DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v6i6.4359

“Un novelesco camino de vida” emociones y conflictos en el recorrido de un cura doctrinero en el Nuevo Reino de Granada (siglo XVII)

Martín Ernesto Álvarez Tobos

[email protected]

https://orcid.org/0000-0002-6143-5935

Historiador - Investigador independiente

Bogotá – Colombia.

  

Resumen:

A comienzos del siglo XVII, se presentaron unos conflictos al interior de las encomiendas de Susa y Turmequé, al nororiente de la Audiencia de Santafé. En el desarrollo de esos hechos estuvo presente un agente en común: el cura doctrinero Pedro de Zea. Este hombre se enfrentó a los propietarios de esas encomiendas (Isabel Ruiz y la Corona), ya que ellos denunciaron sus comportamientos y su inconstancia con la evangelización. Sin embargo, más allá de las denuncias que ambos agentes manifestaron, ellos exhibieron sus deseos, ilusiones e intereses personales; es decir, sus pasiones. En este escrito se describirá  el “itinerario de vida” del presbítero Pedro de Zea, su paso por diferentes encomiendas de las provincias de Tunja y Santafé, entre 1600 y 1627, enfatizando en las tensiones que tuvo con diferentes encomenderos, y las pasiones que estos hechos originaron en los protagonistas y su incidencia en la cotidianidad de aquellas unidades político territoriales. Es una forma de comprender que más allá de los procesos políticos, económicos, sociales y culturales que se presentaron en el periodo colonial, había hombres y mujeres con unos complejos e intrincados mundos internos. 

 

Palabras clave: Pedro de Zea, encomenderos, itinerarios de vida, pasiones, comunidades emocionales.    

 

 

Correspondencia: [email protected]

Artículo recibido 28 noviembre 2022 Aceptado para publicación: 28 diciembre 2022

Conflictos de Interés: Ninguna que declarar

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Cómo citar: Álvarez Tobos, M. E. (2023). “Un novelesco camino de vida” emociones y conflictos en el recorrido de un cura doctrinero en el Nuevo Reino de Granada (siglo XVII). Ciencia Latina Revista Científica Multidisciplinar, 6(6), 13660-13689. https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v6i6.4359


"A novel way of life" emotions and conflicts in the journey of a doctrinal priest in the New Kingdom of Granada (seventeenth century)

Abstract:

At the beginning of the XVIIth century, a series of conflicts happened in the encomiendas of Susa and Turmequé, in the northeast of the Audiencia de Santafé. In the development of these events, a common agent was present: the doctrinal priest Pedro de Zea. This man confronted the owners of those encomiendas (Isabel Ruiz and the Spanish Crown) because these owners of the encomiendas denounced the terrible behavior of the priest and his lack of commitment to indoctrination. However, beyond the complaints that both the cleric and the encomenderos expressed, they exhibited their wishes, illusions and personal interests; that is, their egos. In this paper, I will describe the "itinerary of life" of the priest Pedro de Zea, his passage through different encomiendas of the provinces of Tunja and Santafé between 1600 and 1627, emphasizing the tensions he had with different encomenderos, and the passions that these events originated in the protagonists and their incidence in the daily life of those territorial political units. It is a way of understanding that beyond the political, economic, social and cultural processes that occurred in the colonial period, there were men and women with complex and intricate internal worlds.

Keywords: Pedro de Zea, encomenderos, life itineraries, passions, emotional communities.


 

Introducción

En 1616, el sacerdote Pedro de Zea, cura doctrinero en la encomienda de Sáchica, redactó una probanza de méritos en la cual expuso los hechos más relevantes de su vida y sus cualidades como presbítero entre los nativos; todo ello con el objetivo de solicitar al Rey y al Consejo de Indias, la concesión de una merced mayor en cualquiera de las posiciones hispánicas; y así, mejorar sus condiciones de vida. 

Los hechos expuestos por el presbítero en aquel documento proporcionan un soporte para realizar el análisis sobre la presencia de las emociones en los actos descritos, el cual se puede hacer en dos aspectos: por una parte, “el camino vital” de un agente eclesiástico y su paso por el escenario de la encomienda; y por otra, la relación que tuvieron los encomenderos y los clérigos entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Para esto es necesario conocer el contexto historiográfico en el que se ha estudiado la encomienda. Al respecto, se presenta un balance a partir algunos autores que han estudiado el tema desde aproximaciones económicas, sociales, culturales, y particularmente, sobre el tema de la evangelización en esas estructuras territoriales/administrativas.  

La encomienda es un tema clave en el estudio sobre la consolidación del dominio imperial hispano en los territorios americanos. Además de los estudios clásicos de Silvio Zavala (Zavala, 1935) y Clarence Hargin (Hargin, 1966), varias investigaciones realizadas entre finales de la década de los 60 y los años 90 se enfocaron en el aspecto económico y social de esa institución. Entre éstos se cita la obra de James Lockhart sobre la situación de los pueblos nahuas después de la conquista. En ésta manifestó que la encomienda no supuso un cambio en las autoridades nativas, sino que implicó la permanencia de encomenderos  y jefes nativos, para permitir una relación funcional entre los indios y el encomendero:

“Después de la conquista, el altéplet adquirió aún más importancia. Todo lo que los españoles organizaron fuera de sus propios asentamientos en el siglo XVI, la encomienda, las parroquias rurales, las municipalidades indígenas, las jurisdicciones administrativas iniciales, fue sólidamente construido sobre altéplet individuales ya existentes”. (Lockhart, 1999, p.  28)  

Para el caso peruano, Steve Stern, analizó los cambios y permanencias que se desarrollaron con la implantación de las encomiendas en ese territorio, y más en el contexto de las guerras civiles que allí se presentaron, haciendo énfasis en los conflictos que se presentaron entre los primeros encomenderos y los indígenas repartidos en esas jurisdicciones (Stern, 1989).   

Los planteamientos de Lockhart y Stern conformaron una escuela que a finales de los 90 y los primeros decenios del siglo XXI, se orientó a revisar las experiencias sobre las encomiendas en cada espacio americano, enfatizando en su las particularidades locales. Así, este tema adquirió un nuevo empuje para expandir sus horizontes epistemológicos.

Para el caso colombiano, diversos autores plantearon múltiples aproximaciones sobre la encomienda, centrándose en el aspecto económico. Germán Colmenares, tanto en sus estudios regionales de las provincias de Tunja y Pamplona como en su obra general sobre el Nuevo Reino de Granada estableció que la importancia de ella radicaba sobre la posesión de la mano de obra que sobre la propiedad de la tierra. Igualmente, realizó un acercamiento sobre los conflictos al interior de las encomiendas y los roces de sus dueños con la Real Audiencia de Santafé con el poder social, político y territorial de ellas. Al respecto, este autor aclara el centro que tenía esta institución:

“definida de la manera más simple, esta relación (encomenderos y nativos) no fue otra cosa que la transferencia de excedentes de la producción indígena a las manos del sector dominante de la nueva sociedad. Este esquema inicial sufrió modificaciones considerables en sus componentes, a pesar de que la estructura misma permaneciera idéntica”.  (Colmenares, 1997, p. 88)[1].

