DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v7i1.4579

Música para los héroes de la reforma y la intervención francesa: González Ortega y Juárez

 

Luis Díaz-Santana Garza

[email protected]

https://orcid.org/0000-0002-0435-2121

Universidad Autónoma de Zacatecas

Zacatecas - México

RESUMEN

Basado en la idea del mito del héroe, este artículo pretende deconstruir la percepción social de dos de los más notorios líderes liberales mexicanos —Benito Juárez y Jesús González Ortega— durante “la gran década nacional”, es decir, el decenio que el historiador Miguel Galindo ubicó entre los años del comienzo de la guerra de reforma hasta el final de la intervención francesa (1857-1867). Mi propuesta es que la construcción simbólica de ambas personalidades —especialmente por medio de la historia y la música— ha generado percepciones obscuras o equivocadas sobre sus legados, además de que las composiciones musicales que se les dedicaron a cada uno son un reflejo de la consolidación del centralismo.

 

Palabras clave: Mito y música, Héroes, Historia de la música, Guerra de Reforma, Segundo Imperio, Estudios Culturales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Correspondencia: [email protected]

Artículo recibido: 18 diciembre 2022. Aceptado para publicación: 18 enero 2023

Conflictos de Interés: Ninguna que declarar

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Como citarDíaz-Santana Garza, L. (2023). Música para los héroes de la reforma y la intervención francesa: González Ortega y Juárez. Ciencia Latina Revista Científica Multidisciplinar, 7(1), 2206-2230. https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v7i1.4579

Music for the heroes of the Reform and the French intervention: González Ortega y Juárez

ABSTRACT

 

Based on the idea of ​​the myth of the hero, this article tries to compare the social perception of two of the most notorious liberal leaders —Benito Juárez and Jesús González Ortega— during “the great national decade”, that is, the decade that the historian Miguel Galindo ranged from the years of the war of reform to the end of French intervention (1857-1867). My proposal is that the symbolic construction of both personalities —especially through history and music— has generated confused or mistaken perceptions about their legacies, in addition to the fact that the musical compositions dedicated to each one are a reflection of the consolidation of centralism.

 

Keywords:  Myth and music, Hero, History of music, War of Reform, Second Empire, Cultural Studies.


INTRODUCCIÓN

“El cadáver […] fue conducido a la portada del panteón principal de la ciudad. Formaron el cortejo los primeros poderes del Estado y un numeroso concurso del pueblo […], en el panteón se pronunciaron seis sentidas alocuciones […], terminado el acto, el cortejo fúnebre se despidió, partiendo el carruaje que conduce los restos del ameritado general” (El Telégrafo, marzo 19, 1881, p. 2). Así describió el Periódico Oficial de Saltillo las honras fúnebres dedicadas a Jesús González Ortega el día 2 de marzo de 1881. Después de una larga enfermedad, su muerte había acaecido unos días antes en la capital del estado de Coahuila, donde radicaba. Hacia el 27 del mismo mes, el ayuntamiento y varios funcionarios públicos de la capital mexicana esperaban la llegada del cuerpo, saliendo cuarenta “wagones” a recibirlo hasta Huehuetoca, para luego velarlo en la Escuela de Minas.

A pesar de que “vivía olvidado”, fue sepultado solemnemente el primero de abril en el Panteón de Dolores, para que de esa manera, la Ciudad de México tuviese “en su seno los restos del ilustre patriota, honra y gloria de la tierra mexicana” (El Centinela Español, marzo 27, 1881, p. 3). Para dar una idea de la solemnidad del acto, podemos mencionar que el colegio de minería “fue invadido por un número infinito de concurrentes” (La Patria, abril 2, 1881, p. 1) y, en el trayecto hasta el lugar del eterno descanso, el gobierno dispuso que la comitiva fuese presidida por el secretario de guerra, el general Treviño; que llevasen los cordones del ataúd los antiguos ayudantes del difunto encabezados por el general Vicente Riva Palacio; además del general Porfirio Díaz dirigiendo la columna militar que marchó tras la comitiva de duelo (El siglo diez y nueve, abril 2, 1881). En el panteón, se ofrecieron discursos y versos, destacando los de Justo Sierra, y los siguientes, del poeta Juan de Dios Peza:

No vengo débil a regar con llanto

Los restos del soldado cuyo acero

Al defender la Patria, brilló tanto.

En acento viril, grave y austero,

Premio debido al heroísmo santo

Vengo a cantar las glorias del guerrero;

Al que tuvo por ley, por sola norma

El lábaro inmortal de la Reforma

(El Defensor de la Constitución, abril 28, 1881, p. 3).

 

 

Pero no faltó el malicioso que aprovechó la muerte del general para revivir viejos odios contra los liberales, debido a que González Ortega aplicó las leyes de reforma en Zacatecas “como no se experimentó en ninguna otra parte de la república” (Fowler, 2020, p. 388), y fueron notorias sus acciones anticlericales, llegando a organizar una maestranza donde se fundían las campanas de las iglesias para hacer cañones (Ramos Dávila, 1995, p. 183).

