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INTRODUCCIÓN
El suicidio constituye un problema de salud pública a nivel mundial y una de las principales causas de
mortalidad en adolescentes y adultos jóvenes. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada
año se registran cerca de 800,000 muertes por suicidio, lo que equivale a una tasa global de 10.5 por
100,000 habitantes, situándose como la segunda causa de defunción en personas entre 15 y 29 años. Por
cada suicidio consumado, se estima que ocurren al menos 20 intentos, lo que refleja la magnitud del
fenómeno y su impacto en la sociedad (OMS, 2023).
En México, las estadísticas muestran un incremento sostenido en las tasas de suicidio, particularmente
entre adolescentes y jóvenes. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reporta que la
tasa nacional de suicidio en este grupo poblacional ha alcanzado cifras preocupantes, con una
prevalencia de 7.9 por 100,000 habitantes en el rango de 15 a 19 años. La disparidad de género es
evidente: los hombres presentan mayores tasas de suicidio consumado, mientras que las mujeres
reportan más intentos, lo cual exige enfoques diferenciados de prevención y atención (INEGI, 2022).
La adolescencia, entendida como un periodo de transición caracterizado por profundos cambios físicos,
emocionales y sociales, es una etapa de particular vulnerabilidad frente a factores de riesgo asociados
al suicidio. Entre los más relevantes se encuentran los trastornos de ansiedad y depresión, la
desesperanza, la impulsividad, los conflictos familiares, el embarazo adolescente, los trastornos de la
conducta alimentaria y el bullying escolar y cibernético. La literatura científica señala que estos
elementos, de manera aislada o en interacción, incrementan significativamente la probabilidad de
conductas suicidas en los adolescentes (Beck, 1988; Reynolds, 1987; Lluch, 1999).
La Generación Z, integrada por jóvenes nacidos a partir de 1994, enfrenta además desafíos particulares
vinculados al uso intensivo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). La
hiperconectividad y la exposición constante a redes sociales se asocian con fenómenos como la ansiedad
digital, el ciberacoso y la presión social por alcanzar estándares de éxito y estética, lo que incrementa
la sensación de aislamiento y desesperanza. Esta realidad demanda intervenciones contextualizadas que
consideren tanto los factores de riesgo tradicionales como las nuevas dinámicas socioemocionales de
esta generación (Jasso, 2021).