
(supported by ATLAS.ti and lexical counts), it maps six roles attributed to nature: silenced victim, war
stage/spoils, witness and memory agent, healer and peace agent, rights-bearing subject, and Mother
Earth/sacred being. The report documents extensive ecological harmdeforestation, river
contamination, biodiversity lossdriven by land/resource disputes, illicit economies, and attacks on
energy infrastructure. It connects historical truth with eco-constitutional jurisprudence (e.g., Atrato
River and the Amazon as rights-holders) and with Indigenous and Afro-descendant cosmologies that
treat territory as a living body. The article argues for a socio-ecological peace agenda: ecological
restoration as reparation, protection of environmental defenders, stronger community-led governance,
and alignment of peace implementation with rights of nature, leveraging local initiatives (agroecology,
water/forest guardians) and environmental peace education.
Keywords: peace with nature, truth commission (CEV) rights of nature, non-human victim, biocultural
memory, environmental peacebuilding
Artículo recibido 22 agosto 2025
Aceptado para publicación: 25 septiembre 2025
pág. 637
INTRODUCCIÓN
El conflicto armado interno de Colombia (19602016) dejó profundas huellas en la sociedad y en los
territorios. Tradicionalmente, los análisis de este conflicto han enfatizado causas político-ideológicas,
dinámicas de violencia entre actores armados y costos humanos en términos de vidas perdidas,
desplazamientos y violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, una dimensión por mucho tiempo
subestimada es el impacto ambiental del conflicto y el papel que la naturaleza ha jugado tanto como
escenario de la guerra como en la construcción de la paz. En el contexto del Acuerdo Final de Paz
firmado en 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC-EP que creó el Sistema Integral de Verdad,
Justicia, Reparación y No Repetición incluyendo a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad
(CEV) emergió con fuerza la noción de “paz con la naturaleza”, entendida como la integración de
consideraciones ecológicas en la consolidación de la paz (Jiménez-Bautista, 2019; Castro, 2022). Esta
perspectiva reconoce que en un país mega-diverso como Colombia, la reconciliación nacional implica
también recomponer la relación entre las comunidades humanas y los ecosistemas afectados por la
guerra. En otras palabras, no puede haber una paz sostenible si se ignora el daño ecológico acumulado
durante décadas de confrontación armada (Galtung, 1990; Jiménez Bautista, 2021).
Un desarrollo novedoso en este sentido es el Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia
(20172022), titulado Hay futuro si hay verdad, el cual incluyó explícitamente a la naturaleza dentro de
su relato sobre el conflicto armado. La CEV, encargada de esclarecer las causas, dinámicas y
consecuencias del conflicto, incorporó un capítulo ambiental y múltiples testimonios que resaltan cómo
la guerra impactó bosques, ríos, montañas y seres no humanos (Comisión de la Verdad [CEV], 2022a,
2022b). En un giro sin precedentes, el Informe Final reconoce a la naturaleza como víctima silenciada
del conflicto, como testigo que “guardó” memoria de los hechos violentos, como botín o escenario
disputado por los actores armados, e incluso como sujeto de derechos emergente a proteger. Esta visión
amplia el concepto tradicional de víctima más allá de la esfera humana e introduce consideraciones
éticas y legales innovadoras: por ejemplo, se menciona el “dolor de la naturaleza” y se pregunta si éste
constituye una forma de verdad histórica (CEV, 2022b). También se alude a jurisprudencias recientes
en Colombia que otorgan derechos a ecosistemas (como el río Atrato o la Amazonía), articulando la
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verdad histórica con un constitucionalismo ecológico de vanguardia (Corte Constitucional de Colombia,
2016; Corte Suprema de Justicia de Colombia, 2018).
Desde el punto de vista académico, la inclusión de la naturaleza en un ejercicio de justicia transicional
y memoria histórica plantea preguntas importantes. Los campos de los estudios de paz y la justicia
transicional tradicionalmente se han enfocado en las relaciones sociales humanas la reconciliación
entre grupos, la reparación a víctimas humanas y las reformas institucionales, mientras que la justicia
ambiental ha corrido por vías paralelas, ocupándose de conflictos ecológicos y derechos de las
comunidades frente al extractivismo (Gudynas, 2017; González, 2018). Existe, por tanto, un vacío en la
intersección de estos campos: ¿cómo integrar la dimensión ecológica en la construcción de paz luego de
un conflicto armado prolongado? ¿De qué manera el reconocimiento de la naturaleza en procesos de
verdad y reparación puede enriquecer tanto la justicia transicional como la transformación de conflictos
socioambientales? Este artículo busca aportar a ese incipiente diálogo interdisciplinar, analizando
específicamente cómo el Informe Final de la CEV representó y resignificó a la naturaleza, y qué
implicaciones tiene ello para repensar la paz en términos socio-ecológicos.
En suma, la pregunta orientadora de este estudio es: ¿Cómo se representa y resignifica la naturaleza en
el Informe Final de la Comisión de la Verdad en Colombia y qué implicaciones tiene esto para los
estudios de paz? Abordar esta pregunta es relevante por varias razones. En primer lugar, Colombia
ofrece un caso pionero de incorporación de la temática ambiental en un mecanismo de verdad
posconflicto, lo que puede servir de referente para otros países en transición (Ide, 2020; Dresse et al.,
2019). En segundo lugar, profundizar en esta experiencia contribuye a los debates emergentes sobre
“Environmental Peacebuilding” o construcción de paz ambiental, que exploran cómo la gestión
cooperativa del medio ambiente puede ayudar a consolidar la paz (Conca & Dabelko, 2002; Swain &
Öjendal, 2018; Johnson et al., 2021). Finalmente, este análisis arroja luz sobre las transformaciones
epistemológicas necesarias para una paz sostenible: implica reconocer múltiples cosmovisiones (Santos,
2014; Escobar, 2016) y ampliar el círculo de la empatía y la justicia para incluir a los ecosistemas
(Lederach, 1997; Shiva, 2005). A continuación, se describe la metodología empleada, seguida de la
presentación y discusión de resultados en seis ejes temáticos, y se concluye con reflexiones sobre los
aportes y desafíos de construir una paz con la naturaleza en Colombia.
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METODOLOGÍA
Este estudio se desarrolló con un enfoque cualitativo de tipo hermenéutico-interpretativo,
complementado con elementos mixtos de análisis de contenido. La base empírica principal es el Informe
Final de la Comisión de la Verdad (CEV) y sus componentes relevantes: en particular, el tomo
testimonial titulado Cuando los pájaros no cantaban. Historias del conflicto armado en Colombia
(CEV, 2022b), el Capítulo Étnico denominado La Colombia profunda: étnica y campesina (CEV,
2022c), y secciones transversales relacionadas con ambiente, territorio y conflicto (incluyendo el
capítulo específico Naturaleza, territorio y conflicto del Informe). Estos textos constituyen el corpus de
análisis, pues en ellos la Comisión incorporó testimonios y reflexiones vinculando naturaleza y guerra.
Adicionalmente, se revisaron documentos jurídicos clave (sentencias de altas cortes colombianas sobre
derechos de la naturaleza) y bibliografía académica pertinente, con el fin de triangular la interpretación
de los hallazgos de la CEV con marcos conceptuales y contextos más amplios (Denzin & Lincoln, 2018).
El procedimiento metodológico constó de varias etapas. Primero, se realizó una lectura analítica del
Informe Final de la CEV, identificando todas las secciones donde se mencionan elementos naturales
(por ejemplo, agua, río, montaña, bosque, selva, animales). Se empleó el software de análisis cualitativo
ATLAS.ti para realizar una codificación temática de estas menciones, agrupándolas inicialmente en
categorías descriptivas. Paralelamente, se utilizó la herramienta de análisis textual Voyant Tools para
obtener visualizaciones de frecuencia de términos ambientales en el texto, lo que ayudó a corroborar
qué elementos naturales tenían mayor presencia. Los términos más frecuentes resultaron ser agua,
bosque, río, tierra y selva, evidenciando que los cuerpos de agua y los ecosistemas forestales son
centrales en la narrativa testimonial de la Comisión. Una vez identificadas las secciones relevantes, se
clasificaron las referencias a la naturaleza según los roles o representaciones atribuidas en el discurso
del Informe. Estas categorías analíticas derivadas inductivamente pero informadas por la literatura
incluyeron: (1) naturaleza como víctima del conflicto, (2) naturaleza como botín o escenario de disputa,
(3) naturaleza como testigo (agente de memoria) de la guerra, (4) naturaleza como sanadora (agente de
paz y resiliencia), (5) naturaleza como sujeto de derechos, y (6) naturaleza como Madre Tierra o ser con
significado sagrado. Cada fragmento relevante del texto fue codificado en una o más de estas categorías.