Por su parte, Julián Ruiz Rivera (Ruiz Rivera, Encomienda y mita en Nueva Granada, 1975) y María Ángeles Eugenio (Eugenio Martínez, 1977) investigaron las diferentes tributaciones que les fueron impuestas a los indios por los servicios que prestaron en las encomiendas. Describieron el auge y decadencia de esas estructuras, las tasaciones que realizaron para los tributos y las tensiones entre los encomenderos y las autoridades para disminuir el poder que tenían. Al explorar la situación de esas propiedades en el siglo XVII, Rivera explicó que a medida que se agravó la caída de la población tributaria y por las diferencias entre encomenderos y la Real Audiencia, disminuyendo su influencia económica y social fue disminuyendo. (Ruiz Rivera, et, al., p. 135)       

Los planteamientos de los autores anteriormente mencionados (Colmenares, Rivera, Eugenio) se centraron en la parte legal, monetaria y política de la misma, al igual que en las tensiones entre los encomenderos y las autoridades civiles reales; sin profundizar en las relaciones entre curas doctrineros y los encomenderos, y la cotidianidad que se vivió en esos espacios. Frente a esto en los últimos años, nuevos estudios se han enfocado en revisar otros aspectos de la encomienda, los cuales han tenido como base los planteamientos de Lockhart y Stern, enfatizando en temas sociales, demográficos y culturales, facilitando la ampliación e interpretación sobre este tema. 

Una representante de esos postulados es Marina Zuluaga Rada, quien al estudiar la forma como se desarrolló la conquista en la región peruana de Huaylas, entre 1532 y 1610, identificó que la nueva estructura de posesión de la tierra implicó la conservación de las antiguas delimitaciones incaicas para organizar las nacientes congregaciones. Igualmente, enfatizó que en la consolidación de aquel modelo en el siglo XVI, fue importante el mantenimiento de las autoridades tradicionales indias, es decir los kurakas o Guarangas (Zuluaga Rada, 2012). De esta manera, la autora va más allá de la imagen de confrontación exclusiva entre unos y otros, sino que presenta un escenario dialectico en el cual las negociaciones y los conflictos fueron la constante. De la misma forma, Kevin Terraciano, exploró la zona mixteca en Oaxaca, y analizó que a pesar de las particularidades que tuvo esa región con respecto a los territorios nahuas, igualmente hubo negociaciones y tensiones entre españoles y autoridades nativas alrededor de la implementación de la encomienda. (Terraciano, 2013).  

Los trabajos de Lockhart y Stern estimularon a los autores colombianos para que ampliasen los estudios sobre la encomienda en el Nuevo Reino de Granada. En ese sentido, Jorge Augusto Gamboa exploró nuevas posibilidades para entender esta institución, rastreando su influencia en la sociedad colonial del siglo XVI y su posterior decadencia. Inició en territorios “de frontera” como la provincia de Pamplona, en donde afianzó un importante postulado sobre este tema:

“Se apreciará que en esta región (Pamplona) se diseñaron diferentes estrategias de dominación, dependiendo de las distintas formas de organización social de los nativos, desde de los cacicazgo jerarquizados, hasta sociedades tribales más igualitarias”. (Gamboa Mendoza, 2004, p. 751) [2]

Con estos presupuestos cognitivos, profundizó sus pesquisas sobre las provincias de Santafé y Tunja, en donde identificó que gran parte del ejercicio de control social sobre los nativos no vino directamente por parte del encomendero, sino por la mediación de los jefes nativos. De esta manera, quedó en evidencia que los caciques (psihipquas) no desaparecieron con la conquista sino que se volvieron actores importantes para cuidar a los indígenas y a la vez, consolidar los intereses de los amos españoles y mantener sus intereses como elites gobernantes nativas.  (Gamboa Mendoza, 2013, p. 251)  

Por su parte, Santiago Muñoz expresó cómo en la encomienda, lo más importante no era únicamente el aspecto tributario, sino también la congregación de los indios; as al tener un número elevado de indígenas en sus territorios, les aseguraba a los caciques y encomenderos mayor control social (Muñoz Arbeláez, 2015, p 28). A partir de esta definición, el autor aplicó los planteamientos de Gamboa alrededor de las dinámicas de tensión y negociación en esos territorios, enfatizando que detrás de esos procesos estuvieron intereses individuales y colectivos:

“las variaciones en las relaciones entre las comunidades, las autoridades nativas y los encomenderos respondían tanto a las estrategias que utilizaban las autoridades nativas para ejercer su mando, como a las estrategias de los encomenderos para posicionarse frente a las comunidades” (Muñoz Arbeláez, et. al, p. 52).  

Los nuevos estudios sobre la encomienda, además de estudiar aspectos sociales, administrativos o culturales, orientaron su atención hacia la evangelización. Estas investigaciones han determinado que el objetivo pastoral sobre los nativos no generó únicamente cercanía entre curas y encomenderos, sino tensiones y desencuentros que afectaron el cumplimiento de aquel objetivo. Un ejemplo de ello fue el estudio que inicios de los años 2000 realizó Mercedes López, en el cual, por medio del estudio acerca de la evangelización en el altiplano cundiboyacense en el siglo XVI, exploró los enfrentamientos entre curas y encomenderos y detalló que esas pugnas se debieron a intereses relacionados con el control social de los nativos. De esta manera, la autora emitió pistas epistemológicas que ayudaron a mirar la faceta “religiosa” del fenómeno de la encomienda:

“En gran medida, estos poderes que se contraponían y se aliaban intentaban actuar sobre un problema básico de la vida colonial del Nuevo Reino: ¿Quiénes pueden acceder a la mano de obra indígena?” (López Rodríguez, 2001, p. 82)

Posteriormente, especialistas como Gamboa (Gamboa Mendoza, et. al, pp. 501 – 527) y Santiago Muñoz (Muñoz Arbeláez, et. al, pp. 118 – 133) mencionaron los enfrentamientos entre encomenderos y doctrineros, alrededor de los intereses sociales, monetarios y políticos que defendían. Sin embargo, solo los mencionaron sin profundizar en esos procesos, y centrándose en el papel de los encomenderos, las autoridades de la Real Audiencia, los corregidores y los indios.

Esto último da pie para que en este artículo se exploren las problemáticas presentadas al interior de las encomiendas a partir de los testimonios de un agente eclesiástico, Pedro de Zea, y su travesía por algunas encomiendas de la Audiencia de Santafé a comienzos del siglo XVII. Con la información que se encuentra en la probanza de méritos de este clérigo, y dos procesos judiciales llevados a cabo en su contra por parte de encomenderos, realizo un ejercicio prosopográfico denominado “itinerario de vida”, el cual permite rastrear sus pasos, pensamientos y emociones frente a lo que le sucedió.

Este tipo de análisis se ha efectuado con otros actores de las encomiendas, como los mismos encomenderos o algunos caciques, pero no con los agentes eclesiásticos que vivieron en esos territorios. Al respecto, Rebecca Scott denomina a este ejercicio “microhistoria en movimiento”, en la cual: “el estudio de un lugar o un acontecimiento cuidadosamente escogido, visto desde una perspectiva muy cercana a los hechos, puede revelar una dinámica que no resulta visible a través del lente más conocido de la región o la nación” (Scott y Hébrad, 2014, XX)[3]. Igualmente, se pretende realizar un estudio basado en los postulados de “la historia de las emociones” ya que los testimonios que brindan las fuentes primarias sugieren elementos que permite entender el universo emocional del cura Zea y de otros agentes políticos y sociales, así como la importancia que este aspecto tuvo en el ejercicio de poder en las encomiendas. Es una invitación a analizar estos espacios territoriales y administrativos a través de lo que se ha denominado “el giro emocional”. 