METODOLOGÍA

Aunque “vivía olvidado”, Jesús González Ortega fue sepultado solemnemente, rindiéndosele honores de héroe nacional. Las distinciones que el gobierno le dio en ese momento fueron diametralmente opuestas al trato que recibió durante la intervención francesa, cuando el titular del poder ejecutivo, Benito Juárez García, lo declaró traidor. Por ello, este artículo de enfoque cualitativo pretende acercarse a la percepción social de estos dos notorios líderes liberales durante “la gran década nacional”, es decir, el decenio que el historiador Miguel Galindo ubicó entre los años del comienzo de la guerra de reforma hasta el final de la intervención francesa. Planteo que la construcción simbólica de ambas personalidades —por medio de la historia política, la militar, e incluso la cultural— ha generado percepciones obscuras o equivocadas sobre sus legados, siendo la música que se les compuso un referente en dicha construcción simbólica.

Mi propuesta se basa en el trabajo pionero del psicoanalista austriaco Otto Rank (1981, p. 10) sobre el mito del héroe, cuando advirtió que un rasgo común del pensamiento humano es glorificar a los héroes nacionales “a través de una cantidad de leyendas y relatos poéticos”. Así, la figura de Juárez fue investida de “rasgos fantásticos”, puesto que “los mitos son creados por adultos mediante la regresión a las fantasías de la infancia, y el héroe se forja y nutre de la historia infantil personal del autor del mito” (Rank, 1981, p. 101). Es probable que la infancia de Juárez, parecida a la niñez de los héroes de antiguos mitos, sea la causa por la que tantos ciudadanos se han sentido identificados con su figura: sabemos que nació en una humilde comunidad de Oaxaca, que no conoció a sus padres —el abandono es otra peculiaridad de los héroes—, y que se dedicó a las labores del campo. El ascenso en la escala social que posteriormente conquistó tiene semejanza con uno de los mitos que Rank analiza: el arcaico mito de Ciro, quien pasa de hijo de pastor a administrador del rey (Rank, 1981, pp. 105-106).

Por su parte, el antropólogo Claude Lévi-Strauss nos recuerda que el mito “se reconoce a primera vista como tal sin que haya peligro de confundirlo con otras formas de relato” (Mencionado en Vernant, 2000, p. 9). Sin embargo, en el caso de Juárez, y gracias al prolongado culto del que ha sido objeto, para muchos mexicanos el mito y la realidad histórica se confunden frecuentemente. Mientras que el mito “se presenta en forma de un relato procedente de la noche de los tiempos […] [y] no depende de la invención individual o la fantasía creadora” (Vernant, 2000, p. 10), en México se generalizó una verdadera deificación de la figura del presidente oaxaqueño, tanto durante su vida como después de su muerte, sostenida por una multitud de relatos individuales. A manera de ejemplos, uno de sus más cercanos colaboradores y miembro de su gabinete, Guillermo Prieto, proclamaba que “La conducta del Sr. Juárez es inmaculada […] ningún hombre ha ocupado el asiento supremo que haya tenido virtudes privadas y públicas superiores a las del señor Juárez” (mencionado en Fowler, 2020, p. 190); y el ya citado poeta Peza (1904, pp. 23-24) aseveró que, durante un acto cívico en el teatro nacional, no había podido ver bien al presidente, porque había sido “deslumbrado por su gloria”, y preguntaba: “¿Quién puede mirar al Sol frente a frente?”

En su artículo Juárez: la construcción del mito, Alma Silvia Díaz Escoto (2008) describe el proceso por medio del cual se modeló esta percepción sobrehumana de Juárez, apoyada en la poesía, la prensa y desde el propio Estado mexicano, específicamente con la intervención de Porfirio Díaz, quien invocando a Juárez justificaba su permanencia indefinida en el poder. El punto clave de la sacralización del benemérito fue el año de 1906, cuando se celebró el centenario de su natalicio. Para tal efecto, fue creada en 1903 una comisión de festejos, que entre otras cosas propuso “que en cada población del país una calle o plaza llevara el nombre de Juárez […] que se colocaran retratos de Juárez en todas las escuelas primarias […] y que todos los ferrocarriles y tranvías llevaran retratos de don Benito al frente”. Además, se realizó una convocatoria para elaborar textos sobre Juárez, en formato de poesía, biografía y ensayo sociológico, mientras que el gobierno porfirista colocó esculturas de Juárez en toda la república.

Se pueden enumerar casos del estado de Zacatecas, donde la vida pública giró en torno a Juárez, y el Periódico Oficial de Zacatecas (marzo 21, 1906, pp. 366-372) pormenorizó las festividades organizadas en cada uno de sus municipios a finales de marzo: en Sain Alto se develó un busto, en Sombrerete una placa de mármol, en Villa de Cos una de zinc, en Nieves se inauguró un monumento, en Valparaíso un mercado, y en Concepción del Oro abrió sus puertas una escuela con su nombre. Por si fuera poco, y al igual que en todos los ayuntamientos del país, los niños de educación básica entonaron un Himno a Juárez, “himno escolar compuesto expresamente para el centenario del gran patricio” (partitura en la colección del autor) con música de Felipe Ramírez Tello, siendo acompañados en muchos casos por sus respectivas bandas municipales. A la par de la consolidación del poder central y el presidencialismo, se fue afianzando el mito juarista, sin importar que, durante su vida, el ahora benemérito se mantuvo en la presidencia durante quince años, expidiendo decretos extraordinarios para reelegirse, y siendo acusado por los mismos liberales de haberse convertido en tirano: en 1871, Porfirio Díaz publicó el Plan de la Noria, donde acusó a Juárez de “mantenerse en el poder contra la voluntad de la nación” (Guerra, 2000, pp. 77). Solamente la muerte lograría separarlo del cargo.