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La estrategia interpretativa fue de tipo hermenéutico: se buscó comprender el significado de estas
representaciones de la naturaleza dentro del contexto del relato de la CEV y a la luz de los marcos
teóricos sobre paz, ambiente y cultura. Para ello, se articularon varias perspectivas. Desde los estudios
de paz, se retomaron nociones como la paz positiva (Galtung, 1969) y la transformación de conflictos
(Lederach, 1997) para evaluar cómo la incorporación de la dimensión ecológica amplía la noción de
paz. Desde la justicia ambiental y ecológica, se recurr a conceptos de ecocidio, derechos de la
naturaleza (Gudynas, 2020; Boyd, 2021) y justicia transicional ambiental (Jaramillo & Rojas, 2022)
para interpretar las implicaciones jurídicas y éticas de tratar a la naturaleza como víctima/sujeto.
Adicionalmente, las cosmovisiones indígenas y afrodescendientes fueron analizadas a través del prisma
de las epistemologías del Sur (Santos, 2014; Escobar, 2016), entendiendo que la Comisión dio cabida a
narrativas no occidentales sobre la relación sociedad-naturaleza. La triangulación se complementó con
la revisión de jurisprudencia colombiana (Corte Constitucional de Colombia, 2016; 2020; Corte
Suprema de Justicia, 2018) y estudios de caso nacionales sobre conflictos ambientales (González, 2018;
Correa & Barreto, 2019), para situar los hallazgos del Informe en un panorama más amplio.
Cabe destacar que, dado el carácter cualitativo de la investigación, no se buscó cuantificar
exhaustivamente cada tipo de daño o mención ambiental, sino interpretar el significado de estas
narrativas en torno a la naturaleza. No obstante, la complementariedad de técnicas (lectura contextual,
codificación y análisis de frecuencias) permitió reforzar la confiabilidad de los resultados mediante la
convergencia de evidencia (Patton, 2015). Por ejemplo, si la codificación cualitativa resaltó la categoría
“naturaleza víctima”, el análisis de palabras mostró términos asociados como “dolor”, “herida” o
“destrucción” frecuentemente vinculados a bosques y ríos, lo que valida esa interpretación. Finalmente,
para presentar los hallazgos de manera clara, se optó por organizarlos en seis sub-secciones temáticas
(3.1 a 3.6) que corresponden a los roles de la naturaleza identificados. En la Tabla 1 a continuación se
sintetizan estas categorías analíticas antes de profundizar en cada una en la sección de resultados.
Tabla 1. Roles atribuidos a la naturaleza en el Informe Final de la CEV (Colombia, 2022).
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Rol de la
naturaleza
Descripción según el Informe Final de la CEV
Víctima
silenciada
Sufre daños directos por el conflicto (ecosistemas arrasados, fauna y flora diezmadas),
pero su dolor suele pasar inadvertido en las narrativas tradicionales. El Informe la
visibiliza como sujeto que padece y merece verdad y reparación.
Escenario y
botín de guerra
Espacio físico estratégico disputado por actores armados para ventajas tácticas o
económicas. Incluye recursos naturales explotados para financiar la guerra (p.ej.,
minerales, cultivos ilícitos) y territorios utilizados como rutas o refugios militares.
Testigo y
agente de
memoria
Presencia que atestigua la violencia: la naturaleza “guarda” huellas del conflicto
(árboles con balas, ríos con cuerpos). Comunidades interpretan que el entorno narra lo
ocurrido a través de cambios (silencio de aves, ríos contaminados), convirtiéndose en
depositario de memoria histórica.
Sanadora /
Agente de paz
Fuente de resiliencia y consuelo post-conflicto. La interacción con la naturaleza
(restaurar un bosque, cultivar la tierra, rituales en lugares sagrados) ayuda a sanar
traumas humanos. Implica que la naturaleza puede participar activamente en la
rehabilitación psicosocial y la reconciliación.
Sujeto de
derechos
Considerada titular de derechos legales propios (derecho a existir y regenerarse). El
Informe hace referencia a sentencias que reconocen ríos y ecosistemas como sujetos
jurídicos, y aboga por proteger la integridad ecológica como parte de la no repetición.
Madre Tierra /
Ser sagrado
Vista desde cosmovisiones indígenas/afro como entidad viva, con espíritu y agencia,
parte de una comunidad de vida. La guerra es entendida también como agravio
espiritual a la Madre Tierra. Requiere un relacionamiento basado en respeto,
reciprocidad y equilibrio, integrando saberes ancestrales en la construcción de paz.
Fuente elaboración propia, 2025.
RESULTADOS Y DISCUSIÓN
Naturaleza en disputa: raíces del conflicto y explotación bélica del entorno
Uno de los primeros reconocimientos que hace la Comisión de la Verdad es que la naturaleza estuvo en
el centro de las causas y dinámicas de la guerra colombiana, y no únicamente como telón de fondo. En
la presentación del volumen testimonial, la CEV señala que la naturaleza “no solo fue un escenario de
operaciones y la causa de la confrontación, sino que también sufrió afectaciones por la guerra” (CEV,
2022b). Esta afirmación sintetiza tres dimensiones clave: la naturaleza como escenario (espacio donde
ocurrió el conflicto), como causa o factor que motivó y financió la confrontación, y como víctima
(sección 3.2). Enfocándonos primero en la naturaleza como causa y escenario de disputa, se evidencia
que muchos de los factores estructurales del conflicto armado en Colombia fueron de índole ambiental
o agrario. Por ejemplo, la tenencia y uso de la tierra particularmente la concentración latifundista de
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tierras fértiles ha sido largamente señalada como una causa histórica de la violencia (CEV, 2022a).
Detrás de la lucha por la tierra subyace también la pugna por los recursos naturales asociados a esos
territorios: suelo fértil, agua, bosques maderables, minerales y petróleo. La CEV resalta que disputas no
resueltas por la tierra y la riqueza natural alimentaron el conflicto, en línea con lo que la literatura
denomina conflictos ecológico-distributivos (Martínez-Alier, 2002; González, 2018). En otras palabras,
la guerra colombiana no se debió solo a ideologías, sino también a la búsqueda y apropiación violenta
de la riqueza ecológica del país.
Un ejemplo ilustrativo es el papel del narcotráfico en la prolongación del conflicto, tema destacado en
el Informe Final. La economía ilegal de las drogas tuvo un fuerte componente ambiental: la siembra
extensiva de hoja de coca se concentró en zonas selváticas de la Amazonía y otras regiones biodiversas,
implicando deforestación masiva para abrir espacio a cultivos ilícitos, construcción de laboratorios y
pistas clandestinas en plena selva, y contaminación de ríos por el vertido de químicos usados en el
procesamiento de cocaína. Adicionalmente, la respuesta del Estado al narcotráfico incluyó la fumigación
aérea con glifosato sobre extensas áreas (más de 1,3 millones de hectáreas asperjadas durante la “guerra
contra las drogas”), lo que causó grave desequilibrio ecológico y afectó cultivos legales, bosques y
fuentes de agua. Estas tácticas convirtieron territorios campesinos y selváticos en verdaderos “campos
de batalla químico-biológicos”, según describe la CEV, con suelos envenenados y biodiversidad
diezmada. Desde la perspectiva de estudios globales, Colombia ejemplificó cómo recursos ilícitos y
conflictos armados se entrelazan con el entorno: la abundancia de selvas remotas facilitó economías
ilegales que financiaron la guerra, mientras que las estrategias antinarcóticos generaron ecocidios
colaterales (Homer-Dixon, 1999; Ide, 2015).
Otro componente central fue la explotación de recursos minerales y energéticos en contextos de guerra.
El Informe Final documenta cómo grupos guerrilleros como el ELN atacaron repetidamente la
infraestructura petrolera se registraron cientos de voladuras de oleoductos con el doble propósito de
golpear intereses económicos del Estado y presionar negociaciones. Si bien estas acciones buscaban
objetivos político-militares, sus consecuencias ambientales fueron desastrosas: enormes derrames de
crudo contaminaron ríos, suelos y selvas, provocando incendios en cuerpos de agua y privando de agua
potable a comunidades rurales. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ha estimado que en regiones
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como el Catatumbo y Putumayo, estas prácticas pusieron en riesgo la subsistencia de decenas de miles
de personas por la destrucción de sus medios de vida y entornos saludables (JEP, citado en CEV, 2022b).
La Comisión califica estos actos como grave daño ambiental, señalando que constituyeron ofensivas
simultáneas contra la naturaleza y la población civil –lo que algunos autores denominan “ecocidio” dado
su carácter de destrucción deliberada de ecosistemas (Correa & Barreto, 2019). Así, el petróleo y otros
recursos adquirieron el doble rol de botín y blanco de guerra, situando a la naturaleza en el centro de la
economía política del conflicto (Klare, 2001).
