Controlar no es cuidar: crisis de cuidado en los países de América Latina en el marco de la crisis sanitaria

 

Romel Sergio Contreras Valenzuela

[email protected]

Pontificia Universidad Católica del Perú

Lima, Perú

 

 

RESUMEN

 El presente texto estudia el caso de América Latina y cómo sus disposiciones de control para evitar la propagación del COVID-19 han tenido impacto en sus poblaciones femeninas, migrantes y personas dependientes, sobre las que se articulan las políticas del cuidado. Para ello, se hace una revisión histórica del Estado latinoamericano, donde se analiza los regímenes de bienestar que revelan la infraestructura de cuidado en la región. A continuación, se exploran las políticas implementadas en el marco de la crisis sanitaria y su transferencia de riesgo hacia las poblaciones más vulnerables al ser potenciadas por factores determinantes de la región. Por último, al ser la pandemia un fenómeno aún en progreso se esbozan una serie de conclusiones y recomendaciones.

 

Palabras clave: Crisis de cuidados; América Latina; COVID-19; mujeres; migraciones; dependientes

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Controlling is not caring: care crisis in Latin American countries on the sanitary crisis frame

 

ABSTRACT

 The present text studies Latin America’s case and how its control dispositions to avoid the COVID-19 propagation have made an impact on its femenine, migrant and dependent populations, the ones care policies are articulated on. For that reason, an historic revision of the Latin American State, in which the different wellness regimes that reveal the region’s care infrastructure is analized. Hereafter, the implemented policies on the sanitary crisis frame are explored and how these lead to a risk transfer to the most vulnerable populations, potentiated by decisive factors in the region. At last, being the pandemic an ongoing phenomenon, a series of conclusions and recommendations are outlined.

 

Key words: Crisis of care; Latin America; COVID-19; women; migrations; dependents

 

 

Artículo recibido: 15 abril 2021
Aceptado para publicación: 19 abril 2021
Correspondencia: sergio.contreras@pucp.edu.pe
    Conflictos de Interés: Ninguna que declarar
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


1.  INTRODUCCIÓN

 Entre marzo y junio del 2020, los gobiernos latinoamericanos desplegaron una serie de medidas para poder hacer frente a la crisis sanitaria generada por el COVID-19 en la región. Estas medidas iniciales se enfocaron en buscar reducir el acelerado ritmo de contagio por medio de un mayor control de su población. Entre las principales estrategias optadas por los Estados se encuentran la declaración de la emergencia sanitaria, promoción de una mayor y repetida higiene, rastreo de casos sospechosos, cierre de fronteras, confinamiento voluntario u obligatorio, cuarentena obligatoria a quienes provenían del exterior, toques de queda, suspensión de transporte, cierre de universidades y colegios, etc. (Acosta 2020). Lo que significó también el cierre total o parcial de su economía y, posteriormente, su ralentizada recuperación. Debido a ello, surgió una, cada vez mayor, creciente tensión entre inmovilidad y control (Álvarez 2020) en el centro de las preocupaciones ante las instituciones estatales, familiares y de mercado, complejizada por la marcada desigualdad en la región.

 Así mismo, el desempeño de la economía mundial ya se encontraba debilitada en el 2019, producto, en gran parte, de las guerras comerciales entre China y USA; sin embargo, América Latina enfrenta de forma más dramática aun la crisis sanitaria, ya que lo hace desde una posición significativamente más débil que los países del hemisferio norte (CEPAL y N 2020). Esto a causa de factores socioeconómicos históricos que arrastra la región como la desigualdad, la informalidad, Estados débiles, migraciones, brechas en el acceso a los sistemas de salud, escasez de políticas de cuidado, insuficientes políticas de prestación social, etc. Lo que, sumado a las pérdidas de empleo, las reducciones de las jornadas laborales y un menor porcentaje de remesas (OEA 2020), se traduce como un mayor impacto económico.

En ese sentido, se hace necesario problematizar el hecho de que cuando hablamos del impacto económico por la crisis sanitaria, ¿de la economía de quién se está hablando? Ya que la crisis, tanto sanitaria como económica, y las medidas implementadas no afectan de la misma manera e intensidad a todos/as. De hecho, se espera que el efecto de la pandemia impacte más a las personas que ya se encontraban en situaciones vulnerables y con menores ingresos que el promedio. Ya que las medidas de contención de contagio significan transferencias de riesgos a quienes, además, enfrentan ahora una mayor demanda de cuidados (Lavell et al. 2020).

 

En efecto, tales acciones por parte de los gobiernos no deben ser tomadas como neutras, ya que afectan más a unos grupos que a otros. Tal es el caso de las medidas de confinamiento al derivar el cuidado de grupos dependientes a mujeres y migrantes, tradicionalmente relacionados/as con el cuidado y la atención de las personas. De la misma forma, resalta cómo esta nueva reconfiguración del espacio devuelve a estos grupos su rol político del espacio público al espacio privado, debido al confinamiento. En ese sentido, el objetivo del presente trabajo es visibilizar y problematizar los efectos de la pandemia como de las políticas para contenerla; de qué manera se reconfiguran los cuidados en este nuevo contexto y en quiénes recaen estas labores; así como explorar sobre qué estructuras históricas y socioeconómicas acontece este fenómeno.

2.  DISEÑO Y MÉTODO

 El artículo es una investigación exploratoria acerca de la reciente problematización del cuidado en el contexto de la pandemia por COVID-19. Este consta de la revisión bibliográfica de la literatura especializada en el cuidado y en la construcción histórica de los regímenes en América Latina en materia de políticas de protección social. De la misma forma, el presente trabajo pone en diálogo los diversos aportes de la literatura en los tópicos a tratar, además de recurrir al enfoque del path-dependent que permite comprender los patrones históricos de causalidad que constriñen a eventos futuros o que, al menos, tienden a proyectarse hacia el futuro. Así, mediante el análisis de la construcción del cuidado en América Latina poder realizar un bosquejo de cómo la pandemia afecta los cuidados en esta región.

 3.  TRABAJO DE CAMPO Y ANÁLISIS DE DATOS

En primer lugar, se desarrolla la definición del cuidado y el contexto en el que surge, así como también sobre a quienes interpela y de qué manera. Sobre eso, se profundiza en el concepto de Estado de bienestar, así como en su genealogía en América Latina, haciendo una revisión histórica desde sus inicios y causas, con mayor énfasis en los diversos estudios acerca de las categorizaciones de los regímenes de bienestar en la región hasta la actualidad. Posteriormente, se explora la relación que se tiene con los cuidados en América Latina, las diversas presencias o ausencias de prestaciones sociales y los fenómenos demográficos que reconfiguran el cuidado en la región. Lo que da paso al contexto en el que se encuentra en la actualidad el cuidado y su vulnerabilidad frente a una crisis como la sanitaria y económica.