Durante su vida, Juárez y su partido no contaron con apoyo incondicional del pueblo mexicano, mayoritariamente católico (véase Brading, 2002, p. 101), tal como consta en la proclama que los defensores de Guadalajara expidieron en 1858, durante el sitio de la ciudad, llamando “demagogos” a los liberales que habían cometido asesinatos en Zacatecas y saqueado San Luis Potosí: “Ellos no tienen fe, no tienen principios ni moralidad para llevar a cabo la grandiosa obra de regenerar a México” (Fowler, 2020, p. 212). De manera similar, algunos extranjeros que radicaban en México juzgaban negativamente a Juárez y a su partido, tal como se lee en una carta del encargado de negocios de Bélgica, Kint von Roodenbeck:

Los llamados liberales sólo tenían el afán de apropiarse de la riqueza de los otros, de arruinar a las familias más prestigiosas y de destruir los cimientos de la sociedad. Juárez había dilapidado en cuatro meses los bienes de la iglesia sin que la nación se hubiese beneficiado de ello […], había gobernado con una desconsideración cruel, frívolamente y al mismo tiempo de un modo despótico. (Conte Corti, 2014, pp. 155-156).

No obstante, la imagen que hoy tenemos de Juárez ha sido diametralmente modificada por los mitos oficiales, sobre todo su sugerido carácter de “salvador” o “defensor” de la patria, su respeto a las leyes, y su “austeridad republicana”. Sobre el primer punto, conviene recordar el convenio que el gobierno de Juárez propuso en 1859 a los Estados Unidos, que fue duramente criticado por la prensa liberal, conocido como Tratado McLane-Ocampo, mediante el cual cedía a la Unión Americana “derechos de tránsito a perpetuidad por tres diferentes secciones del país, eximiendo de todo impuesto a los ciudadanos estadounidenses que transitaran sus mercancías por dichas rutas [y] permitía la entrada de tropas estadounidenses en México” (Fowler, 2020, p. 355). Por fortuna, el tratado fue rechazado por el senado estadounidense, pero sirvió la Juárez como pretexto para permitir la intervención de Estados Unidos en la guerra de reforma —también conocida como guerra de los tres años—, cuando naves del gobierno del presidente Miguel Miramón fueron atacadas en Veracruz por los buques de guerra norteamericanos Saratoga, Indanola y Wave, los cuales ni siquiera mostraron sus banderas (The New York Herald, april 2, 1860, p. 4).

Relacionado al segundo punto, el mito del respeto a la ley, el jurista mexicano, Jaime del Arenal Fenochio (2010), ha publicado varios textos, destacando Juárez: uso y abuso de las facultades extraordinarias, donde procura conocer cómo “pueden excederse en forma injustificada los poderes y facultades constitucionales en servicio de la cínica perpetuación del poder en beneficio de una persona”. El autor muestra que Juárez realizó una “interpretación en extremo elástica y desmedida de la extensión de las facultades extraordinarias”, y que aún “las amplió injustificada e ilimitadamente”.

Finalmente, hablando de “austeridad republicana”, Juárez no la practicaba, y muestra de ello eran los préstamos forzosos que imponía a las ciudades en las que se hospedaba durante su presidencia itinerante, como el caso de San Luis Potosí, donde se hizo de cuatrocientos mil dólares antes de abandonarla secretamente (The New York Herald, enero 11, 1864; The New York Herald, enero 21, 1864). Además, tanto en la guerra de reforma, como en la intervención francesa, radicaba en localidades que se encontraban apartadas de los combates, asistiendo a todo tipo de celebraciones organizadas por las familias opulentas de la región. No es fortuito el hecho de que, luego de la batalla de Calpulalpan, que puso fin a la guerra de tres años, Juárez se encontraba acompañado por su familia y por el gobernador del estado, disfrutando la representación de la ópera francesa Les Huguenots en el teatro principal de Veracruz (Fowler, 2020, p. 407).

En el ámbito de la historiografía, en la actualidad el presente artículo es incómodo para la historia oficial, pero la percepción mítica de Juárez ya había sufrido un descalabro en 1904, con la aparición del libro de Francisco Bulnes: El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio. De esta manera describe el historiador Antonio Campos Arias (2018, p. 20) el desconcierto y la polémica que generó:

Los días y semanas siguientes [de su publicación] fueron intensos en la prensa, el Congreso y en los círculos de discusión política del país. En el medio liberal se reaccionaba con estupor e incredulidad ante la noticia de un trabajo heterodoxo y abiertamente crítico del prócer de la Reforma. Lo que incrementaba la sorpresa general era que su autor fuera un miembro tan prominente, respetado y aun temido, del grupo de los científicos… del interior mismo del establishment liberal se había pergeñado una obra que enunciaba críticas acerbas y acusaciones sorprendentes sobre el régimen juarista y sobre los méritos del propio Juárez.