De igual forma, la CEV evidencia que numerosos territorios ricos en biodiversidad se convirtieron en
bastiones estratégicos de actores armados por razones tanto geográficas como económicas. Por ejemplo,
cordilleras boscosas y selvas de difícil acceso (Chocó, Amazonía, Serranía de la Macarena, etc.) ofrecían
refugio natural y, a la vez, oportunidades de explotación ilegal: cultivos de uso ilícito bajo el dosel
amazónico, minería aurífera en ríos remotos, tala de maderas preciosas y contrabando de biodiversidad.
Grupos paramilitares y guerrillas se disputaron intensamente corredores donde abundaban estos
recursos, financiando sus operaciones mediante el saqueo ambiental. Un caso documentado es el auge
de la minería ilegal de oro en el nordeste de Antioquia y el Pacífico durante los 2000, que proveyó
ingresos tanto a paramilitares como a guerrillas a costa de ríos contaminados con mercurio y
comunidades étnicas desplazadas (González, 2018). Esta convergencia de ambición económica y
estrategia militar ilustra lo que Martínez-Alier (2002) describe como la “economía ecológica de la
guerra”: el metabolismo de la guerra se alimenta de la extracción intensiva de la naturaleza, dejando una
estela de destrucción ambiental. Al mismo tiempo, aquellos territorios ambientalmente valiosos pero sin
recursos explotables (por ejemplo, páramos remotos de alta montaña) a veces quedaron al margen de la
disputa armada, sirviendo incluso de refugio para civiles desplazados lo que refuerza la idea de la
naturaleza como actor que moduló la geografía del conflicto.
En síntesis, la geopolítica interna del conflicto armado colombiano estuvo atravesada por lo ambiental.
La Comisión de la Verdad corrobora que la guerra no puede entenderse al margen de la disputa por la
tierra y los recursos naturales: “la naturaleza fue causa de la confrontación” (CEV, 2022b). Esto implica
reconocer que las raíces del conflicto incluyeron injusticias en el acceso a tierras fértiles, inequidad en
la distribución de beneficios ambientales y el interés por controlar economías extractivas (Restrepo &
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Pardo, 2018). Reconocer este componente ecológico de las causas del conflicto es fundamental para la
paz, pues sugiere que en la agenda de no-repetición deben incluirse medidas como la reforma agraria,
la regulación estricta de la minería y el narcotráfico en áreas ambientalmente sensibles, y la protección
de zonas de alta biodiversidad (CEV, 2022a, Hallazgos). De hecho, la Comisión recomienda
explícitamente transversalizar la justicia ambiental en las políticas públicas del posconflicto,
argumentando que atender los conflictos socio-ambientales latentes es condición para evitar nuevas
violencias (CEV, 2022a; González, 2018). Esta visión enlaza con la noción de peacebuilding ambiental
propuesta por autores internacionales: la mitigación de disputas ecológicas y la gobernanza equitativa
de los recursos naturales forman parte integral de consolidar una paz duradera (Ide, 2020; Dresse et al.,
2019).
La naturaleza como víctima silenciada del conflicto armado
Además de ser escenario y factor de la guerra, la CEV da un paso audaz al afirmar que la naturaleza
misma fue víctima del conflicto armado. Este reconocimiento representa uno de los aportes s
innovadores y emotivos del Informe Final, ya que expande la noción de víctima más allá de los seres
humanos (CEV, 2022b). Tradicionalmente, en el discurso de derechos humanos y de justicia
transicional, las víctimas se definen como personas (individuos o colectivos) que han sufrido violaciones
graves. En contraste, la Comisión influenciada por nuevas tendencias de justicia transicional y por las
voces de comunidades locales propone que los ecosistemas y seres no humanos también padecieron un
daño injusto durante la guerra y merecen ser visibilizados. En el capítulo testimonial se formula
explícitamente la pregunta: “¿El dolor de la naturaleza es una forma de verdad?, a lo que el propio
texto responde: “Sí, si aceptamos que los bosques o los manglares tienen un sentir que hemos
despreciado. Aceptar ese dolor nos permite relacionarnos con la naturaleza como víctima, testigo de
su sufrimiento y del de los demás que convivían con ella” (CEV, 2022b). Esta potente cita en estilo
casi poético muestra cómo la Comisión adopta un lenguaje novedoso para nombrar a la naturaleza
como víctima y testigo a la vez. Se personifica a la naturaleza como un ser capaz de sentir dolor, cuyo
sufrimiento ha sido ignorado, invitando a la sociedad a empatizar con ese dolor no humano.
¿Qué implica considerar a la naturaleza una víctima? En términos de justicia transicional, significa que
la naturaleza sufrió daños graves e injustos a causa de acciones humanas en la guerra, y que por tanto
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sería acreedora de verdad, rehabilitación, reparación y garantías de no repetición, análogamente a lo
exigido para las víctimas humanas (Jaramillo & Rojas, 2022). Evidentemente, la naturaleza no puede
acudir a tribunales ni narrar su propia experiencia, por eso se le ha llamado “víctima silenciada”. Pero
la CEV actuó de portavoz ético de esos daños, dotando a la naturaleza de una dignidad moral en su
informe final. Si bien la Comisión no tiene mandato para definir reparaciones, su acto de visibilizar el
sufrimiento ambiental es en una forma de reparación simbólica: reconoce que bosques, ríos, montañas
y animales fueron atravesados por la violencia y merece la pena contar su historia en el relato nacional.
Los daños ambientales del conflicto armado colombiano fueron de gran magnitud, y el Informe Final
los documenta bajo la idea de una “naturaleza herida(CEV, 2022a, tomo de Hallazgos). Entre los
ejemplos concretos recopilados por la Comisión (CEV, 2022b; 2022d) se destacan: la deforestación
masiva de selvas para cultivos ilícitos y ganadería extensiva (especialmente tras desplazar campesinos,
cuando actores ilegales usurparon tierras y talaron bosques); la contaminación de aguas y suelos debido
a derrames de petróleo por atentados a oleoductos, vertido de químicos de narcotráfico en ríos, residuos
tóxicos de armamento (metralla, explosivos, minas antipersonales) e incluso por la acumulación de
cadáveres en ríos y quebradas tras masacres; el uso de agentes químicos como arma, destacando de
nuevo las fumigaciones con glifosato que “han secado todo” según testimonios, acabando con cultivos
nativos y envenenando ecosistemas enteros; los bombardeos aéreos que causaron incendios forestales y
cráteres en la tierra más allá de los objetivos militares; la pérdida de fauna por la guerra, con especies
locales diezmadas o desplazadas al punto que en algunas zonas “los pájaros dejaron de cantar” tras
años de combates, según relatan campesinos (CEV, 2022b). Cada uno de estos daños materiales al
ambiente es presentado no solo como “efectos colaterales” sino como agravios en mismos,
reconociendo intrínsecamente el valor de la vida no humana y la interdependencia con las comunidades.
Un aspecto revelador es cómo la CEV combina datos duros con testimonios sensibles para transmitir la
dimensión del daño ecológico. Por ejemplo, incluye cifras alarmantes de hectáreas deforestadas y litros
de químicos vertidos, pero también recoge la voz de quienes describen que “el monte tiene secretos de
dolor... su vegetación no es la misma cuando nos cuenta el dolor(testimonio citado en CEV, 2022b).
Así, la devastación ecológica no se comunica únicamente en términos técnicos, sino como una pérdida
sentida culturalmente: un monte arrasado equivale a un silencio o a un vacío en la memoria de la
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comunidad. Este enfoque enlaza con la idea de memoria biocultural (Toledo & Barrera-Bassols, 2009),
donde el entorno natural lleva impresas las memorias de un pueblo. La naturaleza herida es, entonces,
parte del trauma colectivo.
Las implicaciones de reconocer a la naturaleza como víctima son profundas para la justicia transicional
y la construcción de paz. Por un lado, se amplía el campo de la reparación: ya no se trata solo de reparar
a personas y comunidades, sino de considerar la reparación ecológica como parte integral de la sanación
posconflicto. De hecho, se han planteado propuestas de justicia ambiental transicional que incluyen
restaurar ecosistemas dañados por la guerra y compensar de alguna forma esas pérdidas (Jaramillo &
Rojas, 2022; Martínez, 2023). En Colombia, la JEP ha empezado a recibir informes técnicos sobre
afectaciones ambientales en contextos de conflicto (CENSAT, 2022), un paso inicial para incorporar
estos temas en los procesos judiciales de verdad y responsabilidad. Por otro lado, este reconocimiento
invita a una reflexión ética: si aceptamos a la naturaleza como víctima, ¿qué obligaciones emergen? La
Comisión sugiere algunas en sus recomendaciones, por ejemplo, la protección urgente de líderes
ambientales (quienes han actuado como “defensores” de esa víctima), la inclusión del enfoque ambiental
en las garantías de no repetición, y la necesidad de reconciliarse también con la tierra dañada (CEV,
2022a). Esto último fue enfatizado por el presidente de la CEV, Francisco de Roux, quien afirmó que
Colombia debe “reconciliarse con la naturaleza que fue herida” tanto como entre los propios
colombianos, conectando la paz con la restauración ecológica (de Roux, 2022, discurso de cierre).