En ese sentido, la crisis sanitaria ha develado la importancia de los cuidados para el bienestar de la población frente a fenómenos como la pandemia, pero también frente a las amenazas socioculturales que ya acaecían antes en la región. Así, ante la pandemia, la evidencia de los informes frente al COVID-19 reflejan que los países enfrentan, algunas de maneras más exitosas que otras, las políticas de confinamiento de acuerdo al Estado en el que se encuentren sus políticas sociales para que sus poblaciones se puedan adecuar a este nuevo contexto.

3.1.      Los cuidados y su ubicuidad

 Los primeros debates académicos acerca del cuidado se remontan a los años 70, mayormente en los países anglosajones, por parte de las corrientes feministas en el campo de las ciencias sociales (Batthyany 2020). Donde se ahondó en la preocupación de visibilizar el trabajo doméstico y la conceptualización de estas tareas en relación a los procesos de producción y reproducción hasta el análisis de regímenes de bienestar alrededor del cuidado (Esquivel 2012). Así, el cuidado se puede definir como un amplio conjunto de actividades, desde intensivas hasta extensivas, y desde empáticas y reflexivas, que al poner a disposición sus acciones pretenden resolver las necesidades de otra persona, ya que regeneran diaria y generacionalmente el bienestar físico y emocional (OEA 2020; CEPAL 2020; Sojo 2011). Por lo que se comprende que todos/as lo necesitamos y/o lo necesitaremos en alguna etapa del ciclo de la vida, debido a que estos cuidados son relacionales e interdependientes (Batthyany 2020) y engloban a los cuidados que se realizan en las personas cuidadas y que cuidan o, incluso, ejercen autocuidado (CEPAL 2020).

 Sin embargo, tradicionalmente el cuidado se ha regido por la división sexual del trabajo, en el que se asume al hombre como proveedor natural y a la mujer como cuidadora natural. Por lo tanto, en la actualidad aún persiste esta desequilibrada distribución de las responsabilidades, donde el cuidado suele ser no remunerado (CEPAL 2020). Esto debido a que el trabajo no remunerado, aun siendo fundamental para el funcionamiento de la economía, es, a menudo, invisible para quienes miden la economía. Por el contrario, el cuidado minimiza el costo de reproducción de la fuerza de trabajo y ejerce cuidado hacia las personas dependientes, que pueden ser niños/as, adultos mayores y enfermos, lo que lo convierte en “un factor determinante de la persistencia de las desigualdades de género en el mercado laboral” (Lamaute-Brisson 2013, 23).

 El cuidado, no obstante, puede ser remunerado como no remunerado. Los cuidados remunerados, que suelen ser formales o profesionales pueden ser provistos por enfermeras/os, trabajadoras/es sociales, cuidantes, maestras/os, etc. Mientras que el cuidado informal o no remunerado puede ser provisto por familiares, amigos, conocidos, etc. Así, el informal suele ser no remunerado y no institucional, donde existen lazos de afectividad en los aspectos del trabajo, pues, aunque pueden llegar a ser contradictorios, están presentes (Dominguez Alcón 1998). De la misma forma, también se han identificado dos tendencias en los trabajos de prestaciones de cuidados. Están los que se encuentran en la esfera del hecho de criar y educar, por un lado, y aquellos cuidados que se relacionan con el trabajo de producción de la fuerza de trabajo, por el otro lado (Lamaute-Brisson 2013). En la primera se desarrollan las capacidades de a quienes se les da el servicio y, en la segunda, se proporcionan esos cuidados para el mantenimiento de la vida y la reproducción de las siguientes generaciones.

 En ese sentido, la manera en la que se aborden los cuidados posee implicancias significativas para la igualdad de género; ya que, si bien puede ampliar las capacidades y opciones de hombres y mujeres, se suele perpetuar los roles tradicionales asociados con la feminidad y la maternidad (Esquivel 2012). De la misma forma, se atribuye a las familias el cumplimiento de este rol cuando no se tiene la posibilidad de recurrir al mercado por la prestación de servicios de cuidado.  Así, en las redes intrafamiliares están presentes sentimientos de solidaridad y reciprocidad, donde, además, se comparten responsabilidades como también se ofrecen contraprestaciones y ayuda mutua como parte de lo que se consideran obligaciones familiares (Dominguez Alcón 1998). Las respuestas a estas obligaciones pueden manifestarse de formas diversas, ya sean en ejercicio y/o materiales, económicas, en acompañamiento y soporte emocional, recibimiento en el hogar, etc. (Calderón 2013).

 Otros aportes han buscado ir más allá de las acciones de las personas por el cuidado de personas dependientes. Esquivel, por ejemplo, hace analiza la infraestructura del cuidado, como el agua y la electricidad, que no suelen ser abordados como parte del cuidado (Calderón 2013). Estas demandas son relevantes, ya que después de las redes familiares, y sin acceso al mercado, solo quedan los recursos estatales. Es por ello que, en la literatura, la organización del cuidado es también un presupuesto de las políticas de protección social y requiere ser explorada en su dimensión política e institucional (Esquivel 2012). Al hacerlo, se comprende que las políticas sociales responden a determinados principios y orientan en la construcción de un determinado perfil de la sociedad; por lo tanto, tienen la capacidad tanto de reducir brechas de desigualdad como de perpetuarlas o, incluso, agudizarlas (Esquivel 2012). En ese sentido, las políticas que un Estado decida implementar poseen un impacto en el bienestar de la población, como también ejercen un rol en los modelos familiares y sus dinámicas del cuidado. Este sería el caso de los países que siguieron o siguen el modelo del Estado de bienestar o, en su defecto, de regímenes de bienestar.

 3.2.     Los regímenes de bienestar y los cuidados

3.2.1.    Los regímenes de bienestar en Occidente

 Para Esping-Andersen (1993), el Estado de bienestar es el modelo que hace uso de acciones que implican una responsabilidad estatal que le permita asegurar unos mínimos básicos de protección social a su población. Históricamente para alcanzar el Estado de bienestar fue preciso romper con el modelo imperante de valores europeos de lógica liberal (libertad, individualismo e igualdad) en relación al individualismo para que fuera posible la incorporación de acciones sociales por parte de un gobierno hacia los derechos de la ciudadanía (Fleury 1997). De hecho, T.H. Marshall reconoció tres tipos de derechos: los derechos civiles o legales, los políticos o democráticos y derechos sociales o de bienestar, donde este último, producto posterior a la segunda guerra mundial, nació en forma de derecho a la seguridad social, educación, salud, protección social, entre otros (Dean 2008). Así, este tercer derecho social o de bienestar supondría una igualdad de status en los ciudadanos de los países capitalistas.

 En la misma línea, la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, y sus pactos posteriores, incorporaron la distinción que T.H. Marshall realizó y agrupó al tercer tipo de derechos como derechos de segunda generación, en los que se encontraban los derechos económicos, sociales y culturales (Dean 2008). Así mismo, la instalación de los regímenes de bienestar europeos se sostuvo, según Esping-Andersen, en dos condiciones: por un lado, la estabilidad laboral de los varones, jefes de familia; y, por otro lado, en la estructura del empleo que se asentaba en la ya expansiva industria (Esquivel 2012). Sin embargo, tal estructura exigía la disponibilidad de las mujeres, a tiempo completo, en su rol de cuidadoras. Lo que, a su vez, perpetuaba el modelo de familia tradicional y heterosexual desigual.