A partir de la información que hay en la probanza de méritos, en un primer momento, se exponen los primeros años del clérigo Zea, el respaldo obtenido por otros agentes coloniales y los aspectos encubiertos en esos testimonios de apoyo. Posteriormente, se plantean los enfrentamientos entre ese sacerdote y una encomendera, la señora Isabel Ruiz de Lanchero; allí, además de los argumentos que cada uno manifestó, se estudiaran los “sentimientos” manifiestos por ambos, y cómo ellos influyeron en el proceso de evangelización. Finalmente, se abordará la última pista que nos dejó Pedro de Zea, y con ello, se señalarán algunas consideraciones sobre lo que estos casos ilustran sobre la evangelización en el espacio de las encomiendas.  

  1. Un trauma lo envió al altiplano:

 

En 1616 el clérigo Pedro de Zea, cura doctrinero de la encomienda de Sáchica (perteneciente al capitán Juan Pérez de Salazar), realizó una probanza de méritos la cual envió al Consejo de Indias. En ella, solicitó se le pudiese conceder una merced con la que mejorase tanto su carrera eclesiástica como su nivel de vida. 

En su narración expuso hechos relevantes: que era hijo patrimonial del arzobispado (es decir, descendiente de los conquistadores del Nuevo Reino de Granada) y que poseía sangre limpia (AGI, 1624, f. 3v). Al presentar un detallado recuento de los servicios que había prestado a la Corona, enfatizó en algunos episodios que consideró primordial; por ejemplo, explicó que antes de tomar el estado sacerdotal, fue soldado y como tal, participó en la campaña en la zona de San Juan de los Llanos, en donde fundó dos localidades, Medina de las Torres y San Juan de Cáceres:

“(…) dice que antes de ser clérigo sirvió a su costa en la entrada que se hizo en la provincia de san Juan de los Llanos y llevo consigo dos soldados que sustento de su hacienda todo el tiempo que duro la pacificación de aquella tierra en que gasto muchos pesos y que de aquella entrada resulto el allanarse y poblar en ella dos pueblos llamados el uno medina de las torres y el otro San Agustín de Cáceres (…)” (AGI, 1624, f. 1r)[4].

Declaró que se dirigió a la jurisdicción de la provincia de Santa Marta. Allí ingresó a la vida eclesiástica y fue ordenado sacerdote en 1597. En ese punto de la probanza, comentó un episodio, el cual fue narrado con tintes dramáticos para demostrar dotes de valor y entrega, y así, “conmover” a las autoridades reales: fue enviado a la Sierra Nevada junto con otros compañeros eclesiásticos a evangelizar a los naturales de la región. Durante esta labor, se presentó una rebelión por parte de los nativos, hecho que terminó en graves consecuencias para él y su grupo:

“(…) y yendo a ordenarse a la ciudad de Santa Marta por el año de 97 y siendo ya de evangelio fue repartido a una doctrina para reducir a los indios a que la tuviesen y administrasen porque hasta entonces lo habían aborrecido sin querer sujetarse a ellos ni admitir la dicha doctrina y estándola sirviendo con otros clérigos y religiosos se alzaron los dichos Indios y mataron a todos sus compañeros y él se libró con su buena industria  y se metió por unas montañas y caminaba de noche porque no diesen con él y en esta ocasión paso muchos trabajos y hambres hasta que vino a salir a Santa Marta donde dio aviso del caso (…)”(AGI, 1624, f. 1r). 

Este “hecho traumático” lo convenció para irse de aquellas inhóspitas tierras para dirigirse a un lugar más “tranquilo”, como lo eran las provincias de Santafé y Tunja. Allí continuó su carrera de cura doctrinero, añadiéndole un nuevo elemento: el aprendizaje de la lengua chibcha.  Resaltó que su estudió le ayuda a la conversión de muchos nativos en aquellas jurisdicciones:

“porque sabe la lengua muy aventajadamente y fue de los primeros que la aprendieron para acudir a la conversión de los naturales por la necesidad que tenían de personas que los doctrinase en su lengua y para que les fuese más fácil el aprendizaje la doctrina y cosas de nuestra santa fe católica. Tradujo los confesionarios catecismos y oraciones en la lengua general del partido de la ciudad de Tunja (…)” (AGI, 1624, ff. 1r – 1v).  

Además, y es importante indicarlo, mencionó que para el momento en que redactaba ese documento, se estaba aprobando su traslado para ir a la encomienda de Turmequé, el cual se realizó a petición del clérigo de aquella localidad, Gonzalo Velasco, manifestado motivos de salud (AGN, 1616, f. 176r). Este procedimiento era designado como permuta[5].

Su presencia en la nueva encomienda fue aprovechada por Zea para enfatizar no solo su conocimiento de la lengua chibcha, sino su encomiado trabajo con los indios:

“(…) que es uno de los más lúcidos beneficios que hay en este reino por lo mucho que me he esmerado en ocho años que ha que estoy en el a enseñar y predicar y atraer los dichos indios que pasan de dos mil almas al conocimiento de nuestra santa fe católica” (AGI, 1624, ff. 3v – 4r).

Con frecuencia este tipo de argumentaciones fueron empleadas por los clérigos seculares y regulares durante los siglos XVI y XVII como un instrumento retorico para aumentar simbólicamente su prestigio; incluso exponerse como hombres preparados, que poseían las credenciales apropiadas para acercarse a los nativos, aspecto que podría ayudarlos para contactarse con los altos jerarcas eclesiásticos del Nuevo Reino de Granada.

De esta manera, las probanzas de méritos se deben abordar de manera crítica, ya que ellos no solo aportan datos importantes de sus redactores, sino que se caracterizan como un “género documental” en el que se manifiestan y subrayan elementos que beneficien al candidato. Sobre estas caracterizaciones, Mathew Restall argumenta:

“la naturaleza y finalidad de las probanzas obligaba a engrandecer sus propias hazañas e infravalorar o ignorar las de los demás, eliminando a su favor los procesos o pautas ajenos o bien las acciones y logros individuales”. Esta postura es importante al reconstruir los itinerarios de vida de los agentes coloniales, puesto que da pautas para identificar aquellos puntos que son plausiblemente verdaderos de lo que es “retórica grandilocuente”. (Restall, 2004, p. 38)

Continuando con el documento de méritos de Zea, las autoridades civiles debían, como parte del procedimiento, confirmar la información suministrada, y con ello, las cualidades que exaltó. Para ello, citaron algunos encomenderos, quienes por medio de sus declaraciones, apoyaron los méritos pastorales del presbítero. El 20 de mayo de 1624, Francisco de Nova Maldonado, encomendero de Chocontá, Zea ensalzó el esfuerzo del sacerdote en las doctrinas en que había evangelizado y su labor benéfica con los nativos:

“(…) le ha visto este testigo ocupado siendo cura y maestro de doctrina en el pueblo de Chámeza , en Tuja y después en el de Susa en esta ciudad y después en el de Sáchica y últimamente en el dicho pueblo de Turmequé de la real corona y le ha visto este testigo predicar a los indios naturales sus feligreses el santo evangelio así en la lengua castellana como en la de los propios indios por ser como es muy bien entendido y diestro en la dicha lengua extremándose con particular cuidado y fervor en la enseñanza de las cosas de nuestra religión cristiana en orden a la conversión de los naturales” (AGI, 1624, ff. 6r).