Pero la respuesta no se hizo esperar: diversos libros que trataban de refutar a Bulnes y sostener el mito aparecieron en los años siguientes, destacando Juárez, su obra y su tiempo, del secretario Justo Sierra. La campaña abarcó artefactos culturales dirigidos a las clases bajas: se difundieron corridos populares, como Versos a don Benito Juárez (Bonfil Batalla et. al., 2018, p. 184), que indudablemente se trataba de un corrido culterano, realizado por miembros de la élite política, donde se criticaba vigorosamente la obra de Bulnes. Como mencioné, en nuestros días contamos con diversas publicaciones que buscan un balance de la vida de Juárez, aunque también hay gran demanda por los best sellers que continúan generando ganancias gracias a la historia de bronce y, en menor medida, la historia negra. Hasta aquí, hablé de la construcción del mito de Juárez, pero ¿Cuál es la música que fue compuesta para los héroes, y en qué medida afianzó los mitos?    

MÚSICA PARA EL HEROE

Regresando al relato inicial, antes de llegar a la capital del país, desde el 11 de marzo, los restos de González Ortega recibieron diversos honores en su tierra natal: Zacatecas. Cuando el congreso local fue informado de la noticia, declaró benemérito del estado al finado general de división, decretó tres días de luto prohibiendo las diversiones públicas (El Defensor de la Constitución, marzo 3, 1881, p. 3). Por su parte, varios ciudadanos quitaron los caballos del carro fúnebre que conducía el cadáver para llevarlo ellos mismos, aunque no todos celebraron, ya que algunos miembros del clero repartieron un libelo insultando al difunto (El Monitor Republicano, marzo 22, 1881, p.3). El cuerpo llegó a la casa familiar, al día siguiente fue expuesto en el Palacio del Ejecutivo, y a la postre llevado a la glorieta exterior de la Alameda, donde se pronunciaron oraciones fúnebres en su honor (El Defensor de la Constitución, marzo 10, 1881, p. 4). Los deudos del general se negaban a otorgar el consentimiento para que fuera llevado a la Ciudad de México, pero la gestión del gobernador del estado, general Jesús Aréchiga, logró hacerlos cambiar de opinión (El Telégrafo, marzo 16, 1881, p. 3). Asimismo, el presidente Manuel González hizo lo propio: envió un telegrama ofreciendo que el tesoro federal cubriría “todos los gastos necesarios para la conducción, embalsamamiento y funerales de los preciosos restos del general”, pues consideraba que “deben descansar al lado de los de los hombres ilustres de la Nación” (La Patria, marzo 6, 1881, p. 3).

No solamente las “leyendas y relatos poéticos” son maneras de glorificar a los héroes nacionales, en general el arte —particularmente la música— es un medio de sublimación, muy poco estudiado en este sentido. En el Zacatecas de aquel año, uno de los más destacados músicos fue Fernando Villalpando (véase Díaz-Santana Garza, 2019). Nacido en 1844, fue un célebre compositor, instrumentista, director de bandas, maestro de música y periodista. Creó para la ocasión una marcha fúnebre a la memoria del general Jesús González Ortega (Romero, 1963, pp. 31-34). El músico Manuel Benítez Valle (1969, pp. 84-86), apuntó que “la tarde del 8 de marzo de 1881 se le notificó al maestro Villalpando que dentro de tres días pasaría por Zacatecas el cadáver del general González Ortega […] haciendo preciso recibirlo con una marcha fúnebre, de ser posible original”. Al conocer la noticia, “el maestro se puso pensativo y se retiró a su casa, se encerró a meditar y a las pocas horas brotó la inspiración, empezando a escribir esa obra maestra que esa misma noche quedó terminada, y al día siguiente fue instrumentada para ser ejecutada por la banda de música de la que fue director”. El día que llegó el cuerpo del general: “La banda de música ejecutó la marcha al descender del carro el ataúd […]; una expresión de dolor y duelo, que se escuchó mientras descendía el ataúd, y al emprender la marcha se oye el tiempo marcial, pero lúgubre de esta gran obra”.

Seguramente Benítez Valle se dejó llevar por su entusiasmo, pero al contemplar la partitura, y sin afán musicológico, puedo afirmar que tiene claridad y complejidad: cuenta con disonancias fastuosas y provocadoras, que contrastan con segmentos melódicos de influencia vienesa. Villalpando combinó pasajes marciales de gran solemnidad, con otros que sugieren optimismo y esperanza por una vida después de la muerte. La tonalidad principal es do menor, y en la parte intermedia del trío modula hacia fa menor, siendo ambas tonalidades frecuentemente empleadas por los compositores, debido a que logran “expresar un sentimiento triste más fácilmente que en otras tonalidades”. Debo subrayar la “famosa tonalidad de do menor”, que no se refiere a una obra en particular sino a la tonalidad misma, alude a la familiaridad desarrollada durante el siglo XIX con algunas de las piezas más “profundas y conmovedoras” que se crearon en do menor, considerada “heraldo de la grandeza musical” (Sumner Lott, 2018, pp. 195-196). Esa introspección y emoción buscaba Villalpando al emplear la “famosa tonalidad”, aunque tanto la primera como la segunda parte de su obra tienen modulaciones a tonos mayores que, en contraste, “se utilizan en piezas agradables, cantables, y en aquellas cuya finalidad es la de causar placer” (Murillo, 1997, pp. 214-215).