En suma, la naturaleza como víctima silenciada adquiere voz en el Informe Final de la CEV, rompiendo
con una tradición antropocéntrica en los relatos de la guerra. Esta ampliación del concepto de víctima
es coherente con una visión de paz positiva ampliada (Galtung, 1990) donde la ausencia de violencia
directa no basta; es necesario también sanar las violencias estructurales y ecológicas subyacentes.
Autores como Gudynas (2020) y Jiménez-Bautista (2021) sostienen que una paz duradera en contextos
de alta biodiversidad implica reconocer derechos y daños de la naturaleza. Colombia, con este Informe,
da un paso pionero en esa dirección, aunque persisten desafíos enormes para traducir la retórica en
acción: ¿Cómo reparar un bosque arrasado? ¿Cómo “sanar” un río envenenado? Son preguntas abiertas
que deberán enfrentar las instituciones y comunidades en el posconflicto.
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La naturaleza como agente de memoria: paisajes que recuerdan la guerra
Ligada a la noción de naturaleza víctima, pero con matices propios, está la idea de la naturaleza como
testigo y agente de memoria del conflicto armado. Decir que la naturaleza fue testigo significa reconocer
que el entorno natural presenció los hechos de violencia estuvo allí durante masacres, combates,
desplazamientos y que de alguna manera conserva huellas o recuerdos de esos hechos (CEV, 2022b).
Implica también atribuirle a la naturaleza la capacidad de “dar testimonio” de lo ocurrido, ya sea a través
de cambios visibles en el paisaje o mediante la interpretación que las comunidades hacen de señales en
su entorno. Esta noción, que combina elementos literales y simbólicos, ha capturado la imaginación
tanto de académicos como del blico lector del Informe Final por su carácter casi poético y
profundamente filosófico (Villegas & Castrillón, 2020).
El Informe Final desarrolla la idea de la naturaleza testigo principalmente en el tomo testimonial y el
capítulo ambiental. De hecho, algunos apartados llevan títulos sugerentes como “Emisarios de la
naturaleza” o “Diálogos con la naturaleza” (CEV, 2022b), indicando esa interacción entre las voces
humanas y el entorno. Un concepto medular proviene de las cosmovisiones indígenas: la creencia de
que la naturaleza tiene agencia y voz propias, pero son los humanos quienes deben aprender a escucharla
(Escobar, 2014; Latour, 2007). Esto se refleja en la cita mencionada en la sección anterior: al aceptar el
dolor de la naturaleza, podemos relacionarnos con ella como testigo “de su sufrimiento y del de los
demás” (CEV, 2022b). Es decir, la naturaleza atestigua su propio padecimiento y el de las víctimas
humanas que vivían con ella.
La CEV ofrece ejemplos concretos y muy vívidos de cómo la naturaleza “recuerda” la guerra en la
memoria colectiva:
Árboles con cicatrices de bala: Campesinos narraron que, tras tiroteos en sus fincas, encontraron árboles
con metralla y balas incrustadas en sus troncos. Esos árboles literalmente llevan la memoria física del
enfrentamiento. Un testigo señaló un viejo árbol con agujeros de bala diciendo que “ese árbol vio cómo
mataron gente allí y aún guarda esos recuerdos” (citado por CEV, 2022b, paráfrasis). El árbol se
convierte así en un testigo silencioso que no olvida, una suerte de “archivo viviente” de la violencia.
El o que habla la verdad: En varias regiones, los ríos fueron usados macabramente para desaparecer
cuerpos de víctimas (lanzándolos corriente abajo). Comunidades del Cauca, Putumayo y Antioquia
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relataron que “el río nos fue contando lo que pasó”, pues días después de una masacre los cadáveres
aparecían río abajo, o los peces morían por la sangre envenenando el agua. En el emblemático caso del
río Atrato (Chocó), la gente decía: “El río, que era vida, lo convirtieron en un cementerio”, porque en
su cauce aparecieron innumerables víctimas del conflicto. Esta frase fue rescatada en el Informe Final
(y de hecho tituló un artículo de Villegas & Castrillón, 2020) para ilustrar cómo el río testimonia la
violencia sufrida en su corriente. Incluso se describen rituales comunitarios de duelo donde se “le
pregunta” al río por los desaparecidos, reconociéndolo como un portador de la verdad negada.
El silencio de los pájaros: El propio título del volumen testimonial de la CEV, Cuando los pájaros no
cantaban, alude a un fenómeno observado por muchas comunidades: tras hechos atroces, la naturaleza
enmudecía. En zonas de masacres o bombardeos, desaparecía el canto de las aves y el monte quedaba
silencioso lo que los pobladores interpretaban como señal de que algo terrible había ocurrido. Un
entrevistado recordó que después de una incursión armada “ya no se escuchaba al colibrí ni al ará; ese
silencio era la forma en que la naturaleza nos contaba que estaba de luto(CEV, 2022b, testimonios
combinados). Aquí el silencio deviene testimonio elocuente, una manifestación negativa (ausencia de
sonidos) que comunica pérdida y dolor.
Cambios en el bosque: Un guardabosques relató que un cazador experto sabe cuando “pasó algo anormal
en el monte” por el color o la forma del bosque, percibiendo alteraciones sutiles (p. ej., árboles
quemados, vegetación marchita irregularmente) como mensajes de que ocurrió una tragedia (CEV,
2022b). Esta personificación del monte como mensajero refleja nuevamente la idea de la naturaleza
enviando señales codificadas que los humanos sensibles pueden leer.
Manifestaciones de la tierra: En testimonios de comunidades indígenas y afro se menciona que la
naturaleza protesta frente al agravio. Por ejemplo, que tras la deforestación y violencia, la Madre Tierra
se “queja” con derrumbes, inundaciones u otros fenómenos (CEV, 2022b). Aunque en términos
científicos podríamos explicar que la pérdida de bosque provoca deslizamientos, la expresión
comunitaria es dotar de agencia a la Tierra: “la Madre Tierra protestó”. La Comisión incluye estas
voces sin descalificarlas, dándoles legitimidad testimonial como otra forma de interpretar los hechos.
Desde un punto de vista teórico, esta noción de naturaleza como testigo conecta con el llamado giro
ontológico en ciencias sociales, que cuestiona la separación rígida entre sujetos humanos y objetos
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naturales (Escobar, 2016; de la Cadena, 2015). En ontologías relacionales propias de pueblos indígenas,
afrodescendientes y campesinos, la línea entre humano y no-humano se difumina: humanos, animales,
plantas, espíritus, paisaje, todo está interconectado en una comunidad de vida (Santos, 2014; Viveiros
de Castro, 2010). Desde esa visión, es natural pensar que la naturaleza “dio testimonio” en los relatos
de estas comunidades, porque los testigos humanos incorporaron al ambiente en sus narrativas. Un
ejemplo citado es el de una lideresa afro del Pacífico que dijo: “El manglar conocía nuestros pasos,
nuestras voces... no conocía el paso de la guerra; igual que nosotros, se confundió”. Esta metáfora, en
primera persona plural, equipara la experiencia del manglar con la de la comunidad: ambos eran
inocentes, ninguno entendía la irrupción de la violencia. Aquí la naturaleza deja de ser “el Otro” y
deviene un sujeto colectivo que comparte la memoria del sufrimiento.
Un estudio académico de Villegas & Castrillón (2020) analizó precisamente esta temática. Estos autores
concluyen que la CEV “no tuvo una comprensión homogénea sobre la naturaleza” es decir, presenta
múltiples facetas pero que “la más interesante es la que permite pensar a la naturaleza como testigo
del daño que le han infringido” (Villegas & Castrillón, 2020, p.95). Señalan además que esta
interpretación no es invención de la Comisión, sino que surge de: (i) el carácter relacional de las
ontologías de las comunidades que testificaron, (ii) el carácter político de dichas ontologías (es decir,
reivindicar a la naturaleza como testigo es un acto político de afirmación cultural) y (iii) la idea de que
la naturaleza en sí produce y emite signos, siendo la comunicación una propiedad inmanente de la vida.
En otras palabras, la Comisión de la Verdad recoge un saber local que la naturaleza vio y recuerda y
lo eleva a reconocimiento público, dotándolo de validez política y epistemológica. Este respaldo
académico sugiere que la idea de la naturaleza testigo tiene una profundidad filosófica y ética
importante: nos invita a considerar seriamente los signos del ambiente (desde árboles baleados hasta
silencios) como parte del acervo testimonial que debe integrar la memoria histórica.
En la práctica de la justicia transicional colombiana, esta concepción tuvo manifestaciones simbólicas.