En el mismo sentido, el 21 de mayo de ese mismo año se manifestó otro testigo, Pedro Bravo, vecino de Tunja, quien no solo habló de las virtudes anteriormente citadas y de los lugares en que estuvo, sino del esfuerzo evangelizador que realizó en la encomienda de Turmequé, haciendo especial énfasis en su amplio conocimiento de la lengua muisca para transmitirle a los nativos la doctrina católica:

“ (…) y vuelto a este reino y ordenándose de sacerdote el dicho Pedro de Zea se ha ocupado en la conversión de los naturales doctrinándolos en Topaga encomienda del Capitán Antonio Bravo Maldonado padre de este testigo y después en el pueblo de Mongua de la real corona y de Chameza y Tibasosa y del real de las Lajas y del pueblo de Sáchica y del de Susa y últimamente lo es y ha sido del pueblo de Turmequé de la real corona y en todas las dichas partes predico a sus feligreses el santo evangelio y los industrio e industria en las cosas de nuestra santa fe católica con muy grandes y conocidos frutos por ser como es como es y siempre ha sido uno de los buenos curas doctrineros y maestros de doctrina que ay en todo este reino y alabado por ello mucho y es muy entendido en la lengua de los naturales y buen eclesiástico virtuoso (…)” (AGI, 1624, ff. 8Rr)

Tanto en la presentación que realizó Pedro de Zea como en los testimonios de los agentes Maldonado y Bravo, llama la atención el énfasis que pusieron en la dedicación del presbítero en la atención a los indios. Esta característica no solo puede interpretarse como una cualidad del agente eclesiástico, sino también como parte del mundo emocional del periodo colonial, característica que puede estudiarse a partir del concepto de “comunidad emocional”. Barbara Rosenwein planteó que para explorar el carácter histórico de las emociones, se puede estudiar a partir de ese concepto (comunidad emocional), el cual define en los siguientes términos:

“Usually, however, emotional communities are, almost by definition (since emotions tend to have a social, communicative role) an aspect of every social group in which people make a state and interest. Every communities may be large or small” (Rosenwein, 2020, p.2).

Con este concepto se puede establecer que el imperio hispánico de los siglos XVI y XVII era una comunidad emocional en la cual, había un consenso entre sus habitantes sobre los sentimientos que debían practicarse entre sus dirigentes, ya fuesen civiles o eclesiásticos.

Este aspecto es importante, ya que la administración colonial no solo se medía en sus resultados o las intenciones, sino la forma como utilizaban las emociones para llevar a cabo un “buen gobierno”. Sobre ello, Alejandro Cañeque aclara que para aproximarse a ese mundo etéreo, se deben tener claro los conceptos, por lo que señala que aquel momento no se hablaba de emociones, sino de pasiones:

“When studying emotions such as love, and fear, the first thing that needs to be said is that people in the sixteenth and seventeenth centuries did not have “emotions” but instead “passions” (Cañeque, 2014, p. 92).  

A partir de esto último, se enuncia que detrás de lo que manifestó Zea y los encomenderos, lo que poseía el presbítero era una pasión amorosa; pero no en el sentido actual (romántico) sino el de una persona que desde el amor administraba la ley, llevaba por buen camino a los fieles, y lo más importante: armonizaba a las diversas poblaciones. Al respecto, indica Cañeque:

“This love, felt in common between the ruler and the ruled, was a form of “friendship” that helped generate “civil quietude”. This civil quietude was the foundation of the Commonwealth, because it gave rise to a situation of individual and collective security” (Cañeque, 2014, p. 98).

 Según lo tratado, lo que Zea y los encomenderos expusieron fue la imagen de un agente que practicaba aquella pasión porque por medio de su trabajo evangelizador no solo estaba transmitiendo la palabra de Dios, sino el cumplimiento de un objetivo de mayor importancia: llevar a los nativos a vivir “en policía cristiana”.

En este punto, se aprecia a un sacerdote seguro de sí mismo, que después de haber pasado por experiencias complicadas, ahora se encontraba estable, con una gran influencia sobre los nativos, y con un gran prestigio en ese pequeño micro cosmos que eran las encomiendas. Se podría pensar que así como él, habían sido todos los curas regulares y seculares que participaron en la evangelización. No obstante, no fue así, y a Pedro de Zea se le aparecería un oscuro episodio de su pasado, para recordarle que su itinerario no fue tan perfecto como lo deseo presentar.

2.    La encomendera y el cura: poderes conflictuados.

En mayo de 1612, la encomendera de Susa Isabel Ruíz de Lancheros le dirigió una carta al rey Felipe III; en esta, no le planteó problemas con sus indios o con las autoridades de la Real Audiencia, sino que le presentó las dificultades manifiestas en su relación con el cura doctrinero asignado, el secular Pedro de Zea:

“(…) y no tan solamente en los doctrinar como es justo más les dan tan mal ejemplo con su modo de vivir que los dichos indios como incapaces de toda razón eligen aquello que les ven hacer teniéndolo por bueno y les parece que pues los doctrineros lo hacen y viven tan libertadoramente que a ellos también les [exigen] el hacerlo. Y que en particular hace cosas indebidas y de mal ejemplo es un clérigo que está por doctrinero en el pueblo de Susa de mi encomienda llamado Pedro de Zea (…)” (AGI, 1612, f. 28r).

La encomendera se presentó como una agente que investigó el “descontento” que percibió entre los indios encomendados, expresado en las actitudes del cura doctrinero hacia sus fieles. Sin embargo, detrás de esa preocupación, estaba disimulado el objetivo de exponerse como una autoridad que ejerce de manera efectiva el control y cuidado de sus encomendados. De esta manera, no solo cumplía las funciones que le obligaba su dignidad, sino que poseía acceso para disponer de los bienes y vidas de todos los habitantes sin excepción.

La presencia de mujeres al mando de encomiendas no era extraño en el escenario colonial de la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII. Las Leyes de Indias dieron el aval, aunque solo se daría en dos situaciones específicas: siendo esposa de un encomendero que no dejase descendencia o los hijos fuese menores al momento de la muerte del marido, o ser hija única de un poseedor de encomienda (Leyes de Indias, 1680, p.1). Esto último era la condición de doña Isabel.

La señora Ruiz Lanchero fue hija única del capitán Luis Lanchero y de Francisca Ruiz Mancipe. Aquel militar, proveniente de Salamanca, fue capitán de las guardias de Carlos V y arribó al Nuevo Reino de Granada con la expedición de Nicolás de Federmánn. Posteriormente, al mando de Jiménez de Quesada, formó parte de la expedición hacia la región de Muzo, en donde fundó la ciudad de Trinidad de Muzos. Así mismo fue procurador de Santafé en 1557. Por sus servicios a la corona, le fue concedido a finales de la década de 1550 la encomienda de Susa. Al morir, ese territorio pasó a manos de su descendiente, Isabel (Flores de Ocariz, 1676, p. 473.).