Figura 1. Primeros compases de la Marcha Fúnebre de Villalpando, versión para piano, colección del autor.

La partitura se divulgó en su versión para piano y para banda con el opus 44, siendo interpretada posteriormente en diversos puntos del país, destacando un par de presentaciones en el zócalo de la Ciudad de México, la primera durante el mismo mes en el que fue sepultado González Ortega, con un ensamble dirigido por Miguel Ríos Toledano (La Patria, abril 14, 1881, p. 2), y en otra audición en agosto de ese año, en un concierto ofrecido por el octavo regimiento (El Siglo Diez y Nueve, agosto 6, 1881, p. 3). Todo indica que la marcha causó beneplácito, fue “aplaudida y renombrada” gracias a sus “elocuentísimos rasgos que despiertan el amor al artista y al héroe” (Diario del Hogar, marzo 7, 1895, p. 1). Incluso en décadas siguientes continuaba siendo interpretada en celebraciones excepcionales, como la que tuvo lugar en Chapultepec en 1894 para celebrar la heroica jornada de Molino del Rey (El Siglo Diez y Nueve, septiembre 7, 1894, p. 3), o en el inoportuno homenaje que realizó la junta patriótica de Zacatecas a Benito Juárez en 1904, en su trigésimo segundo aniversario luctuoso (Periódico Oficial de Zacatecas, julio 16, 1904, p. 73). Tal parece que para entonces ya se habían olvidado las diferencias que ambos tuvieron en vida. Pero hagamos una pausa para regresar con el hombre al que se le dedicó esta marcha, reverenciado por militares y políticos, y odiado por algunos conservadores y religiosos.

PUEBLA Y OTRAS BATALLAS

“Las armas del Supremo Gobierno se han cubierto de gloria”, notificó el general Ignacio Zaragoza al ministro de guerra, en un escueto despacho telegráfico, enviado la tarde del 5 de mayo de 1862. Luego del inesperado triunfo, vinieron los discursos, estudios tácticos, históricos y sociales sobre el acontecimiento, además de loas, piezas musicales y obras de teatro dedicadas a los defensores de la ciudad de los ángeles (véase Reyes de la Maza, 1959). Sin embargo, se ha idealizado esta fecha, incluso desde los días posteriores al acontecimiento. La prensa contribuyó al establecimiento del mito, ya que, en el mismo telegrama que cité antes, publicado por el periódico El siglo diez y nueve —pero que no fue reproducido íntegramente—, el líder del ejército subrayó la frase “no lo bato como desearía porque, el gobierno sabe, no tengo para ello fuerza bastante” (Tamayo, 1965, p. 438). A escasos meses de la histórica victoria, el 8 de septiembre, el general Zaragoza murió víctima de la fiebre escarlatina en Puebla (Gómez, 1862, pp. 23-24) y, al final, el 17 de abril de 1863, la ciudad se rindió ante los franceses y las tropas mexicanas que los secundaban (Arrangoiz y Berzabal, 1999, p. 534), después de sesenta y dos días de asedio (González Ortega, 1863, p. 3).

Ignacio Zaragoza Seguín fue un militar forjado por las duras condiciones de las “milicias cívicas o guardias nacionales” del lejano Norte. Nacido el 24 de marzo de 1829 en la Bahía del Espíritu Santo —actualmente Goliad, Texas—, recibió su educación inicial en Matamoros, y posteriormente en Monterrey (Gómez, 1862, p. 1). La periferia de la nación en ese tiempo. Al igual que él, Jesús González Ortega era norteño, originario de la hacienda de San Mateo de Valparaíso, en Zacatecas, donde vio la luz por primera vez el día 19 de enero de 1822. Él fue quien, a pesar de no contar con preparación militar, se hizo cargo del ejército que defendía Puebla a la muerte del coahuiltejano. Pero no fueron las primeras acciones militares de González Ortega, quien se había unido en 1852 al coronel José María Sánchez Román, como un simple ciudadano que defendía la ley y las instituciones. El pueblo de Zacatecas lo admiraba: se dio a conocer como redactor y editor de varios periódicos que circulaban en Tlaltenango, como El Espectro y La Sombra de García (Carrasco Puente, 1951, p. 83). Hacia 1855, con apenas unos once años, Fernando Villalpando conoció y pasó temporadas muy cerca de González Ortega, cuando se integró como instrumentista en la banda de música del 2º batallón de Zacatecas, comandada por el general (Romero, 1963, p. 31), quien posteriormente logró ser electo diputado del congreso local en 1857, comenzando una impetuosa carrera política, que al poco tiempo lo llevó a ser gobernador del estado (González Ortega, 1861, pp. 10-14).