 Se ha estudiado también el Estado de bienestar desde un enfoque colectivo de movilización. En el que, si bien el mercado tiende a atomizar y estratificar a los individuos obligándolos a competir —lo que limitaría su solidaridad y movilizaciones de forma colectiva— (Esping-Andersen 1993), la presencia del Estado en la desmercantilización de los cuidados por vías de políticas de protección social debilitaría tal grado de atomización. La importancia de la movilización y la posibilidad de generar esfuerzos colectivos radicaría, entonces, en la capacidad de generar presión a las autoridades y aumentar, así, el poder de negociación. Entonces, esta capacidad de colectividad, fruto de intereses en común o identidad en común, resulta ser una variable explicativa para la implementación de regímenes de bienestar, como se desarollará más adelante.

 El estudio de Esping-Andersen y su categorización en el caso europeo da luces para el inicio de la literatura especializada de Estados de bienestar. En este, el autor construye el estudio bajo el esquema de desmercantilización, desfamiliarismo y estadocentrismo-residualismo. Para ello, el primero radica en el proceso en el que bienestar se encuentra desligado del poder adquisitivo, por lo que se presta el servicio de protección social como un derecho (Franzoni 2005; Esping-Andersen 1993). En segundo lugar, la dinámica del desfamiliarismo consiste en poder alcanzar una vida aceptable con independencia de sus lazos familiares. Y, por último, el estadocentrismo pone énfasis en un estado fuerte frente a un Estado residual, que responde únicamente cuando el mercado y la familia no poseen presencia (Esping-Andersen 1993). Bajo estos parámetros, Esping-Andersen agrupa a los países de Europa como socialdemócratas, corporativistas y liberales. Sin embargo, este modelo trae diversas críticas cuando se le quiere extrapolar al caso latinoamericano. No obstante, las dimensiones resultan útiles para comprender cómo el trabajo del cuidado recae en diferentes personas y dinámicas respecto al tipo de Estado en cuestión.

3.2.2.    El Estado de bienestar en América Latina

 América Latina fue una de las primeras áreas en desarrollar instituciones propias del Estado de bienestar después de Europa. Esto representaba, según Pierson (2005), una experiencia regional de las consecuencias del desarrollo tardío en materia de políticas sociales. Así, la experiencia latinoamericana ha sido diferente y con menor éxito que la europea, tanto en cobertura como en calidad. Además, a menudo se ha argumentado que el grupo social homogéneo en Europa habría favorecido a las capacidades movilizadoras, economía cerrada y un pacto primordial por parte de sus obreros industrializados (Sojo 2011); contrario a Latinoamérica, donde destaca su baja presencia industrial y alta población indígena. Sin embargo, estos rasgos generales latinoamericanos no se dan en similares proporciones en cada país, ya que América Latina es una región bastante heterogénea.

 En cuanto a las políticas sociales, en el caso latinoamericano, también se ha pretendido estudiar y categorizar los regímenes de bienestar frente a las limitaciones de los estudios de Esping-Andersen para la región. Así, Mesa-Lago (2008) divide en tres grupos los Estados de América Latina. En primer lugar, se encuentran los ‘pioneros regionales’, conformado por Chile, Uruguay, Brasil, Argentina y Cuba. Estos eran países que desde inicios del siglo XX habían implementado políticas sociales como el seguro de accidentes laborales, de pensión y enfermedad-maternidad, aunque su cobertura era aún muy desigual (Pierson 2005; Del Valle 2010). El segundo grupo fue bautizado como los ‘Estados intermedios’ y estaba conformado por Perú, México, Costa Rica, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Colombia, Panamá y Venezuela. En este grupo el seguro social surgió después de la década de 1930 y fue parte de la influencia del Organismo Internacional del Trabajo y el informe Beveridge (Pierson, 2005; Del Valle, 2010). Por último, en el tercer grupo se encontraban Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Haití, Republica Dominicana y Honduras. Estos poseían una cobertura limitada e inexistente seguro laboral y asignación familiar (Pierson, 2005; Del Valle, 2010).

 En línea con el modelo de Mesa-Lago, Filgueira (1998), interpretó que la división de los sistemas y sus prestaciones sociales en la región se encontraba profundamente ligada al modelo de industrialización sustitutiva de importaciones y realizó una extensión de dicho modelo, al estar influenciado en Esping-Andersen (Del Valle 2010; Franzoni 2008). Así, para el autor, en el primer tipo de régimen, llamado Universalismo estratificado, se encontraban Uruguay, Argentina y Chile. Este se situaba cercano al modelo conservador de Esping-Andersen, ya que poseían políticas extendidas, pero segmentadas por ocupaciones, y coincidían en el temprano desarrollo de sus sistemas de bienestar (Del Valle 2010; Franzoni 2008). En el segundo grupo se encontraban los Regímenes duales, Brasil y México, donde la estratificación era más acentuada que en el grupo anterior (Del Valle, 2010), aunque excluía a poblaciones en las zonas rurales (Franzoni 2008). En tercer lugar, estaban los ‘Regímenes excluyentes’, compuestos por El Salvador, Guatemala, Honduras, Ecuador, República Dominicana, Bolivia y Nicaragua. Este último grupo constaba de un sistema elitista y excluyente con una distribución de recursos casi inexistente (Del Valle 2010; Franzoni 2008).

 Por su parte, el estudio de Franzoni rescata las dimensiones mencionadas de desmercantilización, desfamiliarización, pero añade el desempeño (Pribble 2011), donde además aborda nociones como el cuidado y el rol de género en las políticas sociales. Así, identifica a tres grupos. El primero lo cataloga como Estatal de proveedor único, en el que se encuentran Costa Rica y Uruguay. Estos países, según Franzoni (2005), son excepciones en cuanto a las condiciones de vida y, además, atendiendo al índice de Gini, poseen menor desigualdad. En el segundo grupo, la autora toma como ejemplo a México, Argentina y Chile (Franzoni 2005) y lo cataloga como régimen de bienestar Liberal único. En esta categoría la inversión pública sigue siendo alta y combina asignaciones completas con asignaciones focalizadas. En último lugar, el régimen de bienestar Informal de doble proveedor, donde se encuentran El salvador, Guatemala y Nicaragua. En este grupo, el coeficiente de Gini es mayor a 60, las familias cuentan con doble proveedor, la informalidad es alta y existe escasa presencia y capacidad institucional (Franzoni 2005).