La posesión de una encomienda no solo era cuestión de control territorial o prestigio social; también permitía a los dueños de esos lugares generar redes de ayuda y poder con agentes de gobierno civil o eclesiástico, ya fuesen a nivel local o peninsular. Ello se demostró en 1595, cuando hubo un pleito entre Doña Isabel y su hijo, Agustín Suarez de Villena, por la posesión de la encomienda. Este conflicto arribó hasta el Consejo de Indias, quien aplicó sentencia el 24 de octubre de 1595 a favor de ella:

” (...) ahora ni en ningún tiempo ni por alguna manera y declaramos la dicha encomienda de Susa sobre que es este pleito ser y pertenecer a la dicha doña Isabel y por tal se la debemos de adjudicar y adjudicamos para que la tenga y posea por todos los días de su vida (…).” (AGN, 1595, f. 334r) 

En 1608, el territorio fue visitado por el oidor Lorenzo de Terrones, quien al realizar el censo de los nativos, estableció que había 1132 habitantes, de los cuales 350 eran indios habilitados para pagar tributo, quienes estaban distribuidos entre 2 parcialidades y seis capitanías (AGN, 1604, ff. 229 – 254). Este tipo de procedimientos tuvo dos objetivos: por una parte, dar a conocer las dinámicas de negociación o conflictos que habían a su interior, y por la otra, reflejar la influencia que tenía doña Isabel sobre los indígenas, a pesar de las variaciones que hubiese en su tasa demográfica. 

El proceso penal por la titularidad sobre la encomienda y la visita que se le practicó permiten obtener indicios del carácter de Isabel Ruiz: una mujer fuerte, que tenía claro la importancia de defender sus intereses, y que aprovecharía los espacios que la ley le brindaba para asumir la potestad de su encomienda. De esta manera se asumía como una agente empoderada que utilizaría todos los recursos para cuidar sus dinámicas económicas, sociales y políticas. Sobre este fenómeno, Camilo Alexander Zambrano manifiesta lo siguiente: 

(…) en vez de vida hogareña, de rezos y de sumisión, observamos unas mujeres que durante largos intervalos (hasta sesenta y ocho años) fueron titulares de encomiendas, lo que las obligaba a organizar las doctrinas para sus indios y a pagar los estipendios y, sobre todo, a depender de los tributos de los pueblos de los que eran titulares” (Zambrano, 2011, p. 29).

Ella se movía entre dos conceptos o pasiones para el “buen gobierno” de su encomienda; por un lado, el amor (descrito anteriormente), y por el otro, el miedo. Sobre estos dos sentimientos, Cañeque, al analizar la raíz aristoteliana para el uso político de esas emociones, expone: “Have this feeling (fear) at the right time, toward the right people, for the right motive, and in the right manner could have beneficial consequences” (Cañeque, 2014, p. 101). En este caso, el miedo de ella no era motivado por los comportamientos de los indios, sino por el mal cuidado que estaba practicando el clérigo Zea sobre los nativos.    

Efectivamente, esa “pasión” estaba latente en la extensión de la denuncia de la encomendera. En ella, manifestó que el agente doctrinero no estaba enseñando de manera efectiva la doctrina cristiana, lo cual iba detrimento del objetivo evangelizador. Señaló que este fenómeno fue ocasionado por la desidia del presbítero hacía su actividad pastoral:

“(…) como persona que ocularmente ha visto el poco cuidado que se tiene en doctrinar los naturales de este reino y de reducirlos a verdadero conocimiento de los que deben hacer para su salvación se ha determinado de dar este aviso a Vuestra Merced (…)” (AGI, 1612, f. 28r)

Ruiz de Lanchero no solo puntualizó el “abandono” que tenía Pedro de Zea. Para darle mayor fuerza a su alegato, denunció otros hechos: por ejemplo el sacerdote cobraba por confesar a los nativos, con diferentes precios, lo cual causaba molestia y desazón:

“Y que en particular hace cosas indebidas y de mal ejemplo es un clérigo que está por doctrinero en el pueblo de Susa de mi encomienda llamado Pedro de Zea  y acude tan mal a las cosas de su obligación que teniéndola de confesar y sacramentar los indios del dicho pueblo no (fl. 28r) lo hace con la puntualidad y cuidado que debe pues la cuaresma pasada del año de seiscientos y once cuando se iban a confesar con él le pedía a cada indio soltero tres tomines de oro y a los casados a seis tomines y a los caciques capitanes y demás indios principales a dos pesos que  fue causa que muchos de los dichos indios por ser pobres y no tener el oro que el dicho doctrinero les pedía dejaron de confesar aquel año y otros se fueron a confesar fuera de su natural (…)”(AGI; 1612, ff. 28r – 28v).

Además, apuntó que el presbítero obligó a los jóvenes nativos a que fuesen a sus labranzas personales. Todos estos hechos eran mal vistos por los agentes coloniales, puesto que desdibujaban el objetivo pastoral de conducir a los nativos al conocimiento del cristianismo; así mismo, afectaba la percepción del comportamiento que debían poseer los eclesiásticos. Por ello en las legislaciones reales y eclesiásticas estaba dictaminado su prohibición, tal como se acordó en el sínodo de 1606, en el que se implantó la prohibición para el personal religioso sobre usar a los nativos en sus labranzas:

“Mandamos a todos los curas de los indios que ni por sí ni por interpósita persona tengan con sus indios o con otros negociación, hato ni granjería, labranza ni crianza, ni envíen a los indios a las minas, obrajes, ingenios de azúcar, ni se aprovechen de su trabajo por granjería alguna, so pena de excomunión mayor (…)” (Cobo Borda y Cobo, 2018, p. 251)

A pesar de lo estipulado en los decretos, se estaban presentando situaciones que iban en contraposición con lo mandado. De acuerdo a la encomendera, esta situaciones ocasionaron que se manifestaran entre los indígenas miedo y descontento, los cuales se materializaron en dos hechos: su negativa a no pagar los tributos exigidos por la tasación (con lo cual, no se completaba la congrua sustentación para el sacerdote) y un paulatino alejamiento de las prácticas evangelizadoras, lo que traería como consecuencia el retorno a los ritos ancestrales:

“(…) Ver razón por lo cual los dichos indios viéndose tan oprimidos y que les quitan lo que tiene sin quedarles con que pagar requintos ni demoras ni con que sustentarse se huyen de sus tierras y se van a las montañas y otras partes de que se siguen muchos daños e inconvenientes contra el servicio de Dios y de Su Majestad porque viéndose solos se ocupan en hacer mil idolatrías (…)” (AGI, 1612, ff. 28v – 29r) 

Al revisar las pasiones manifiestas en los nativos, se puede colegir que surgieron por un excesivo ejercicio del poder clerical, así descrito por la encomendera. Según esto, se identifica como las emociones no solo reacciones individuales sino que pueden ser colectivas, ocasionando un impacto social. Sobre este último punto, Rosenwein enfatiza: “Expressions of emotions should thus be read as social interactions. The emotional give and take among people from “scripts” that lead to new emotioms readjusted relationships” (Rosenwein, 2020, p. 20). Al explorar sentimientos o pasiones que se describen en procesos como el presentado, se puede comprender como más allá de declaraciones, acusaciones o sentencias, aquel elemento pasional tuvo un papel importante en la manera como las células sociales estructuraron sus dinámicas internas, las cuales iban entre negociaciones y confrontaciones.   