Durante el sitio de Puebla, González Ortega ya era considerado un héroe de la nación, puesto que sus victorias sobre los conservadores habían puesto fin a la guerra de reforma. Entre dichas acciones, destacó el enfrentamiento en Silao, Guanajuato, el 10 de agosto de 1860, cuando derrotó al invicto general Miguel Miramón, y la batalla definitiva en las lomas de San Miguel Calpulalpan, el 22 de diciembre de ese mismo año. La música siempre fue importante en la vida y en las campañas de González Ortega, pues atacaba al frente de sus tropas, y promovía el entusiasmo de los soldados por medio del toque de trompetas (González Ortega, 1941, pp. 37-48). Sus triunfos consolidaron la trayectoria política: mediante el voto popular, en 1861 llegó a ser gobernador de Zacatecas, y luego líder de la suprema corte de justicia de la nación. En su toma de protesta como presidente de la corte, el zacatecano mostró lealtad a Juárez y respeto por la libertad de expresión, así como una calidad moral fuera de dudas, al señalar que “si mi nombramiento llegare a tenerse como un obstáculo para el sosiego de la república, o para el actual mandatario supremo que rige sus destinos […] haré dimisión de él en el acto que se marque esa necesidad política por la prensa o por la opinión pública” (El Siglo Diez y Nueve, agosto 23, 1861, p. 1). Debo resaltar que el general alcanzó el puesto en la suprema corte a pesar de la oposición de Juárez y su grupo (González Ortega, 1866, pp. 8-9). Para ese momento, ya eran perceptibles las diferencias entre ambos personajes, e incluso el tema produjo un belicoso intercambio de opiniones entre dos periódicos liberales: La Estafette y El Siglo Diez y Nueve. El primero de los rotativos afirmaba que “el poder actual es impotente para gobernar […] se necesitan otros hombres y otro programa […] los amigos del Sr. Ortega han pronunciado ya el nombre del hombre” (El Siglo Diez y Nueve, México, agosto 26, 1861, p. 1).

FRENTE AL SEGUNDO IMPERIO

Jesús González Ortega (1863) fue el general de más alto rango durante el asedio francés sobre Puebla, y detalló los sufrimientos y los actos heroicos en un informe al supremo gobierno. Dicho relato, así como fragmentos de la correspondencia del general durante el sitio, fueron reproducidos por periódicos de diversos países del mundo. La Santa Fe Gazette, por mencionar alguno, destacaba la prudencia de González Ortega antes de rendir la plaza, así como su consideración por los soldados y por los símbolos militares y patrios:

[…] en el acto se determinó romper las armas, teniendo que ametrallar grupos de fusiles para romperlos más pronto; desmontaron y desmuñonaron todas las piezas de artillería… colocaron… los cañones cargados que no podían inutilizar y prendieron fuego. Las banderas también fueron quemadas y sus cenizas recogidas y guardadas […] y depositadas en un lugar secreto que sólo conoce González Ortega. Acabada esta destrucción, se mandó que toda la tropa ocultara sus arneces (sic) y vestidos militares y se quedaran en calson blanco y sombreros de petate […] así transformados estos héroes […] se confundieron con el pueblo y cada cual tomó el camino que pudo (Santa Fe Gazette, julio 25, 1863).

González Ortega y sus oficiales se entregaron al ejército adversario. Al conocer la noticia, hubo propuestas en la cámara de diputados para reemplazar al general en la suprema corte de justicia, las cuales no progresaron. González Ortega se fugó en Orizaba, dirigiéndose a la capital de San Luis Potosí para instalar la corte, pues allí se encontraba temporalmente el gobierno federal. Pero el mismo Juárez comenzó a promover intrigas en contra del general, tratando de nulificar su influencia en Zacatecas, mediante las proposiciones del mando estatal a personajes locales (González Ortega, 1866, pp. 8-12).

Después de que el ejército franco-mexicano tomó Puebla, ocupó sin resistencia la Ciudad de México, y no pasó mucho tiempo para que prácticamente todo el país estuviera en sus manos. Para finales de 1863, algunas de las capitales estatales más importantes —Guanajuato, Querétaro, Morelia y Guadalajara— habían sido ocupadas, y una muestra de la importancia de la “cuestión mexicana” en los Estados Unidos eran las frecuentes noticias de los acontecimientos en los principales medios de comunicación. El New York Herald, por ejemplo, publicó en primera plana detalles del avance de la ocupación francesa en México, destacando que el gobierno de Juárez era sólo una “mera efigie”, y que nadie obedecía sus órdenes (The New York Herald, enero 11, 1864). El mandatario y su gabinete se instalaron en diversas ciudades del norte, hasta llegar a la capital de Chihuahua. En su trayecto, el encargado de proteger la retaguardia fue González Ortega, pero el gobierno no brindó víveres ni dinero a su ejército, a pesar de que recientemente habían abandonado Monterrey, plaza de “grandes recursos”. En este contexto, se produjo la “jornada desgraciada” de Majoma, donde el general dispuso la retirada de su diezmada fuerza, ante la fortaleza del ejército franco-mexicano. Ahora Juárez tenía motivos para exigir al zacatecano que entregara las fuerzas que quedaban de los ejércitos al gobernador de Durango, el general José María Patoni (González Ortega, 1866, pp. 15-18). Eventualmente, y al igual que otros líderes liberales, Patoni también cayó de la gracia del presidente: después de un destierro, fue asesinado cuando regresó a su tierra, en 1868 (Rivera, 1994, p. 363).