 Otro modelo que busca categorizar a la región es el de Jennifer Pribble (2011), quien presta mayor atención a los determinantes de los anteriores modelos, por lo que además de recurrir a los factores estructurales, pone énfasis en los de carácter político. En su modelo integra y realza el factor de la industrialización, de los movimientos colectivos, de la población étnica e indígena, etc. Así mismo, define a los regímenes de política social como “el paquete de políticas proporcionadas por el estado que protegen a los ciudadanos de la pobreza y redistribuyen los ingresos y las oportunidades de vida” (Pribble 2011, 192). En la misma línea, la autora, para describir la división de los países de la región, elabora dos dimensiones de políticas: Prevención de riesgos’ (risk prevention) y ‘Afrontación de riesgos’ (risk coping) (2011). En el primero se encuentran las políticas encargadas de mejorar los niveles de vida y el capital humano como forma de evitar la pobreza. El segundo radica en “el intercambio directo de beneficios en efectivo y, por lo tanto, proporcionan a los políticos recursos que son útiles para construir vínculos corporativos” (Pribble 2011, 194).

 En este modelo, construido por Pribble (2011), en el grupo uno se encuentran Chile, Costa Rica, Uruguay y Argentina, caracterizándose por un buen desempeño tanto de prevención de riesgos como de confrontación de riesgos. Además, constan de experiencia en industrialización, salvo Costa Rica, además de mayor fortaleza democrática y homogeneidad étnica (Pribble 2011). En el segundo grupo de políticas de protección están Panamá, México y Brasil, con alta calidad de afrontamiento de riesgos, pero no así en prevención de riesgos. Este grupo posee reducido nivel de movilización del sector popular y presencia de líderes autoritarios, haciendo posible la generación de políticas de arriba a abajo (Pribble 2011). La tercera configuración de protección social está compuesta por Colombia, Ecuador Paraguay y Perú, en la que hay niveles intermedios de afrontamiento de riesgos como de prevención de estos. En este grupo estuvo ausente la incorporación política tanto por movilizaciones como por organizaciones corporativas. Asimismo, existen altos niveles de poblaciones étnicas e indígenas, lo que produciría mayor heterogeneidad y dificultad para generar unidad, según la autora (2011), lo que se traduciría como menos incentivos para que los líderes concedan políticas que les beneficie. Por último, el cuarto grupo está ejemplificado por Nicaragua, Guatemala, El salvador y República Dominicana. Este grupo se caracteriza por su reducida capacidad de confrontación prevención de riesgos. En este grupo, según la autora (2011), la industrialización estuvo ausente y persistió la presencia de autoritarismos arraigados a la agricultura que no generaron políticas de protección social.

 Para efectos del artículo, revisar los distintos trabajos que generaron clusters de los regímenes de bienestar de la región es fundamental, debido a que permiten identificar las variables que han logrado cambiar o perpetuar la disposición de los distintos tipos de Estados a brindar políticas sociales. De la misma forma, los esfuerzos por introducir a la literatura estos estudios desde diversos enfoques y preocupaciones enriquecen la comprensión de los Estados en la región. Evidencian, además, que, desde el siglo pasado, tras varios cambios económicos y políticos, los países tienden a concentrarse en los mismos grupos. No existen grandes alteraciones, pero sí mayores precisiones y nuevos enfoques respecto a las causas de sus posiciones. En ese sentido, la construcción de los Estados, capaces de brindar políticas de bienestar a sus poblaciones, responden a patrones históricos, pero también a la proyección de estos; es decir, patrones, ya sean construidos o heredados. Así mismo, llama la atención como los autores ponderan los altos niveles de heterogeneidad que existe en América Latina, lo que dificulta poseer un solo análisis determinante, pero que también resalta aquellos que tienen en común como la desigualdad, informalidad, dependencia económica, etc. (Franzoni 2005, Esquivel 2012, Mesa-lago 2008, Pribble 2011)

 Así, en el siglo XX en América Latina, gran parte de la población no contó con acceso a servicios de salud, ingresos estables y pensiones. De hecho, aun que cuando existió protección social a los trabajadores, esto solo se implementó en el sector formal, más no en el amplio sector informal (Garay 2016). Por lo tanto, el sector formal fue el común protagonista de los beneficios sociales en la región, debido a la corriente de industrialización, también llamado desarrollismo; no obstante, su adquisición no fue inmediata. De hecho, la consigna de conseguir más derechos, incluso para el sector formal, de carácter social, para América Latina ha sido de forma heterogénea. En algunos casos fue, como se comentó líneas arriba, por fuerza de las luchas y colectivos sociales, pero en otros casos, surgió por parte de líderes autoritarios. Huber (2009), por su parte, intenta explicar el por qué de la adquisición de estos derechos en la región. En su estudio encuentra una alta correlación en que los largos períodos de democracia hacen posible que emerjan organizaciones que representen intereses en común, mientras que añade que los partidos políticos de izquierda direccionen la mirada estatal a un sentido más progresista, lo que significa una mayor asignación en el gasto público para afectar la distribución, como es el caso de las leyes de salario mínimo.

 En cuanto al sector informal en la región, si bien es cierto que existía mucho antes de la década de los 80s, es recién en esta época en el que suscita el interés de los académicos. Hasta entonces, América Latina había logrado implementar periodos de industrialización en la mayoría de sus países, algunos más exitosos que otros, pero cuyos beneficios solo se extendían al sector industrial/formal. En efecto, existe evidencia de que estos períodos de industrialización dieron lugar a lo que fue bautizado como ‘Estados de bienestar truncos’, caracterizados por proporcionar beneficios de seguro social a un grupo reducido de trabajadores formales (Holland 2017). Mientras que el sector informal se encontraba en relaciones clientelares con los líderes de turno y fragmentados por su condición heterogénea. Esta distribución laboral se mantuvo sin muchos cambios hasta la ‘crisis de la deuda’ a inicios de la década de los 80s. A lo que los países de la región respondieron con la implementación de reformas orientadas a una severa contracción estatal, seguida de una marcada privatización de prestaciones y empresas que hasta el momento eran nacionales (Garay 2016), lo que empujó a gran parte de la población formal al sector informal.

 Así, estos ajustes estructurales en los 80s, agudizadas en los 90s, fueron implementados en el marco del Consenso de Washington, además de los organismos internacionales que dictaban una serie de recetas de corte neoliberal para la región. Estas reformas significaron también la liberalización del sector salud, la mercantilización y retracción de los beneficios antes brindados por el Estado. Por lo que, posteriormente, dio paso a un largo proceso de mayor segmentación y fragmentación que generó profundas desigualdades en el acceso a prestaciones sociales como pensiones y salud de calidad (Bohoslavsky & Rulli 2020). Así mismo, estas reformas, como la desindustrialización, aumentaron “la importancia numérica de los trabajadores que corren el riesgo de caer en el sector informal” (Holland y Schneider 2017). De hecho, estas reformas también incrementaron la pobreza en la región, además de que, como argumentan los especialistas, la inequidad ralentiza el crecimiento (Franzoni 2005). Por lo tanto, es en este contexto en el que la informalidad y la precarización se incrementan robustamente en América Latina.