En la misiva que envió al monarca, Isabel Ruiz indicó que conjuntamente con ésta, había enviado una queja a los superiores del sacerdote, quienes para ese momento eran el cabildo capitular de Santafé en sede vacante; sin embargo, no recibió respuesta de ese cuerpo colegiado (AGI, 1612, f. 30v). Esto puede indicar que ante la opacidad de aquel cuerpo, ella prefirió directamente ir al Rey, para que desde su “liberalidad” pudiese armonizar la situación en su encomienda. Esto revela lo que se ha denominado “multiplicidad de jurisdicciones” en el que en el sistema imperial hispano, en donde existieron diversos órganos judiciales que se complementaban y se contraponían en sus decisiones, lo cual mantenía el equilibrio social entre los diversos sectores de la monarquía. 

Hubo un aspecto que doña Isabel enfatizó significativamente sobre el comportamiento del clérigo Zea: su presunto desconocimiento de las lenguas nativas para las labores evangelizadoras. Para ella, esto era un síntoma de la poca preparación que tanto el señalado como otros clérigos había tenido en este tema para llevar a cabo sus labores religiosas:

“(…) y aunque Su Majestad así mismo tiene mandado por su real cedula que todos los doctrineros sepan la lengua de los indios que han de doctrinar y que para ello se examinen con el rigor que es justo y habiéndose querido poner en ejecución solo sirvió de apariencia y los doctrineros por negociación o por otros modos se volvieron a sus doctrinas sin que la mayor parte de ellos supiesen cosa alguna de la lengua de los indios (…)” (AGI, 1612, f. 30r).

La encomendera no profundizó más en este punto; sin embargo, no quedará en el vacío, ya que posteriormente, este tema terminará por afectar la carrera eclesiástica del sacerdote. Bien dicen que aquellos hechos “ocultos” del pasado vuelven a presentarse en el momento menos esperado.

Frente a esta misiva de la encomendera, puede sugerirse que las acusaciones que ella manifestó fuesen una “treta” con tal de lograr su cometido: la expulsión del indeseado cura. Es difícil comprobar la veracidad de sus expresiones; no obstante, si es posible afirmar que este tipo de casos demuestran no solo los múltiples usos que se realizaron del aparato legal de la monarquía hispánica, sino que es indicio de la existencia de redes entre los diversos agentes del orden colonia, ya que se puede intuir que el trato que ella estableció con la jurisdicción real se debió a los contactos que ella estableció en Madrid a partir del enfrentamiento con su hijo en 1595.

En este contexto de conflictividad, vale la pena preguntarse si el carácter de Zea y su actitud “contestataria” solo sucedió con la encomendera de Susa. No obstante, otros documentos señalan que el clérigo ya había tenido otros roces con otros nativos y encomenderos. En 1603, el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero, al resolver asuntos eclesiásticos de rutina, encontró una solicitud de permuta entre las doctrinas de Viracachá y Gameza, las cuales estaban bajo protección de Pedro de Zea y de Juan Vázque de Loaiza. Al explicar las razones de esa solicitud, el prelado manifestó lo siguiente:

“el cual está encontrado con el cacique del dicho pueblo, y en la doctrina y curato de los pueblos de indios de viracacha, y neacacha y Cuchavita, que son de la misma encomienda, está por cura doctrinero Pedro de Zea, el cual está  encontrado con los encomenderos de su doctrina y con los indios en tanto grado que si los doctrinase se podría en riesgo tan grandes inconvenientes q los indios no querrán acudir a la doctrina temiendo a el dicho Pedro de Zea por pretenderse se le pega con fuego a la casa en que vivía y quemándole cuanto plata tenía”(AGN, 1063, fl. 1012r)

Con este antecedente, es posible sugerir que Zea tenía un alto grado de emotividad, que varias de sus acciones no eran llevadas con racionalidad, o con un equilibrio en sus pasiones, sino que eran desbordadas, creyendo que con ellas no solo lograba su beneficio personal sino el colectivo hacia la grey que aconsejaba. Con este aspecto, es necesario cuestionarse hasta qué punto las decisiones de los actores involucrados en la evangelización, durante los siglos XVI y XVII, no se basaban únicamente en el cumplimiento de leyes reales y eclesiásticas, o en el objetivo pastoral de “salvar las almas”, sino de calmar aquellas pasiones internas que van más allá de razones lógicas.   

Retomando el enfrentamiento con la encomendera Isabel, un año después, en 1613, ella escribió nuevamente al monarca (a pesar de que en ese momento, ya había autoridades en propiedad en la Audiencia de Santafé: por una parte, el presidente Juan de Borja, y por otro lado, el arzobispo Pedro Ordoñez). En este nuevo escrito, además de hablar de las acusaciones indicadas anteriormente, agregó el hecho del ataque verbal de que fue objeto por parte del clérigo. En un sermón, el doctrinero manifestó que la encomendera no estaba pendiente de que hubiese los ornamentos adecuados para adelantar el culto religioso:

“donde se sufre que se ponga aquí un ministro de Dios con esta alba y con esta casulla y con el demás ornamento roto como lo habéis mirado verlo aquí hecho pedazos todo por odio que me tiene la encomendera de este pueblo y por mal voluntad que me tiene que allí está el ornamento nuevo en los aposentos echo santuario sirviendo al diablo (...)” (AGI, 1613, f. 296v) 

Igualmente, señaló que Ruiz de Lancheros estaba incitado a que los naturales no tomasen el sacramento del matrimonio con él, lo que era un agravio a los rituales cristianos. Por eso, instó a los fieles para que confiasen más en él que en ella, ya que velaría por ellos y que la llegaría a denunciar si llegasen a venir a la encomienda autoridades reales o eclesiásticas:

“ (…) y así hijos míos venid a casaros con vuestro cura que para eso estoy aquí y el Papa me encomienda a vos otros y el Rey también así hijos no tengáis que ver con nadie sino conmigo solo porque yo estoy aquí para enseñaros y deciros lo que os conviene ahora viene el Señor Arzobispo y creyó y le daré cuenta de estas cosas para que la castiguen por eso enmendáis y vos cacique Don Juan enmendaos y pues no os casasteis en vuestro pueblo sed hombre de bien que estos casamientos de esta manera nunca se gozan ni para en bien (…)(AGI, 1613, f. 296v).

La encomendera no solo expresó que el clérigo Zea estaba afectando a los nativos, ahora se atrevió a cuestionar su autoridad civil, particularmente la vigilancia ejercida sobre él por su correcto adoctrinamiento de los indios. En esta ocasión, le expuso al monarca que aquel sacerdote quiso “arrebatarle” sus funciones y suprimirle el protagonismo en su encomienda. Esta situación no solo mostraba el disenso con el agente espiritual, sino que era sintomático del proceso de consolidación que estaba teniendo la Iglesia secular frente al poder temporal y sus agentes, y con ello, el protagonismo que iba ganando esa institución en los espacios sociales, como lo anota Iván Marín:

 “(…) la institucionalización o el enraizamiento de la Iglesia en los pequeños núcleos de población fue trascendental por el papel preponderante del tempo y el cura (espacio y labor), que iba más allá de su actividad doctrinaria y pastoral (…)” (Marín, 2021, p. 54).