Por ejemplo, la Comisión organizó actos de reconocimiento en sitios naturales afectados, como ríos y
montañas, donde se escuchaban sonidos de la naturaleza junto con relatos humanos, a modo de “relatos
sonoros de la memoria” (CEV, 2022a). Estos actos rituales buscaban honrar tanto a las víctimas
humanas como a la naturaleza herida, y permitían a las comunidades dialogar con el territorio en
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ceremonias de perdón y homenaje. Tales experiencias se acercan a lo que algunos llaman memoria
ambiental o memoria biocultural, donde restaurar un ecosistema o conservar un lugar sagrado se
convierte también en un acto de recordación y reconciliación (Toledo, 2010; Ospina, 2019).
Comunidades en Colombia han emprendido, por ejemplo, jornadas de reforestación conmemorativa
sembrando árboles en honor a víctimas humanas y no humanas, o la construcción de jardines de
memoria donde antes hubo violencia, integrando así la regeneración ecológica con la reparación
simbólica (Hernández Delgado, 2018; Educapaz, 2023).
En conclusión, la naturaleza como agente de memoria en el Informe Final amplía el alcance de la
memoria histórica para incluir a los “no humanos” que sufrieron la guerra. Esta inclusión tiene varias
implicaciones. En lo social, convoca a una empatía ampliada: entender que la guerra empobreció a
Colombia no solo en vidas humanas sino también en patrimonio natural. En lo epistemológico, valida
formas de narrar el pasado que provienen de epistemologías no occidentales, haciendo justicia cognitiva
a comunidades cuya relación con el entorno es parte esencial de su identidad (Santos, 2014). Y en lo
político, refuerza la demanda de reparar los paisajes dañados como parte de la no repetición: los árboles
baleados y los ríos contaminados nos “dicen” que hay heridas pendientes por sanar. Como sugiere
Baquero (2021), incorporar la dimensión ecológica en la memoria colectiva abre camino hacia una ética
del cuidado que abrace a los ecosistemas como parte del tejido social dañado. La memoria ambiental,
por tanto, no es solo contemplación del pasado, sino también una guía para la acción presente en la
reconstrucción territorial posconflicto.
La naturaleza como sujeto de derechos: verdad histórica y constitucionalismo ecológico
Otra innovación destacada del Informe Final de la CEV es cómo conecta la verdad histórica con avances
recientes en el reconocimiento jurídico de la naturaleza como sujeto de derechos. En los últimos años,
Colombia se ha posicionado a la vanguardia del llamado constitucionalismo ecológico, gracias a varias
sentencias judiciales que han otorgado personalidad jurídica o derechos propios a elementos de la
naturaleza (Vélez, 2019; Kauffman & Martin, 2017). La CEV recogió estos desarrollos legales dentro
de su narrativa, sugiriendo que la búsqueda de la verdad y la reconciliación debe articularse con la
implementación de tales derechos ecológicos. En otras palabras, la paz con la naturaleza requiere no
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solo gestos simbólicos, sino también cambios normativos e institucionales que aseguren la protección
de los ecosistemas.
El Informe Final hace referencia explícita a varias sentencias históricas. La más paradigmática es la
Sentencia T-622 de 2016 de la Corte Constitucional de Colombia, que declaró al río Atrato (en el Chocó)
como sujeto de derechos, otorgándole derecho a la protección, conservación y restauración, y
nombrando representantes legales de las comunidades locales para velar por él (Corte Constitucional,
2016). Este fallo, resultado de una tutela interpuesta por comunidades étnicas afectadas por la minería,
marcó un precedente global al reconocer por primera vez un río como entidad con derechos
bioculturales. Le siguieron otras decisiones notables: la Sentencia STC-4360 de 2018 de la Corte
Suprema de Justicia, que reconoció a la Amazonía colombiana como sujeto de derechos en el contexto
de la lucha contra la deforestación (Corte Suprema de Justicia, 2018); la Sentencia T-361 de 2017 sobre
el Páramo de Pisba y la Sentencia T-342 de 2020 sobre el río Atrato (implementación); y la Sentencia
T-294 de 2020, que extendió protección a otro ecosistema estratégico (páramo de Santurbán, relativo a
la preservación del agua). Todas estas decisiones configuran un nuevo marco jurídico donde la
naturaleza es reconocida como portadora de derechos fundamentales un sujeto y no un mero objeto.
La CEV menciona estos hitos jurisprudenciales para subrayar que su propio reconocimiento de la
naturaleza víctima/testigo dialoga con esta evolución legal: verdad y justicia se encuentran en la noción
de dar voz y respeto a la naturaleza.
Este enlace se evidencia en las recomendaciones del Informe Final, que instan a alinear las garantías de
no repetición con el cumplimiento de los derechos de la naturaleza ya reconocidos (CEV, 2022a,
Hallazgos). Por ejemplo, la Comisión señala que la protección del río Atrato y la Amazonía ordenada
por las cortes debe asumirse como parte de la construcción de paz territorial en esas regiones.
Asimismo, se resalta la importancia de integrar el enfoque de derechos de la naturaleza en la
implementación del Acuerdo de Paz, especialmente en programas de desarrollo rural y sustitución de
economías ilícitas, para asegurar que la restauración ecológica acompañe la reintegración social
(Martínez, 2023). En esencia, la CEV legitima el constitucionalismo ecológico como componente de la
verdad: reconoce que la justicia transicional en Colombia ocurre en un contexto donde la Constitución
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viviente incorpora a la naturaleza, y por tanto la verdad histórica debe reflejar esa nueva realidad
jurídica.
No obstante, el Informe también advierte sobre las tensiones entre el reconocimiento legal y la
implementación práctica de estos derechos de la naturaleza. Por un lado, se celebra el carácter pionero
de Colombia en este ámbito –“una innovación en el ámbito global”, lo llama la Comisión (CEV, 2022d)–
pero por otro, se nota que persisten vacíos para hacer efectivos esos derechos. A modo de ilustración,
aunque el río Atrato fue declarado sujeto de derechos en 2016, comunidades locales han expresado
frustración por la lentitud en las acciones de restauración y por continuas amenazas (como minería ilegal
persistente) que siguen degradando el río (Ruiz-García, 2019). De igual forma, tras la sentencia de la
Amazonía (2018), la deforestación en la región aumentó en los años siguientes, evidenciando que el
fallo no detuvo de inmediato las dinámicas destructivas (IDEAM, 2023). La CEV recoge testimonios
de líderes ambientales que señalan esta brecha: “En el papel nos dieron derechos para el territorio,
pero en la realidad seguimos luchando contra invasores” (CEV, 2022b, testimonios). Esto plantea un
desafío central: ¿cómo traducir la figura del sujeto de derechos en mejoras concretas de gobernanza
ambiental?
La Comisión sugiere que parte de la respuesta está en fortalecer la participación comunitaria en la
gestión ambiental posconflicto. Reconocer jurídicamente a un río o bosque como sujeto suele implicar
la creación de guardianes o representantes (como ocurrió con el Atrato, donde se nombraron Guardianes
del río de las comunidades locales). En el informe se destaca la necesidad de respaldar a estos guardianes
ambientales muchos de los cuales arriesgan la vida en defensa del territorio (Global Witness, 2023)
con garantías de seguridad, recursos y autoridad para cumplir su rol (Hernández Delgado & Mouly,
2022). Esto conecta directamente con la protección de los líderes sociales y ambientales, un tema urgente
en Colombia pues, lamentablemente, es el país con mayor número de defensores ambientales asesinados
en los últimos años (Global Witness, 2023). La CEV considera que salvaguardar a quienes cuidan la
naturaleza es parte de las garantías de no repetición: si se sigue eliminando a los defensores del ambiente,
se perpetúa el ciclo de violencia y degradación.
En el plano conceptual, el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos en Colombia refleja
un cambio de paradigma hacia una ética biocéntrica (Gudynas, 2017). La CEV abona este cambio al
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narrar los daños contra la naturaleza como violaciones que requieren verdad y reparación, casi
anticipando un “sujeto moral”. ¿Esto resonó con ideas clásicas como la de Christopher Stone (1972)
Should Trees Have Standing?, quien argumentó hace décadas que el entorno natural debería tener voz
en tribunales a través de representantes legales. Hoy Colombia materializa esa idea; y la Comisión la
integra al discurso de paz, señalando que reconciliación con la naturaleza es un pilar para la
reconciliación nacional. En palabras de un comisionado: “Así como reconocemos la dignidad de las
víctimas humanas, reconozcamos la dignidad de la Madre Tierra” (CEV, 2022c).