 Este proceso de informalización en la región ha sido ampliamente estudiado, debido a que se le ha considerado como un obstáculo para el desarrollo económico y el bienestar social. Se sabe, pues, que la población informal tiene menos acceso a beneficios sociales, además de encontrar barreras colectivas, escasos recursos y débil infraestructura organizativa para hacer frente a las políticas que no les excluya (Garay 2016). En ese sentido, entre los estudios acerca de la informalidad en la región destaca Guillermo E. Perry (2007), quien define a la informalidad como la interacción imperfecta entre los ciudadanos y su Estado, y encuentra que las grandes empresas son menos propensas a la informalidad, debido a su organización, siendo desproporcionadamente mayor el caso de pequeñas empresas en América Latina (Camargo y Caicedo 2012). Así mismo, identifica dos razones de ser de la informalidad en la región: por exclusión y por escape (Perry 2007). El caso de la exclusión radica en las barreras que el Estado impone a las empresas que impide que estas alcancen la frontera de la formalidad, perjudicando también a sus trabajadores. En el caso del escape, surge la evaluación costo-beneficio de los empresarios respecto a las poco atractivas prestaciones que el Estado otorga, por lo que se tiende a elegir la informalidad.

 Por lo tanto, se suelen cuestionar las medidas del paquete de neoliberalización en América Latina. De hecho, se argumenta que el sistema tributario de carácter ortodoxo que se implementó fue un fracaso, ya que se había pensado en un modelo europeo y no local. Es decir, se ignoró, según Del Valle (2010), una serie de rasgos como el alto nivel de evasión, debido a la magnitud informal, el bajo nivel de moral fiscal, maniobras fraudulentas, etc.; la limitada capacidad de control de las entidades tributarias y su elevado gasto fiscal. Lo que devino en una región que, si bien antes priorizaba la dualización en su bienestar, ahora tendía incluso a mayor fragmentación de sus relaciones sociales (Del Valle 2010). Por otro lado, este periodo de neoliberalización estuvo también caracterizado por un mayor aumento de la acumulación del capital, ausencia de pensiones de asistencia social, mayor desigualdad de género, fallas de integración, altos costos fiscales de transición, etc. (Mesa-Lago 2008). De esta forma y sin mayores cambios, bajo la lógica neoliberal, América Latina atraviesa el siglo XXI con altos niveles de desigualdad e incertidumbre económica.

 3.2.3.  Los cuidados en América Latina

 Producto de los cambios en políticas económicas de finales del siglo XX, América Latina empieza el siglo XXI con serios problemas de distribución y eficacia en protección social. En efecto, la distribución de los cuidados se encuentra altamente desequilibrada, derivándolas a los hogares y siendo ejercidas mayoritariamente por mujeres de forma no remunerada (MUJERES y CEPAL 2020). De hecho, en el mundo, las tres cuartas partes del cuidado no remunerado lo realizan las mujeres y en América Latina; en específico, el 75% de ellas realizan el trabajo doméstico y de cuidados no remunerados (Bohoslavsky y Rulli 2020). Además, el trabajo de cuidados ha sido históricamente invisibilizado e, incluso, desprestigiado. Así mismo, esta desprotección a las mujeres, sumado a la sobrerrepresentación de ellas en el trabajo informal y sus bajos ingresos, las expone a condiciones adversas en su cotidianeidad (MUJERES y CEPAL 2020).

 Por lo tanto, se evidencia que la organización social de cuidados ha sido elaborada y legitimada bajo una estructura desigual fundamentándose, como se ha escrito al inicio, en una división sexual del trabajo mediante roles estereotipados. No obstante, en las últimas décadas, el ejercicio de los cuidados se problematiza más a medida que surgen cambios sociales, culturales, y demográficos como el inevitable “progresivo envejecimiento de la población, la diversificación de los patrones familiares, el ingreso masivo de las mujeres al mercado laboral y en otras esferas de la vida social” (MUJERES y CEPAL 2020), que generan una crisis mayor aun en la región que, a su vez, afecta en la demanda y oferta de los cuidados. Lo que significa que América Latina inicia este siglo afrontando nuevos desafíos en materias de políticas públicas bajo un modelo neoliberal aún muy presente en varios países de la región.

 Por un lado, la crisis de los cuidados respecto a su capacidad para garantizarlos se debe a diversos motivos. Entre ellos se encuentra la transformación de la estructura familiar que ha ocurrido en las últimas décadas. Destacan, así, la reducción familiar y la creciente participación laboral femenina (Aranco et al. 2018). De hecho, la participación laboral de mujeres en América Latina y el Caribe pasó de 20% en 1960 a caso 50% en el 2015 (Aranco et al. 2018). Sin embargo, este incremento de incorporación de las mujeres en el trabajo se debe, en gran medida, a la aspiración por una identidad propia, autonomía e independencia económica; significan también, en los espacios menos privilegiados, una doble carga para las mujeres que no cuenten con la disponibilidad de cuidados, ya sea mediante servicios públicos o servicios mercantilizados (Calderón, 2013). Recordemos que dependerá del tipo de regímenes de bienestar implantados en un Estado lo que hará que el cuidado dependa más del mercado, del Estado o, a falta de ambos, de la familia.

 Por otro lado, aunque es pronto aun para considerar a la población de América Latina como envejecida, la tendencia en los próximos años parece indicar que ese es el camino como lo es también en regiones como Europa. Sin embargo, el ritmo actual de envejecimiento no tiene precedentes en la región. La población mayor de 60 representa el 17% de la población y se estima que para el 2050 se llegue al 25% de la población (Aranco et al. 2018). Lo que se traduce, en las condiciones actuales, como una mayor presión sobre los/as responsables del cuidado, en su mayoría, mujeres, debido a la mayor demanda de cuidados por parte de la población adulta, ya que aumenta las limitaciones funcionales que potencian las causas de discapacidades (Rossel 2016; Aranco et al. 2018). Así mismo, se espera que exista una mayor presión por sistemas de jubilaciones y pensiones como de mayor atención en el sector salud (Rossel 2016). Este proceso de envejecimiento refuerza la crisis de cuidados y limita algunas potencialidades de América Latina que derivaban del ‘bono demográfico’ que se encontraría aproximando a su fin, además del elevado descenso de la fecundidad actual.

 La migración, a su vez, también es un fenómeno que afecta los cuidados y su crisis. Tradicionalmente, las migraciones se han realizado de América Latina hacia los países más desarrollados en Occidente o América del Norte. Esta población migrante, que tiende a ser más joven y a tener mayores tasas de fertilidad, ha tendido a contrarrestar, en parte y no de forma suficiente, el proceso de envejecimiento en aquellos países de su destino (Rossel 2016), pero generando el sentido contrario a sus países de origen. Lo que, además, ha sido catalogado por Hartley (2012) como “fuga de cuidados”. Sin embargo, debido a las medidas restrictivas y anti-migrantes por parte de los países más desarrollados, las olas migratorias suelen ser cada vez más regionales. En tal sentido, las poblaciones migratorias carecen de acceso a políticas sociales en países con ya escasos sistemas de bienestar, donde se les asigna una posición más vulnerable que la de solo informal al ser, pues, también extranjero/a. Es ahí donde también suelen aportar en la organización social de cuidados como trabajadoras/es del servicio doméstico y que, como explica Esquivel (2012), son cada vez más las mujeres migrantes quienes ocupan este rol al servicio de las clases medias urbanas de los países de destino. Este proceso en el que se delega a otras mujeres la división social del cuidado es también conocido como terciarización de los cuidados.