Así, el cura doctrinero se convirtió en un serio riesgo para la estabilidad política de la encomienda, ante lo cual la única autoridad que podía devolver el orden en Susa era el Rey.

El sermón que mencionó la encomendera no solo era un instrumento de comunicación para la enseñanza de la fe católica; también fue una herramienta para sentar posiciones con el objetivo de defender intereses personales o colectivos.  En el siglo XVII, esto era frecuente ya que los contextos políticos y religiosos estaban conectados, aspecto que era utilizado en provecho propio del predicador. Sobre este uso de un documento religioso, Viviana Arce indica:

“Este discurso de carácter religioso no estaba exento de un contenido político, pues su propósito era construir modelos ideales de comportamiento para establecer un cuerpo social que no alterara la continuidad de la situación estamental en la colonia” (Arce, 2009, p. 74).

Así, aquel recurso oratorio que utilizó el padre se volvió no solo en una herramienta para enfrentar a Zea contra la encomienda, sino que fue el vehículo en que se expuso ante todos los interesados de la encomienda, aquello que era un “secreto a voces”, la pugnacidad entre las dos autoridades.

Para este momento, el itinerario de vida de Pedro de Zea lo exponía como un agente que utilizaba pasiones como el miedo, la ira o el amor para llevar a cabo sus tareas pastorales, y a la vez para enfrentarse contra quienes percibía como sus “rivales”. Así, él no fue un hombre virtuoso, sino una persona “pasional” que utilizaba sus emociones en pro de sus intereses personales. Igualmente, las misivas redactadas por doña Isabel, nos muestran el panorama que existió en aquella “comunidad emocional” de Susa, en donde ella poseía sentimientos semejantes a los del presbítero, y que igualmente fueron parte de sus herramientas para mantener el orden en su territorio.  De esta manera, la encomienda no era únicamente una entidad administrativa, económica y política, sino un espacio en donde las pasiones tuvieron un papel relevante en las relaciones entre sus participantes.  

El camino vital de Pedro de Zea estuvo moviéndose entre la aventura, el trabajo doctrinal, su “protección” de los nativos y el enfrentamiento con los encomenderos. Sin embargo, su avance de vida no quedó en lo anecdótico de sus conflictos de Susa, sino que ese hecho fue la antesala para un final inesperado. 

  1. La captura de un “digno sacerdote”:

Tanto la probanza de Pedro de Zea en 1616 como las cartas de la encomendera Ruiz entre 1613 y 1614, pasaron desapercibidas ante las autoridades de la Audiencia y el arzobispado. Se podría creer que todo quedo en una anécdota. No obstante, en el tercer decenio del siglo XVII los hechos de Susa como unos nuevos procesos acaecidos en Turmequé, donde estaba este clérigo, ocasionaron su ocaso en la carrera eclesiástica.   

En octubre de 1627 el corregidor de indios del partido de Tunja envío al arzobispo de Santafé Julián de Cortázar una denuncia por los malos tratos que cometió el sacerdote Zea contra los nativos de Turmequé, aduciendo la poca preparación sacerdotal que tenía. El jerarca recogió esos hechos en un auto, en el enfatizó el temible y rudo comportamiento del cura hacia los indios, y ordenó un examen a las dotes sacerdotales del indiciado:

“(…) que por cuanto habiéndose puesto por parte del protector general ante su señoría ciertos capítulos contra el padre Pedro de Zea presbítero cura beneficiado del pueblo de Turmequé de la real corona sobre graves delitos y excesos cometidos por el susodicho en la administración del dicho su oficio, agravios vejaciones que ha hecho a los indios del juntamente se alegó en ello ser incapaz e insuficiente para ejercer oficio de cura, pidiendo fuese examinado y habiéndose cometido  la averiguación de los dichos capítulos al vicario de la ciudad de Tunja en cuyo distrito cae la dicha doctrina (…)” (AGI, 1627, f. 1r).

Llama la atención que en esta acusación, se mencionó el conflicto con la encomendera de Susa, Isabel Ruiz de Lanchero y los maltratos contra los indios de aquella localidad. Incluso, para dar mayor sustento a su auto, el arzobispo expuso una cédula que había emitido el Rey el 28 de julio de 1613, en la que se mencionaron los hechos acaecidos en aquella encomienda, ordenando que el arzobispo Ordoñez y el presidente Juan de Borja tomasen acciones al respecto:

(…) el dicho cura de Susa dejó de hacer fiesta el día de corpus, y los dejo sin misa porque no le dieron sesenta pesos y no entierran a los indios, ni los ayudan a bien morir y los dejan un mes y más sin misa (…) os encargo y mando que con muy particular cuidado os informe de lo que todo pasa, y que juntamente con el arzobispo a quien escribo en la misma conformidad pongáis el remedio que convenga” (AGI, 1613, f. 3v).

Es posible cuestionar por qué 14 años después de la acusación de Doña Isabel, salió a relucir aquel documento real y sí se tomaron las medidas para indagar el comportamiento del sacerdote en ese momento. Se puede aducir por el poco interés del arzobispado para investigarlo o por la existencia de redes personales que lo protegiesen. No obstante, el prelado Cortázar revivió el llamado de atención al arzobispado y su pesquisa, lo cual es un síntoma de que, a pesar del paso del tiempo, los sistemas de justicia ejercían acciones “tardías”, con el fin de garantizar el orden social.

Siguiendo las recomendaciones del arzobispo, un grupo de examinadores (entre los que se encontraban el chantre Gaspar Arias de Maldonado y el maestrescuela Bernabé Ximeno de Bohórquez) investigaron las capacidades del clérigo Zea, específicamente su dominio de latín y la administración de los sacramentos. Observaron que él no sabía leer un misal en esa lengua, aunque si dominaba el dialecto muisca de aquella doctrina. Con esta prueba emitieron una única conclusión:

“(…) que el dicho padre Pedro de Zea es incapaz e insuficiente para ser cura de almas, y lo firmaron y no mando Su Señoría examinar al susodicho en el idioma de los indios por ser notorio que la sabe. (…)” (AGI, 1627, f. 5r).             

En este tipo de procesos podía aparecer la voz de los nativos, quienes intervenían confirmando o no las acusaciones centrales. En este caso, los nativos de Turmequé, a través de sus caciques y capitanes, expresaron su descontento por aquel doctrinero debido a los golpes, maltratos y exacciones económicas que les impuso, lo que les generó miedo y ausencia de la doctrina:

“ (…) decimos que el padre Pedro de Zea cura y doctrinero de este dicho pueblo es y ha sido tan cruel y riguroso con todos nosotros, y nuestros hijos haciéndonos castigos exorbitantes de azotes, y palos, coces y puñetazos, dándonos voces y diciéndonos  palabras afrentosas, sin darle causa ni haber ocasión para ello, porque nosotros y nuestros hijos acudimos como es notorio a la doctrina, y a las cosas del servicio de Nuestro Señor y a lo que el dicho padre nos manda, más que su fuéramos sus esclavos, sin que jamás este contento(…) (AGI, 1627 – ff. 8v – 9r).