González Ortega (1866, pp. 18-27) se quedó sin ejército, e incluso se le ordenó que entregara su escolta, llegando a Chihuahua a finales de septiembre de 1864, donde se puso a disposición del gobierno. En ese tiempo estaba terminando la administración de Juárez, quien se negó a ceder el poder a su legítimo sucesor. A pesar de sus peticiones para seguir peleando contra el avance francés, el general no recibió ninguna comisión, por lo que solicitó al gobierno pasaporte y licencia en la suprema corte para continuar promoviendo la causa republicana. La autorización fue concedida, y González Ortega se dirigió a Nuevo México, y luego a Nueva York, donde se le presentaron millares de personas que ofrecían “su persona y su influencia en favor de México”.

Como respuesta ante la negativa de Juárez para entregar la presidencia, y frente a los decretos que expidió para nulificarlo, González Ortega (1866; y 1866b) publicó en México un panfleto titulado Protesta del presidente de la corte suprema de justicia de la república mexicana, ciudadano Jesús G. Ortega, contra los decretos espedidos (sic) por D. Benito Juárez el día 8 de noviembre de 1865. El general sabía que el apoyo estadounidense era fundamental para llegar a la presidencia, así que poco después editó el folleto en inglés en la ciudad de Nueva York, corregido y aumentado, incluyendo cartas de apoyo de diversas personalidades políticas que radicaban en los Estados Unidos. Pero pronto apareció la respuesta: en Washington fue publicado un librillo que carecía de autor (anónimo, 1866), y que intentaba desacreditar la protesta de González Ortega, comparándolo con Benedict Arnold, que “en épocas anteriores ha brindado buen servicio en el campo [de batalla…] antes de convertirse en traidor a su país”. ¿Quién sería capaz de atacar de manera tan artera a un personaje que puso en riesgo tantas veces su vida en favor de las instituciones republicanas y que mostró lealtad a las mismas? ¿El autor del pasquín fue José María Iglesias, o algún otro ideólogo del juarismo?

No lo sabemos, lo que sí era evidente es que a pesar de los continuos cambios de residencia Juárez parecía no estar muy preocupado por el avance francés, le interesaba más expedir decretos para restar poder a los líderes regionales, como González Ortega. Entre tales decretos, destacan los dos expedidos en el Paso del Norte, el 8 de noviembre de 1865, los cuales eran inconstitucionales y abrían la puerta a una dictadura, toda vez que Juárez prorrogaba el ejercicio de sus funciones y destituía al general como presidente de la suprema corte de justicia (González Ortega, 1866, pp. 3-4), siendo que, de acuerdo a la constitución de 1857, y como cabeza de la corte en funciones, González Ortega debería ocupar la presidencia de la república al no ser posible convocar a elecciones. De hecho, desde que terminó su período constitucional, en 1864, un grupo de liberales, encabezados por Manuel Doblado, solicitó a Juárez que entregara la presidencia a González Ortega, petición que fue rechazada (Rodríguez Flores, 1992, p. 619).

La aparente despreocupación de Juárez respecto a los franceses pudiera ser explicada con la confianza que tenía en la caída del imperio, por la enorme carga económica y moral que la aventura americana significaba para Napoleón III y para toda Francia. En sus Revistas históricas sobre la intervención francesa en México, publicadas intermitentemente entre 1862 y 1864, el ya citado Iglesias (1987, pp. 19-67), hacía mención de periódicos franceses, que advertían “la injusticia de la política napoleónica en la cuestión mexicana”; citaba los elocuentes discursos de políticos galos en contra de la guerra contra México; y además brindaba datos de la deuda acumulada del imperio de Napoleón, y el costo de mantener al ejército en suelo mexicano, que ascendía a 300 mil francos diarios. Eso sin mencionar el contrapeso que representaba la Unión Americana y su doctrina Monroe, pues en palabras de Iglesias (1987, p. 270): “Renace […] nuestra esperanza en el auxilio de los Estados Unidos”. Pero debemos recordar que la Unión Americana se encontraba en guerra civil, y la “esperanza” de los liberales se apoyaba en un eventual triunfo del ejército unionista del norte, ya que los estados “negreros” del sur planeaban anexarse México y, según afirmaba la carta del encargado de negocios en Washington, don Matías Romero, al ministro de relaciones, “cuentan como cosa segura la adquisición de México o a lo menos… de los estados fronterizos” (citado en Bulnes, 1904, p. 142).