 Así, en este mundo globalizado en el que nos encontramos, sujetado a los sistemas económicos y sociales imperantes, este proceso de migración por parte de mujeres en el cuidado ha originado lo que ha sido llamado “cadenas globales de cuidado”. En este proceso migratorio se transfiere el cuidado desde los hogares de los países de origen hacía aquellos de los países receptores, surgiendo ‘familias transnacionales’, en el que la maternidad, por ejemplo, se realiza a distancia (Sojo 2011). Esta internacional división del trabajo o transferencia internacional del cuidado se caracteriza porque a medida que descienda más la cadena, así también lo hace el valor asociado al cuidado, donde los migrantes suelen tener más dependientes a su cargo y, además, en sus países de origen en los que habrá, también, otras mujeres implicadas en el cuidado de forma no remunerada (Rossel 2016). Así mismo, las migraciones, en ese contexto, suelen contribuir económicamente en el sostén de las familias y, por lo tanto, de los cuidados por medio de remesas de un país a otro.

 Como ya se ha mencionado antes, la informalidad y la desigualdad son fenómenos con mucho protagonismo en la región. No sorprende, pues, que se encuentren vinculados, por lo que revisarlos ayudan a poder comprender mejor a los Estados latinoamericanos en la actualidad y su crisis de cuidados. Producto de las reformas de desindustrialización y liberación de los mercados, muchos trabajadores y las familias más pobres fueron excluidos del sistema. En ese sentido, estos/as trabajadores/as informales suelen tener resistencia al acatamiento de las leyes impositivas, acción que depende inversamente de las “percepciones de ‘captura del Estado’ y positivamente de las percepciones de la calidad del gasto público” (Perry et al. 2007). Por lo tanto, se deduce una baja confianza hacia el Estado y, por ello, existe poca responsabilidad tributaria y cumplimiento de las normas (Camargo y Caicedo 2012). De ahí que la desigualdad de ingresos y poder estén correlacionados con la informalidad y asociadas también a las instituciones débiles y posibles capturas del Estado (Perry et al. 2007). Esta es la realidad de muchos países de América Latina, donde el Estado se encuentra incapaz de hacer cumplir las normas y, además, es visto como incapaz proveedor de bienes meritorios, lo cual “se refleja en la desigualdad de oportunidades y mala distribución del ingreso” (Camargo y Caicedo 2012).

3.2.4. Crisis sanitaria en los cuidados en América Latina

 En la actualidad, debido a la ausencia de grandes cambios en las últimas décadas, la mayoría de países latinoamericanos poseen aún Estados pequeños con bajos ingresos tributarios y bajos gastos públicos, donde además los recursos que se utilizan no se encuentran bien designados (Huber 2009). La calidad de las democracias, por su parte, siguen siendo defectuosas en su mayoría con serios problemas políticos. En ese sentido, es aun vigente la expresión de Centeno y Ferraro (2013) acerca de Latinoamérica como una región de “leviatanes de papel” por sus Estados débiles y su poca legitimidad, poca capacidad para hacer efectivas sus ordenanzas de leyes, baja carga impositiva, dificultad para sostener políticas públicas en general, etc. Así mismo, en la región, los servicios sociales aun cuando aumentan, lo hacen de manera desigual en calidad y en acceso para los grupos más pobres, y las principales transferencias que se efectúan por programas de seguridad social tienden a ser cada vez más regresivos (Huber 2009).

 Así mismo, el trabajo no remunerado continúa siendo casi exclusivamente ejercido por parte de mujeres y los estudios acerca del uso del tiempo no muestran modificaciones sustantivas en el reparto de tareas domésticas (Franzoni 2005). Si bien la inserción laboral femenina es un fenómeno en constante crecimiento, la diferencia entre hombres y mujeres sigue siendo alta. Casi la mitad de las mujeres, en la región, se encuentran trabajando frente a las tres cuartas partes en el caso de los hombres; además, el trabajo a tiempo parcial es practicado por una de cada cuatro mujeres, mientras que en los hombres es de uno de cada ocho (Gutierrez et al. 2020).

Entonces, ya antes incluso de la pandemia, América Latina era una región muy desigual para las mujeres, pero también para otros grupos, como lo demuestran Gutiérrez et al. (2020), en un estudio con enfoque interseccional: los mercados de trabajo se encuentran amenazados y sin mayor respaldo sobre las mujeres de bajos ingresos, habitantes en zonas rurales, jefas/es de hogar y jóvenes (15 a 24 años de edad). Así mismo, América Latina también ha seguido sufriendo los estragos de la crisis financiera del 2008. La tasa de crecimiento del PIB regional se redujo de un 6% a 0,2% e, incluso, en el periodo de 2014-2019, el crecimiento fue el menor desde 1950: 0,4% (CEPAL 2020). Además, los esfuerzos por reducir la desigualdad han sido insuficientes, pues el espacio fiscal ha sido bastante limitado como lo han sido también los ingresos públicos. La crisis financiera y su ralentización en la actividad económica, la evasión fiscal y el fin del alza de las materias primas ocasionó un estancamiento en la región. De esta forma, en la última década, los ingresos públicos totales por parte de los gobiernos centrales latinoamericanos promediaron 18,2% del PIB (CEPAL 2020).

 De la misma forma, los efectos desde el periodo de neoliberalización sobre el sistema de salud han tenido un alto y largo impacto. La cobertura regional desde 1990 a 2001 se redujo en sus formas estatales, lo que ocasionó que se aumente en sus versiones privadas, aunque con estas con menor cobertura que aquellas, provocando, así, menor acceso a las poblaciones vulnerables. Esto ocasionó un mayor predominio de mecanismos contrarios a la solidaridad y agravó la desigualdad de género debido a la “selección de riesgos practicada contra las mujeres en edad fértil” (Mesa-Lago 2008). En ese sentido, en la actualidad, frente al COVID-19, América Latina se encuentra en una posición más vulnerable que otras regiones del mundo. Pues, la región cuenta con sistemas de salud caracterizados por ser débiles y fragmentados, que, por lo tanto, no garantizan un acceso universal necesario frente a una crisis como la sanitaria ocasionada por la pandemia (CEPAL 2020). Además, históricamente los sistemas de salud se han situado en espacios geográficamente centralizados, lo que repercute en aun menor acceso a poblaciones rurales o periférico-urbanas.