En síntesis, el Informe Final de la CEV refuerza la noción de que la verdad histórica y la justicia
constitucional ecológica deben avanzar de la mano. No se trata solo de documentar el pasado, sino de
sentar bases para un futuro distinto donde la naturaleza tenga garantías. Las sentencias T-622/2016,
STC-4360/2018, T-294/2020, entre otras, son faros legales que la Comisión trae al terreno de la
memoria: le recuerdan al Estado su obligación de reparar el daño ambiental de la guerra y prevenir
nuevas violencias ecológicas. Sin embargo, el informe también realista al reconocer que el camino de
la implementación es complejo. Para lograr una paz con la naturaleza efectiva, Colombia deberá
fortalecer la institucionalidad ambiental, empoderar a comunidades locales en la toma de decisiones
sobre sus territorios, y conciliar el modelo de desarrollo económico con los límites que imponen los
derechos de la naturaleza (Gudynas, 2020). El testimonio de la naturaleza en la verdad nacional es
también un llamado a repensar las políticas: por ejemplo, detener proyectos extractivos insostenibles en
áreas de posconflicto, impulsar economías sustentables y restaurar ecosistemas degradados como parte
de las reparaciones integrales (Martínez, 2023). Así, la justicia transicional se amplía hacia una justicia
ecológica transicional donde víctimas humanas y naturaleza comparten el centro de la agenda de paz.
Cosmovisiones en disputa: Madre Tierra, ser sagrado y pluralismo de saberes
La representación de la naturaleza en el Informe Final de la CEV no se limita a categorías jurídicas o
morales, sino que también incorpora las cosmovisiones y espiritualidades de los pueblos étnicos de
Colombia. Esto refleja un esfuerzo deliberado de la Comisión por abrazar la diversidad cultural del país
en su narrativa de verdad. En particular, a través del Enfoque Étnico (uno de los enfoques transversales
del mandato de la CEV) se visibilizaron las visiones indígenas y afrodescendientes que entienden la
naturaleza como Madre Tierra, ser vivo dotado de espíritu y miembro de la comunidad. Estas
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concepciones, que a veces chocan con la visión occidental de la naturaleza como recurso o propiedad,
quedaron plasmadas sobre todo en el Capítulo Étnico: La Colombia profunda (CEV, 2022c) y en
testimonios recogidos en territorios ancestrales.
El término “Madre Tierra” aparece de manera prominente en el Informe Final y en las actividades de la
Comisión. Vale recordar que la noción de Madre Tierra ha sido reconocida formalmente en instrumentos
internacionales (por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra, Cochabamba
2010) y en la Constitución de Bolivia y Ecuador, pero en Colombia su presencia ha sido más cultural
que legal. La CEV, sin embargo, validó este concepto en su lenguaje y práctica. Un ejemplo notable
fueron los llamados “Laboratorios de Verdad en el vientre de la Madre Tierra” espacios de encuentro
y diálogo que la Comisión organizó con comunidades indígenas en sitios naturales sagrados,
incorporando rituales tradicionales (CEV, 2022c). Estas ceremonias implicaron, por ejemplo, ingresar a
cuevas o cerros madre considerados el vientre de la tierra, para realizar allí actos simbólicos de memoria
y reconciliación. El uso de esta terminología indica que la Comisión reconoció a la naturaleza no solo
como un sujeto abstracto de derechos, sino como una entidad sagrada y nutriente en la cosmovisión de
muchos colombianos.
Los testimonios de líderes espirituales indígenas recopilados por la CEV son reveladores. Mamos de la
Sierra Nevada, thë walas del pueblo Nasa, jaibanás del Chocó cada uno con su tradición manifestaron
que la guerra ofendió a la Madre Tierra y rompió el equilibrio del mundo espiritual. Se narró cómo el
asesinato de mamos y sabedores por actores armados fue percibido como un ataque doble: no solo
mataban a una persona, sino que “rompían el diálogo con la Madre Tierra” al eliminar a quien servía
de mediador con ella (CEV, 2022c). El antropólogo F. Castillejo, citado en el informe, resume que “una
de las mayores rupturas [que dejó la guerra] es la ruptura con lo sagrado” (Castillejo, 2017, p.88),
refiriéndose a esa desconexión con la Madre Tierra causada por la pérdida de autoridades espirituales.
La CEV documenta casos concretos, como la masacre de mamos arhuacos en la Sierra Nevada de Santa
Marta a manos de paramilitares, o el asesinato de curanderos amazónicos por la guerrilla acusándolos
de brujería. Estos hechos, además de su tragedia humana, tuvieron un impacto cósmico-comunitario:
“Al matar a un mamo, se pierde un conocimiento ancestral... toma 30 o 40 años formar uno” señala el
informe, evidenciando un vacío espiritual y práctico dejado en la comunidad. Sin esos sabedores, la
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comunidad queda sin quien interprete la voz de la Sierra o la selva, lo que la hace más vulnerable frente
a proyectos extractivos y amenazas externas.
Así, la Comisión logró articular la noción de violencia cultural (Galtung, 1990) con la ecológica: la
guerra implicó una agresión a la cultura y espiritualidad ligada al territorio. Desde la teoría de la paz
imperfecta (Muñoz, 2001; Jiménez-Bautista, 2017), esto sugiere que la paz no puede lograrse sin resarcir
también esas rupturas simbólicas y cosmológicas. En la práctica, el Informe Final aboga por una justicia
cognitiva (Santos, 2014) que reconozca los saberes ancestrales en la construcción de la paz. Por ejemplo,
recomienda apoyar los planes de vida de pueblos étnicos y sus propias estrategias de cuidado del
territorio como garantías de no repetición (CEV, 2022c). Esto equivale a decir que las políticas públicas
posconflicto deben incorporar la visión de territorio como ser vivo, donde desarrollo no signifique
devastación, sino armonía con la naturaleza.
Otra noción emergente en el Informe es la de la naturaleza como sanadora. Si bien gran parte del discurso
se enfoca en la naturaleza herida, también se recogen relatos de mo la propia naturaleza ayudó a sanar
a personas traumatizadas. Víctimas contaron que sembrar un jardín, reforestar una ladera o simplemente
volver a caminar el monte les sirvió de terapia para sobrellevar el duelo y reencontrar sentido (CEV,
2022b). La Comisión incluso facilitó algunas iniciativas de sanación eco-psicosocial, llevando a
víctimas de distintos bandos a realizar rituales de perdón en el bosque o junto a un río, simbolizando
que la naturaleza acoge y cura (CEV, 2022a). Estos esfuerzos sugieren que la naturaleza puede ser agente
de paz, no solo en el plano material (por ejemplo, brindando medios de vida sostenibles) sino en el plano
espiritual y emocional (Boff, 2000). Aunque la CEV no profundizó teóricamente en ello, se vislumbra
un enfoque que podríamos llamar eco-terapia comunitaria o sanación biocéntrica, donde la restauración
de ecosistemas va de la mano con la restauración del tejido psicosocial. Esto amplía nuevamente el
horizonte de los estudios de paz: incorpora la paz interior y la reconciliación con la vida no humana
como dimensiones relevantes (Dietrich, 2013; Jiménez, 2017).
El Capítulo Étnico también introduce la idea de territorio es vida, territorio es cuerpo. En la Declaración
Étnica de la CEV, los comisionados étnicos afirmaron: “Para nosotros, territorio es cuerpo y cuerpo
es territorio; el daño al territorio es daño al cuerpo-colectivo” (CEV, 2022c). Esta frase equipara
explícitamente a la naturaleza/territorio con el cuerpo de la comunidad. Es una potente metáfora que,
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como señala Escobar (2016), refleja un pluralismo ontológico: desde la visión de los pueblos de la Sierra
Nevada o del Pacífico, la selva, el río, la montaña son extensiones de la comunidad humana, partes de
un organismo mayor. Entonces, destruir el bosque es herir a la comunidad; contaminar el río es enfermar
a la sociedad. Este tipo de pronunciamiento en el Informe Final representa un claro ejemplo de
epistemologías del Sur en acción (Santos, 2014), donde conocimientos subalternos encuentran espacio
en un documento oficial de la verdad nacional.
Por contraste, el Informe también evidencia las tensiones entre estas cosmovisiones y las narrativas
occidentales dominante. Durante décadas, la visión estatal desarrollista trató la naturaleza
principalmente como recurso económico a explotar para el progreso, y consideró muchas prácticas
culturales ancestrales como obstáculos al desarrollo o simple folklore. El hecho de que la Comisión de
la Verdad una entidad del Estado adopte conceptos como Madre Tierra y avale rituales tradicionales
es en sí un acto de contrapoder epistémico: legitima saberes antes marginalizados (Mignolo & Walsh,
2018). Sin embargo, la pregunta queda abierta: ¿cómo traducir estas cosmovisiones en políticas públicas
efectivas?. El riesgo es que queden como meros símbolos si la institucionalidad no incorpora realmente
el enfoque étnico en la planeación. Por ejemplo, las comunidades insisten en la importancia de la
soberanía alimentaria y la seguridad ambiental: que se les garantice el manejo autónomo de sus semillas,
sus bosques y fuentes de agua para que no se repitan nuevas violencias (CEV, 2022c). Si estas demandas
no se materializan en acciones como la titulación de territorios colectivos, la protección de áreas
sagradas, o la consulta previa rigurosa frente a proyectos extractivos la paz seguirá incompleta desde
su perspectiva (Restrepo & Caballero, 2018).