Es difícil suponer si su testimonio fue realizado por voluntad propia o por la acción de alguna autoridad (desde el encomendero, el corregidor o los enviados del arzobispo), lo que no deja dudas es que en este intrincado teatro, este sector estaría presente, lo que demuestra que ellos no fueron un fantasma, sino presencias fuertes en el desarrollo del mundo colonial.

En noviembre de 1627, el arzobispo Cortázar despojó de su doctrina a Zea, lo arrestó a través de la justicia eclesiástica y fue trasladado a Santafé, donde se le concedió casa por cárcel. En este punto es importante señalar que la justicia de la Iglesia no enfatizaba en el delito de los reos, sino en controlar la disciplina religiosa, con el objetivo que el comportamiento de los miembros del cuerpo espiritual se ciñesen a las normas reales y religiosas. Al respecto, el historiador Jorge Traslosheros:

“En otras palabras, si el personaje en cuestión no enderezaba su proceder ya fuera con amonestaciones personales, o con correcciones en tiempos de visita, entonces su conducta era susceptible de ser juzgada ante el tribunal eclesiástico por cometer pecado público y escandaloso” (Traslosheros, 2004, p. 83)

Con la intervención del brazo disciplinante de la Iglesia santafereña se hubiese pensado que ya el asunto se cerraba y que el clérigo Zea, sería llamado a que atemperase sus pasiones y fuese llamado al orden para que retomase sus labores pastorales. Sin embargo, en medio del proceso, el tribunal de la iglesia santafereña notificó que el reo se fugó de su prisión:

“consta por información que el dicho Pedro de Zea hizo fuga de la dicha su casa, que según dicho es tenía por prisión mediante lo cual por lo que toca a las dichas causas de nuevo remitidas, se mandó llamar por edictos y pregones, según consta de los dichos autos a que me refiero (…)” (AGI,1627, f. 10r)

 Como se ve en la cita, se puso en marcha todo el aparato judicial para buscarlo y capturarlo. No obstante, los trayectos de vida no son como lo que desea el protagonista o quien lo investiga, sino como son; y a partir de ese hecho el destino de Pedro de Zea se vuelve un misterio y no se tiene de él algún rastro en los documentos primarios.    

El itinerario de vida que se ha rastreado permite apreciar la forma como un clérigo neogranadino quiso representar su vida, la cual se movió entre orígenes “nobles”, aventuras militares, peligros, llamadas de Dios, trabajo pastoral con los nativos y enfrentamientos con las autoridades locales.  En el recorrido expuesto se puede identificar que los clérigos que participaron en la evangelización del Nuevo Reino de Granada no eran aquellas figuras puras, ejemplares y dedicadas que presentaron tanto ellos mismos como los posteriores historiadores eclesiásticos. Eran seres humanos que tenían sueños, aspiraciones, ambiciones, y particularmente, pasiones.  Este último aspecto es importante, ya que aportan otras miradas que ayuden a entender las diversas complejidades que encerró el espacio local de la encomienda, en donde diversos temas e intereses se cruzaron, negociaron o enfrentaron.  

A modo de conclusión:

En este escrito se presentó el recorrido de vida de uno de los agentes eclesiástico, quien a nombre de su corporación ayudó en la consolidación del orden colonial en el Nuevo Reino de Granada entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. A partir de los diferentes fragmentos que se han encontrado, se realizó un esbozo del itinerario del sacerdote Pedro de Zea, el cual puede ayudar a ilustrar la complejidad de los actores de la Iglesia católica. Más allá de sus intereses pastorales, estaba un ser humano con sus luces y sombras, las cuales influenciaron su trabajo como cura doctrinero. Esto es importante, ya que a la hora de estudiar el proceso de evangelización en aquel periodo, no solo es importante analizar aquello que los sacerdotes y religiosos desearon presentar, sino también aquello que “ocultaron” como en este caso su esfera emocional. De esta manera, se puede intentar reconstruir, en lo que las fuentes primarias lo permiten, el camino vital de todos los participantes de la sociedad americana de aquellos siglos.

En este trabajo también se manifestó otra posibilidad para estudiar las encomiendas. Estas instituciones se han abordado desde lo político, lo económico y lo social. Estos aspectos son importantes, ya que las fuentes son profusas en esa información. Sin embargo, esos documentos nos proporcionan otros elementos relacionados con las historia de las emociones; es decir, las pasiones. Con los aportes que esa corriente ha desarrollado, podemos aproximarnos a las reacciones de los actores que allí vivían y como todas ellas tenían estrecha relación con sus actividades, con las negociaciones y conflictos que allí se presentaron. De esta manera, se puede re-construir la complejidad que encerraban esos espacios, además de contribuir a realizar nuevos análisis que reúnan la totalidad de elementos que se interrelacionaron.

Igualmente, el rol que tuvo la encomendera de Susa, Isabel Ruiz, es otro paso para entender el papel de las mujeres en aquellos lugares. La manera como ella se presentó ante las autoridades, los argumentos contra Zea y la forma como articuló las redes de poder que integró nos muestra cómo las mujeres en el espacio colonial tenían posibilidades de participar en espacios diferentes al hogar. Así, se estimula a que se siga investigando la temática de las mujeres encomenderas, y con ello dar un completo panorama del entramado social colonial. 

De la misma manera, los roces en los que participó Zea exponen lo inestable que fue el proceso cristianizador durante la primera mitad del siglo XVII. A pesar de que para ese momento había un extenso conjunto de leyes para reglamentar la actividad clérical, los sucesos acaecidos en lo local llevaron a que el proceso se estancase o fuese por otras vías no tan ortodoxas. Es así que con tal de obtener los resultados deseados, se implementaron acciones “sobre la marcha”.

Estudiar el periodo colonial no es solo analizar sus procesos políticos, económicos, sociales y culturales. Es también profundizar en la mente de los agentes que participaron en todos ellos, ya que en ese intrincando y complejo espacio de la vida era donde se formaban los conceptos con los que vivían e interactuaban entre sí. Su estudio puede ayudar no solo a conocer más de ellos, sino también a humanizarlos y entender que así hayan vivido hace más de tres siglos, fueron muy parecidos a quienes hemos experimentado situaciones similares en estos tiempos presentes, tan caracterizados por la incertidumbres y las dificultades. 

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AGN. (1616). Santafé: Gonzalo de Velasco permuta el curato de Sáchica con Pedro de Zea y éste el de Turmequé con el primero [Documento donde se establece la permuta entre los clérigos Pedro de Zea y Gonzalo de Velasco]. Sc. Fl. (Curas y Obispos, leg. 28, no 122, f. 173r y v), AGN, Bogotá, Colombia.

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[1] La cursiva es mía. 

[2] La cursiva es mía.

[3]No obstante, en este artículo se utilizará el concepto de “itinerarios de vida” ya que los pocos episodios que registran las fuentes primarias permiten dar pistas para armar un “camino vital”. Un buen ejemplo sobre la elaboración de un itinerario de vida se puede ver en: Rothschild, E.(2014). Isolation and economic life in eighteenth – century France, American Historical Review, 19, (4),: 1055 – 1082. 

[4]En este tipo de probanzas, era importante señalar si participaron en campañas militares y si había estado en la fundación de localidades españolas.

[5]La permuta consistía en que entre dos sacerdotes se intercambiaban las doctrinas en que estaban originalmente. Esto se hacía por motivos de salud, personales, o conflictos con los encomenderos o los indios.