 Así, la magnitud de la estrechez fiscal y la debilidad de los Estados, propias de la región, han comprometido, a su vez, otros cuatro sistemas de protección social que se ven afectados para hacer frente a la pandemia (CEPAL 2020). Por un lado, el aumento de la informalidad, lo que ocasiona mayores brechas en acceso de protección social y mayor aumento de trabajo por cuenta propia. En segundo lugar, existen muy pocos países en la región que cuenten con prestaciones de desempleo. En tercer lugar, inevitablemente, los sistemas de protección social de carácter contributivo se verán afectados por una, cada vez mayor, demanda de prestaciones de licencias por enfermedad, al menos en el sector formal. Por último, la reducida cantidad de programas de protección social de orden no contributivo repercutirá en el ya poco apoyo a los pobres y a grupos de bajos ingresos.

 Sumado a esto, un estudio de CEPAL (2020a), prevé que las familias con menores ingresos se verán obligadas a mandar a sus hijos/as al trabajo, lo que significará una mayor tasa de trabajo infantil en la región. Así mismo, otros estudios estiman que las empresas más grandes y con mayores recursos podrán hacer frente a la crisis económico, producto de la crisis sanitaria, mientras que no así para las empresas pequeñas, quienes, aunque pueden recuperarse más rápido (Lavell 2020) existe incertidumbre al respecto, ya que depende del tiempo de paralización o ralentización de la economía. Lamentablemente, en América Latina, casi el 99% de las empresas son micro, pequeñas o medianas y, además, constituyen la mayor parte en casi todas las áreas de economía regional (CEPAL 2020b).

 De esta manera, la crisis sanitaria afecta económicamente a toda la región, pero afecta aun más a poblaciones que ya se encontraban vulnerables en el día a día. De hecho, a diferencia de otras crisis, esta sucede en un periodo de mayor desigualdad en el orbe. Producto de las medidas de confinamiento que exigen controlar el movimiento mediante el cierre de fronteras y la inmovilización masiva, lo que repercute negativamente en la población migrante. Así, en un periodo sin precedentes, donde el movimiento global surge de refugiados, migrantes por anteriores crisis nacionales, desplazados, etc., se ve condicionado por la crisis sanitaria. Esto en el marco de un proceso, no de internacionalismo, sino de hipernacionalismo, que coloca a los migrantes en una posición de no-nacional, frente a los ciudanos nacionales, donde aquellos son “irregularizados, criminalizados se tornan en cuerpos parecen no merecer la defensa, sino más bien la exposición al contagio y la muerte durante la pandemia” (Álvares 2020, 18; Buttler, 2020).

 Por lo tanto, la crisis sanitaria devela la ya injusta organización social/sexual del trabajo. Pues, datos como la sobrerrepresentación de las mujeres en el trabajo del sector informal o en aquellos de menores ingresos “dejan expuestas las condiciones adversas de la crisis y refuerzan los vínculos perversos de la pobreza monetaria y la pobreza de tiempo” (MUJERES y CEPAL 2020). En efecto, incluso antes del COVID-19, las mujeres, en la región, destinaban entre 22 y 42 horas semanales a las actividades domésticas y de cuidados (CEPAL 2020c). De hecho, estas desigualdades, incluso, se incrementan en los hogares de menores ingresos, donde la demanda de cuidados ya era aun mayor y, ahora, se agudiza más, debido a que la atención de salud se traslada a hogares, sin políticas de co-responsabilidad (CEPAL 2020c).

 Si bien el COVID-19 ha desatado una crisis sanitaria y económica, ha exigido, por parte de los Estados, una respuesta inmediata frente a estas nuevas adversidades. En ese sentido, las políticas públicas desplegadas por parte de los gobiernos latinoamericanos no han sido, en su mayoría, elaboradas desde un enfoque de los cuidados. De hecho, desde una perspectiva de gestión de riesgos, se puede afirmar que muchas de las medidas implementadas transfirieron riesgos hacia las poblaciones menos privilegiadas. En este tema, Lavell et al. (2020) sostiene que existieron tres categorías de riesgos mutuamente relacionados. En primer lugar, el riesgo primario de la materialización del virus y su mortalidad. En segundo lugar, el estrés o colapso de los sistemas sanitarios y de las morgues o servicios funerarios. Por último, en tercer lugar, las políticas implementadas para evitar el desborde del primer y segundo riesgo, lo que se traduce en medidas de confinamiento o paralización económica.

 

De esta manera, las consecuencias, producto de intentar evitar los riesgos primarios y secundarios, a menudo, recaen en grupos específicos. En este caso, los riesgos económicos y sociales asociados con las medidas que buscan evitar la propagación del virus serán mayores para sectores sociales como población migrante, trabajadores/as informales, trabajadoras sexuales, personas sin hogar, mujeres en trabajos domésticos remunerados o no remunerados, etc. Para estos sectores, argumentan Lavell et al. (2020), es posible que la lucha diaria por la supervivencia, la exposición y su repetida experiencia en salud de baja calidad, desnutrición crónica, delincuencia y otros riesgos asociados, que el encierro genera para reducir las probabilidades de infección por el virus SARS-coV-2, terminen siendo un riesgo mayor que ignorar las recomendaciones de confinamiento. Esto debido a que la situación les obliga a salir a buscar un ingreso y sustento diario. Por ello, sugieren los autores, es menester que las políticas públicas deban hacerse enfocándose en si las externalidades transferirán riesgos a poblaciones que ya se encontraban vulnerables.

 No muy diferente a las formas en las que estas políticas se realizaron, han sido aquellas recomendadas históricamente por las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs). El despliegue de estas instituciones frente a la crisis sanitaria fue casi inmediato. Entre las que destacan por las grandes cantidades de dinero que son capaces de ofrecer en sus ofertas de crédito se encuentran, el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Sin embargo, estas instituciones suelen imponer condiciones al momento de entregar un préstamo. Así, en el pasado, y con más fuerza desde los 80s, fruto de las recetas de estas instituciones, surgieron los ajustes estructurales caracterizados por políticas ortodoxas de alta austeridad. Lo que devino en Estados reducidos con poca capacidad y alcance estatal, así como un adelgazamiento en las políticas de protección social, al privatizarlos o desaparecerlos. No obstante, Bohoslavsky y Rulli (2020), evidencian que estas medidas no solo impactaron de forma negativa desproporcionadamente a las poblaciones pobres y agravaron la desigualdad en la región, sino que también afectaron negativamente a las mujeres.

 Por ello, Bohoslavsky y Rulli (2020), en su trabajo, argumentan que las medidas, históricamente producidas por estas instituciones, han resultado ser androcéntricas, ya que socavan la igualdad de género y los derechos humanos de la población femenina al privatizar los servicios públicos, pues, entre sus lineamientos está “reducir el tamaño de las redes de seguridad social y recortar los salarios, junto con la desregulación laboral, las reducciones en las pensiones, y la profundización de regímenes tributarios regresivos mediante la introducción o el aumento del IVA al tiempo que se reducen las tasas impositivas empresariales” (2020, 5). No obstante, ahora frente a la crisis sanitaria, una vez más estas instituciones vuelven a ofrecer medidas similares de austeridad en la lógica neoliberal. Por ello, sostienen Bohoslavsky y Rulli (2020), que tales recomendaciones y condicionalidades no han sido diseñadas con un enfoque de género que reconozca la injusta organización social del cuidado que padece esta región.