Finalmente, cabe señalar que las narrativas del Informe Final en torno a la naturaleza también apuntan
hacia la formulación de una Paz Ambiental o Paz con la Naturaleza como noción integradora. Aunque
la CEV no utiliza directamente el término “paz con la naturaleza” en sus títulos, el hecho de haber
integrado la dimensión ambiental en su esclarecimiento sienta un precedente fundacional para hablar de
paz socio-ecológica en Colombia (Jiménez-Bautista, 2021; Ide, 2018). En uno de sus discursos, el
presidente de la Comisión, Francisco de Roux, declaró: “No puede haber paz positiva en Colombia si
se ignora la devastación ecológica causada por la guerra y si no reorientamos nuestra relación con la
tierra” (de Roux, 2022). Esta afirmación materializa la idea de Galtung (1969) de que la paz positiva
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incluye la armonía con el entorno, y se alinea también con la propuesta de Paz Gaia de Jiménez-Bautista
(2019) que aboga por una reconciliación con la Madre Tierra desde una ética compleja. En suma, las
cosmovisiones indígenas/afro no quedan relegadas a una sección folclórica, sino que impregnan la
visión global del Informe: proponen que la reconciliación nacional implica un reencuentro espiritual y
práctico con la naturaleza, reconociéndola como base de la vida y de la diversidad cultural.
Hacia una paz socio-ecológica: síntesis de hallazgos e implicaciones
Los hallazgos anteriores muestran que la Comisión de la Verdad de Colombia posiciona a la naturaleza
como un actor múltiple dentro de la historia del conflicto y en las perspectivas de paz. A lo largo del
Informe Final, la naturaleza aparece, según el contexto, como botín y escenario de guerra, como víctima
silenciada, como testigo y archivo de la memoria del horror, como sujeto portador de derechos, como
Madre Tierra sagrada para los pueblos, e incluso como agente potencial de sanación y reconciliación.
Esta rica polifonía de narrativas rompe con visiones reduccionistas ya sea la visión instrumental que
ve la naturaleza solo como recurso, o la visión estrictamente ecologista que la vería solo como víctima
pasiva para presentarla en su complejidad de roles. En consecuencia, el Informe Final amplía las
fronteras de los estudios de paz y de la justicia transicional, incorporando dimensiones socio-ecológicas
que tradicionalmente habían sido marginales.
Una primera implicación de ello es la necesidad de repensar la construcción de paz en términos
integrales, entendiendo la paz no solo como un asunto político-social sino también socio-ambiental. La
idea de una paz socio-ecológica o paz ambiental cobra sentido a la luz de estos hallazgos. En contextos
de posconflicto, la construcción de paz debe incluir la restauración de ecosistemas dañados, la gestión
equitativa de los recursos naturales y la solución de conflictos ambientales locales (Ide et al., 2021;
Dresse et al., 2019). Esto coincide con la noción de Environmental Peacebuilding desarrollada en la
literatura internacional, que aboga por integrar la conservación ambiental y la cooperación en torno a
los recursos como parte de las estrategias de consolidación de paz (Conca & Dabelko, 2002; Johnson et
al., 2021). Colombia estaría dando un ejemplo concreto de esta integración: la CEV, al visibilizar el
ambiente, sienta bases para que las instituciones de paz incluyan líneas de acción ecológicas (p. ej.,
programas de desminado con restauración ambiental, planes de desarrollo rural sostenible, etc.). Como
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apuntan Swain & Öjendal (2018), la superación de un conflicto duradero exige abordar no solo las
heridas sociales sino también las heridas ecológicas y las causas ambientales de la violencia.
Otra implicación clave es el respaldo a las iniciativas de base comunitaria de paz con la naturaleza. El
Informe Final no solo mira al pasado, sino que reconoce experiencias presentes de comunidades que
trabajan por la reconciliación a través del cuidado ambiental. En sus relatos finales, la CEV menciona
iniciativas como las Escuelas agroecológicas de paz en el Cauca, los Guardianes del río Atrato, las
Guardianas del agua en páramos, o proyectos de agroforestería con excombatientes, entre otras (CEV,
2022a; Hernández Delgado, 2018; Mouly, 2020). Estas experiencias muchas nacidas tras el Acuerdo
de 2016 ejemplifican lo que se denomina paz desde abajo: esfuerzos locales donde comunidades
campesinas, indígenas, mujeres y jóvenes construyen paz reconstruyendo sus territorios. Estudios
recientes documentan más de un centenar de iniciativas de paz ambiental en Colombia, que incluyen
desde huertas comunitarias, reservas naturales de la sociedad civil, turismo ecológico para la
reconciliación, hasta proyectos de energía renovable participativa (Hernández Delgado & Mouly, 2022;
Villegas & Castrillón, 2020). La convergencia entre estas iniciativas y la narrativa de la CEV es
evidente: ambas conciben la paz como inseparable del entorno. Por ejemplo, excombatientes de las
FARC en algunas zonas optaron por la agroecología en su proceso de reincorporación, cultivando de
forma sostenible tierras que antes fueron escenario de guerra, en búsqueda de “reconciliarse con la
montaña” y ofrecer modos de vida alternativos a la economía ilegal (Mouly, 2020). Estos casos muestran
en la práctica lo que el Informe plantea en lo discursivo: que sanar la tierra y sanar la sociedad van de
la mano.
La CEV también conecta sus hallazgos con políticas y programas recientes. Se menciona, por ejemplo,
la iniciativa gubernamental “Bosques de Paz”, que busca reforestar áreas afectadas por el conflicto
creando zonas protegidas dedicadas a la memoria de las víctimas. Asimismo, los informes hacen
referencia a la importancia de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET)
incorporando componentes ambientales para dar respuestas integrales en regiones golpeadas tanto por
la guerra como por la degradación ecológica (DNP, 2021). Todo ello sugiere que las narrativas de paz
con la naturaleza han empezado a permear la planificación institucional. Sin embargo, como destaca la
literatura, el éxito de estas iniciativas depende de garantizar sostenibilidad financiera, apoyo técnico y,
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sobre todo, seguridad en los territorios (Hernández Delgado & Mouly, 2022). La persistente violencia
contra líderes ambientales y el control que aún ejercen economías ilegales en ciertas zonas representan
amenazas reales para cualquier esfuerzo de paz ambiental. Por ende, la paz con la naturaleza requiere
también un Estado capaz de brindar protección y presencia efectiva donde antes solo hubo abandono
estatal, para que las comunidades puedan ejercer la custodia de sus entornos sin temor (González, 2018).
En el plano teórico, estos hallazgos invitan a enriquecer los marcos conceptuales de la paz. La teoría
clásica de Galtung sobre paz positiva se ve complementada con la idea de paz ecológica (Jiménez, 2017),
entendida como la superación de la violencia hacia la naturaleza y la construcción de relaciones de
respeto entre sociedad y entorno. John Paul Lederach (1997) habló de reconciliación como la
restauración de relaciones; aquí podríamos ampliar: la reconciliación post-bélica en Colombia abarca
también reconciliarse con la tierra. Wolfgang Dietrich (2013) planteó las “pazes” desde múltiples
enfoques, incluyendo dimensiones relacionales y espirituales; la paz con la naturaleza sería una de esas
pazes plurales, integrando la dimensión ecológica como esencial en contextos de conflictos por recursos.
Incluso la noción de seguridad se transforma: ya no se piensa solo en seguridad del Estado o de las
personas, sino también seguridad ambiental (que los ecosistemas vitales no sean destruidos) y seguridad
humana ligada a un ambiente sano. En suma, se evidencia un paradigma emergente en el cual la Paz
con mayúscula incorpora a la Pachamama (Madre Tierra) como sujeto a considerar (Acosta, 2013;
Gudynas, 2020).
Finalmente, cabe resaltar la importancia de la participación de las comunidades en dar contenido a esta
paz socio-ecológica. La CEV funcionó como un espejo que devolvió las voces de la gente: fueron las
comunidades afro, indígenas, campesinas, víctimas, excombatientes, las que aportaron muchas de estas
nociones (naturaleza testigo, Madre Tierra ofendida, etc.). Por tanto, las soluciones y caminos de paz
con la naturaleza también deben venir de ellas. La articulación entre conocimiento local y acción
institucional es crucial. Experiencias de co-gobernanza ambiental, como las asociadas al río Atrato
(donde un consejo de guardianes locales trabaja con agencias estatales), pueden ser un modelo replicable
(Ruiz-García, 2019). Asimismo, la educación para la paz en territorios rurales deberá incluir la
educación ambiental, para que las nuevas generaciones crezcan valorando su entorno como parte de la
reconstrucción social (Educapaz, 2023).