4. RESULTADOS

Se puede deducir, entonces, que, al recaer más el impacto económico frente a estos grupos vulnerables, se agudiza la ya crisis de los cuidados, pero, además, amplia las brechas entre ricos y pobres. Si bien en materia de los cuidados, las personas que se encontraban excluidas del sector formal lo estaban también de las prestaciones sociales, mientras que los que pertenecían a los sectores formales se encontraban favorecidos, lo que ya aumentaba la brecha (Pribble 2011). No obstante, es ahora que estas brechas se distancian aun más, ya que los que poseen menos recursos se ven empujados al sector informal y por lo tanto tampoco reciben apoyos por parte del Estado que les permita hacer frente a la crisis sanitaria. Por lo que, frente a una crisis, también económica, las demandas de cuidados no encuentran amparo en el Estado y tampoco en el mercado, relegando, así, a las familias su ejercicio.

Así mismo, es importante recalcar que estas diferencias en el impacto del COVID-19 no son las mismas incluso entre países de América Latina. Existen países con mayor formalidad como Chile y Uruguay, mientras que hay otros por lo contrario con una alta tasa de informalidad que se viene en aumento por la crisis sanitaria como es el caso de Perú y Bolivia. Un ejemplo de ello son Bolivia, Perú y Guatemala, donde más del 80% de mujeres se encuentren en el sector informal (Bohoslavsky y Rulli 2020). Pues, nos encontramos con una región que como se ha demostrado antes, en las categorizaciones de los regímenes de bienestar, es altamente heterogénea de forma intraregional como intranacional. Desde la forma en la que se ha construido sus políticas sociales como los insumos para estos. De igual forma, los patrones de respuesta frente al COVID-19 parecen matenerse. Donde los países con mayor protección social, mejores sistemas de salud y más homogeneidad responden mejor a la epidemia. Así, la evidencia sugiere que aquellos/as que no gocen de aquellos beneficios sociales sufrirán un mayor impacto económico, pero también en su salud. De hecho, la tasa cruda de mortalidad por COVID-19 (TCM) se encuentra asociada a personas que viven con menos de un dólar al día (Acosta 2020).

Por otro lado, en la línea de políticas para responder la pandemia, las políticas de confinamiento recaen en las poblaciones también más vulnerables. De la misma forma, la crisis económica y las políticas que buscan reducir su impacto lo hacen con las poblaciones menos privilegiadas. De hecho, las medidas de ajustes y austeridad han dejado, ya una vez, a América Latina en una posición vulnerable frente a cualquier fenómeno como lo es ahora el de la crisis sanitaria por el COVID-19. Entonces si es que las políticas de ajuste y de minimización del Estado y por lo tanto de sus prestaciones sociales generan mayor número de personas en el sector informal, menos acceso a la salud pública y a beneficios sociales, así, los costos para la organización social del cuidado también serán mayores. Es preciso mencionar que la pobreza viene acompañada por falta de acceso a viviendas, lo que complica el aislamiento social y promueve el hacinamiento; menor acceso al servicio de salud; alimentación saludable; acceso a agua potable; y genera obstáculos económicos para poder acceder al teletrabajo como a la educación a distancia.

Si bien, como ya se señaló, los países latinoamericanos y sus sistemas de políticas sociales y, por lo tanto, sus cuidados ya se encontraban en crisis antes de la crisis sanitaria, este nuevo fenómeno significa una amenaza para las ya debilitadas instituciones del cuidado. Por su parte, las respuestas y evoluciones de la pandemia por el COVID-19 parecen estar en línea con sus heterogéneos regímenes sociales. Esta heterogeneidad se asociaría a sus particularidades de cada país como el tamaño de su población, los niveles de pobreza urbana, sus medidas de salud adoptadas y las condiciones sanitarias preexistentes (Acosta 2020). Existe, así mismo, debido a las respuestas estatales de la crisis sanitaria como es el confinamiento, más niños/as en edad escolar, adultos mayores dependientes vulnerables, discapacitado/as, etc., en el hogar. Lo que se traduciría como un mayor estrés en las personas que asumen los cuidados, siendo en su mayoría en la región, mujeres y migrantes. Por lo que la crisis sanitaria y sus externalidades poseen un mayor impacto en las personas sobre las que se articula los cuidados, es decir los/as cuidadores/as y los/as cuidados/as

5.  DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES

Al ser la crisis sanitaria y económica, y sus efectos en la crisis de cuidados un fenómeno todavía en proceso, surge una serie de limitaciones para la investigación. En ese sentido, por la naturaleza de la investigación, ha sido posible explorar la problematización del cuidado y dar luces acerca de las causas del efecto en el objeto de investigación haciendo uso de diversas fuentes, más no es posible tener completa certeza acerca de los efectos de la causa, ya que la pandemia aun no ha terminado y los informes al respecto son solo fotografías del momento. Sin embargo, el trabajo pretende al menos dar un esbozo de lo que sería la película de algunos grupos menos privilegiados en relación al cuidado en la región frente a la crisis sanitaria. Por ello, el trabajo, al concluir, se otorga la licencia de brindar recomendaciones respecto a cómo optimizar los cuidados en América Latina.

Por lo tanto, las políticas públicas que no aborden las complejidades de la región se verán obstaculizadas al momento de implementarse. Reconocer las brechas de igualdad entre género, pero también entre sectores sociales será primordial, como también reconocer la heterogeneidad de la región. De la misma forma, se deben buscar políticas que permitan a las personas quedarse en casa sin pasar hambre, sin amenazas que vulneren su salud mental y física. La crisis actual de los cuidados se encuentra sujeta a agravarse de acuerdo al impacto económico que recaiga sobre las personas que lo ejercen. En ese sentido, es importante recordar que las políticas de cuidado deben ser evaluadas desde perspectivas transversales (Sojo 2011).

 Por lo que será necesario que sean coordinadas, más ahora que nunca, desde las políticas de empleo, transporte, vivienda, género, fiscal, educación y ocio, ya que el debilitamiento o descuido de un sector puede agudizar la crisis de cuidados al estar todas estas secciones mutuamente relacionadas. Así mismo, es importante que los gobiernos dejen de invisibilizar a los cuidados que son fundamentales en el ser de cualquier persona y, por lo tanto, se debe buscar que sea jerarquizado y remunerado, ya que es parte de lo que entendemos como economía. En esa línea se deben sumar esfuerzos para reconocer, distribuir y reducir los cuidados con ayuda del Estado y la sociedad Civil. Es importante, además, que las políticas públicas que se implementen no solo sean de un lado hacía otro (arriba-abajo), sino que dialoguen y la voz de las personas que puedan ser afectadas sean consultadas. Por último, frente al fin del bono demográfico y el inevitable proceso de envejecimiento de la región, es preciso implementar mejores políticas de salud pública para un envejecimiento sano y digno.

 6.  REFERENCIAS

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