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En síntesis, la representación de la naturaleza en el Informe Final de la CEV ensancha el horizonte de
los estudios de paz hacia lo socio-ecológico. Demuestra que en contextos de conflictos contemporáneos
donde a menudo se entrelazan causas armadas y ambientales la paz requiere un enfoque holístico que
atienda las dimensiones humanas y ambientales de forma integrada. Colombia, a través de esta
experiencia, aporta lecciones valiosas: la verdad y la memoria pueden servir no solo para dignificar a
las víctimas humanas, sino también para catalizar procesos de sanación de la Tierra; la justicia
transicional puede evolucionar hacia esquemas más incluyentes que reparen el tejido socio-ecológico; y
la construcción de paz puede apoyarse en la capacidad regenerativa de la naturaleza y en los saberes
tradicionales que promueven la convivencia armónica con el entorno (Jiménez-Bautista, 2021). Esto
orienta hacia un paradigma de “paz integral” (Boulding, 2000) donde la paz con uno mismo, con el otro
y con la naturaleza son inseparables.
CONCLUSIONES
El Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia representa un hito pionero en la
incorporación de la dimensión ambiental en un proceso de verdad y reconciliación luego de un conflicto
armado. Sus contribuciones pueden resumirse en tres aspectos principales. Primero, visibilizó el daño
ecológico masivo causado por décadas de guerra lo que incluye deforestación, contaminación de ríos,
pérdida de biodiversidad y ruptura de equilibrios territoriales elevando estos hechos al estatus de
verdades históricas que deben ser reconocidas. Al nombrar a la naturaleza como víctima y testigo, la
CEV llenó un vacío narrativo: aquello que antes aparecía como “daños colaterales” ambientales ahora
se entiende como parte central del sufrimiento infligido en el conflicto. Esto sienta las bases para que
las políticas de reparación integral consideren también la rehabilitación de ecosistemas dañados y la
mitigación de pasivos ambientales de la guerra (Jaramillo & Rojas, 2022).
Segundo, el Informe aportó una noción integradora de “paz con la naturaleza” en el contexto de la
justicia transicional. Implícitamente, la CEV postula que la paz verdadera en Colombia debe incluir la
reconciliación de la sociedad con sus entornos naturales. Esta visión trasciende la paz negativa (ausencia
de combate) y la típica paz positiva (justicia social), sumando una tercera dimensión: la paz ecológica o
socio-ecológica, donde humanos y naturaleza coexisten en relaciones no violentas, de cuidado y respeto
mutuo (Gudynas, 2017; Jiménez-Bautista, 2019). En la práctica, esto implica articular los esfuerzos de
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no repetición y desarrollo posconflicto con la protección ambiental y el reconocimiento de los derechos
de la naturaleza. La CEV enlazó así el proceso de paz con el movimiento global de derechos
bioculturales, mostrando que temas como el cambio climático, la deforestación o la seguridad hídrica
son también asuntos de paz. Colombia se perfila entonces como un laboratorio donde la construcción
de paz y la sustentabilidad ambiental convergen, con lecciones aplicables internacionalmente en el
emergente campo del environmental peacebuilding (Ide, 2018; Dresse et al., 2019).
Tercero, el Informe final revitalizó debates epistemológicos y culturales al incorporar las voces y
cosmovisiones de pueblos étnicos que conciben la naturaleza como Madre Tierra, ser vivo y sagrado.
Esto representa una apertura hacia la pluralidad de saberes en la construcción de la memoria colectiva.
La validación de perspectivas indígenas y afrodescendientes en un documento oficial de esta
envergadura envía un mensaje potente: la reconciliación requiere también una justicia cognitiva (Santos,
2014), es decir, valorar conocimientos subalternos que fueron históricamente relegados. En adelante,
cualquier política de paz en Colombia deberá considerar estos enfoques diferenciados por ejemplo,
entendiendo que para ciertas comunidades la restauración de sitios sagrados o la protección de especies
emblemáticas puede ser tan importante como construir infraestructura básica. La paz con la naturaleza,
en este sentido, enriquece la noción de paz haciéndola más intercultural, más respetuosa de la diversidad
biológica y cultural que caracteriza al país.
A pesar de estos avances, persisten desafíos significativos para materializar las visiones del Informe
Final. Uno de los retos inmediatos es la implementación de las reparaciones ambientales y las garantías
de no repetición ecológicas sugeridas. ¿Cómo se llevará a cabo la restauración de cuencas hidrográficas
contaminadas o la reforestación de zonas críticas? Esto requerirá voluntad política sostenida, asignación
de recursos y coordinación interinstitucional (Martínez, 2023). Además, se necesita fortalecer el rol de
la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en relación con la naturaleza: hasta ahora sus casos priorizados
se centran en hechos contra personas, pero cabría preguntar ¿cómo integrar formalmente la naturaleza
como víctima en los procesos judiciales de la JEP?. Explorar mecanismos para que la JEP aborde
crímenes ambientales del conflicto por ejemplo, creando macrocases sobre ecocidio o tomando
testimonios de comunidades sobre daños ambientales sería un paso innovador y acorde al espíritu del
Informe.
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Otro desafío crítico es la protección de los líderes ambientales y comunitarios que hoy en día impulsan
la paz con la naturaleza en los territorios. La triste realidad es que Colombia sigue siendo el país más
peligroso para los defensores ambientales, concentrando una alta proporción de los asesinatos de líderes
ecológicos a nivel mundial (Global Witness, 2023). Cada guardián del bosque que cae, cada líder
indígena amenazado, representa un revés no solo para los derechos humanos sino para la paz ambiental
que se quiere construir. Por tanto, urge que el Estado y la sociedad civil implementen medidas efectivas
de protección colectiva, fortaleciendo guardias comunitarias, sistemas de alerta temprana, y sobre todo
desmontando las estructuras ilegales (mafias de tierras, economías ilícitas) que siguen atentando contra
quienes cuidan la naturaleza (Hernández Delgado, 2018). La paz con la naturaleza no podrá florecer si
quienes la encarnan en territorio son silenciados con violencia.
La sostenibilidad de las iniciativas comunitarias es otro punto neurálgico. Como vimos, hay decenas de
proyectos locales que integran ambiente y paz, desde huertas urbanas hasta acuerdos de conservación
en ex zonas rojas. Sin embargo, muchos de ellos dependen de apoyos internacionales temporales o del
voluntarismo de sus participantes (Hernández Delgado & Mouly, 2022). Garantizar su continuidad exige
incorporarlos en las políticas públicas de largo plazo: por ejemplo, que los PDET y los planes de
desarrollo municipales asignen presupuesto a escuelas de paz ambiental, que el Ministerio de Ambiente
trabaje de la mano con cooperativas de excombatientes en programas de reforestación productiva, o que
se creen incentivos económicos (pagos por servicios ambientales, ecoturismo comunitario) que hagan
viables estas iniciativas. Solo así se pasará de experiencias aisladas a una verdadera estrategia nacional
de paz con la naturaleza.
Finalmente, surgen nuevas preguntas de investigación y acción a partir de esta convergencia entre
verdad, justicia transicional y naturaleza. Por ejemplo: ¿Qué mecanismos jurídicos o institucionales
permitirían integrar formalmente a la naturaleza como sujeto de reparación en la JEP u otras instancias?;
¿Cómo garantizar la participación vinculante de las comunidades locales en los procesos de restauración
ecológica y reparación ambiental, de modo que sus saberes sean guía en las decisiones?; ¿De qué manera
pueden traducirse las cosmovisiones étnicas sobre territorio y Madre Tierra en lineamientos de política
ambiental y educativa, sin diluir su esencia?. Abordar estas cuestiones será fundamental para consolidar
los avances logrados. Asimismo, sería valioso evaluar en el mediano plazo el impacto real de las
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recomendaciones de la CEV en materia ambiental: ¿se detuvo la deforestación en zonas priorizadas?,
¿se crearon reservas ambientales de memoria?, ¿se fortaleció la justicia ambiental en el posconflicto? El
proceso de paz colombiano continúa, y con él la oportunidad de seguir innovando.
En conclusión, el legado del Informe Final de la Comisión de la Verdad en Colombia radica en haber
entrelazado las tramas de la guerra con las tramas de la naturaleza, revelando que la reconciliación tras
el conflicto armado no es solo entre víctimas y victimarios humanos, sino también entre la sociedad y
la tierra herida. La paz con la naturaleza emerge así como una noción integradora y necesaria. Su
realización exigirá esfuerzos coordinados en los ámbitos legal, político, comunitario y cultural, pero
ofrece un horizonte esperanzador: el de un país que reconstruye sus relaciones sociales y ecológicas
sobre la base de la verdad, la dignidad y el cuidado mutuo entre humanos y naturaleza. Como reza el
propio lema del informe, “Hay futuro si hay verdad”, podríamos añadir que hay futuro para Colombia
y para el planeta si hay verdad, justicia y paz también con la naturaleza.
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