Mientras esto sucedía, en el verano de 1864 el emperador Maximiliano se instalaba en el castillo de Chapultepec. Pese al gran impulso que el segundo imperio otorgó a la educación, las ciencias y las artes, en el imaginario colectivo el período histórico de la intervención francesa es poco conocido, y lo que se sabe generalmente está empañado por la historia de bronce, que idealiza la figura de Juárez, y la historia negra, que desprecia a los emperadores o, en el mejor de los casos, los compadece (Véase Díaz-Santana Garza, 2021). Si Juárez se erigió como sinónimo de patria, el segundo imperio es la antítesis sobre la que se constituye la idea de identidad y nacionalidad mexicana. Regresando al mito del héroe de Rank (1981, pp. 85-95), podemos identificar al emperador como el antagonista de Juárez, el “perseguidor tiránico” que, sin proponérselo, colaboró en la afirmación del mito. De igual manera, la negativa de Juárez a otorgarle perdón a Maximiliano es otra cualidad del héroe, que en algunos casos desarrolla un deseo de venganza durante su niñez.

En el campo de las artes escénicas, durante la ocupación francesa “el teatro […] siguió inalterable su curso con las compañías mexicanas o españolas de dramas y comedias, y con las de ópera formadas por artistas extranjeros”. El hecho es que Maximiliano fue tan liberal como Juárez, y un decidido promotor de las artes, otorgando subvenciones a cantantes y compositores, a compañías dramáticas y de ópera (Reyes de la Maza, 1959, pp. 10-26). Además, las bandas militares que llegaron a nuestro país con los emperadores promovieron los novedosos instrumentos musicales de Adolphe Sax, ofreciendo serenatas frecuentemente en plazas públicas de todas las ciudades que ocupaban (Véase Díaz-Santana Garza, 2015). Las formas musicales que difundieron serían asimiladas por los mexicanos de todos los estratos sociales, y se convertirían en el fundamento de muchas de nuestras músicas populares.

JUAREZ Y LOS DECRETOS CONTRA SUS ALIADOS

Galos y belgas tomaban el control del país con apoyo de los conservadores, y Juárez continuaba expidiendo ordenanzas en contra de sus compañeros liberales: en cumplimiento del decreto del 8 de diciembre de 1865, en el que se acusaba a González Ortega de haber abandonado su puesto en la suprema corte de justicia, el 3 de noviembre de 1866 el zacatecano y varios militares de alto rango que lo apoyaban fueron aprehendidos cuando desembarcaron en el puerto de Brazos Santiago, en la costa sur de Texas, procedentes de Nueva Orleans. González Ortega pidió la orden de arresto y, a pesar de que se le ofreció regresar a Nueva Orleans si lo deseaba, se “rindió con dignidad” ante el oficial al mando (Chicago Tribune, noviembre 14, 1866, p. 1). El New York Tribune calificó el acto como “inaudito y escandaloso” (La Sociedad, enero 9, 1867, p. 2) pues, aunque nunca se le dijo el motivo para ser apresado, y le ofrecieron libertad si regresaba al centro de Estados Unidos, el general y sus acompañantes permanecieron en prisión cinco semanas. Después de recobrar la libertad conocieron el nuevo decreto juarista del 20 de noviembre, donde declaraba traidores a los que habían protestado contra el decreto del 8 de noviembre, es decir, González Ortega y todo aquel que lo favoreciera.

Empero, González Ortega (1868, pp. 10-30) regresó a México, logrando llegar a Zacatecas, donde no escuchó la petición del gobernador Miguel Auza en el sentido de abandonar el estado para no ser privado de su libertad. Así, fue nuevamente detenido, conducido a Durango, San Luis Potosí, Saltillo, y finalmente a Monterrey, permaneciendo encerrado hasta el verano de 1868. Juárez quería tener muy lejos a las personas que pudieran disputarle el poder, y cuando González Ortega finalmente abandonó la prisión, muchas cosas habían sucedido: después de una serie de conferencias en París entre el ministro estadounidense y el de relaciones extranjeras galo, en diciembre de 1866 regresaron a Francia los primeros soldados que ocupaban México (González Ortega, 1941, pp. 191-197); el 19 de junio de año siguiente Maximiliano fue ejecutado en Querétaro, y durante los meses ulteriores el gobierno persiguió y fusiló a los jefes militares y políticos que habían colaborado con el imperio (Arrangoiz y Berzabal, 1999, p. 876). Era notorio el rencor, y una sed de venganza: el antiguo gobernador y héroe liberal de Nuevo León, Santiago Vidaurri, por ejemplo, fue fusilado de espaldas y, para completar la “burla y sarcasmo”, una banda interpretaba alegres “polkas y cangrejos” (El Boletín Republicano, julio 9, 1867, p. 3). Además, Juárez rompió relaciones diplomáticas con todas las naciones que reconocieron a Maximiliano (Cosío Villegas, 1962).

No todos aplaudieron el regreso al poder de Juárez, y la situación no se normalizó pronto. En 1868 se dieron levantamientos en diversos lugares del territorio nacional, a los cuales la prensa mexicana no les dio mucha importancia. En marzo, el periódico The New York Herald (marzo 27, 1868, p. 7) mencionaba que, en San Luis Potosí, un regimiento federal se proclamó en contra de Juárez y a favor de González Ortega. El gobierno federal intervino inmediatamente, y varios oficiales fueron colgados. El régimen y el pueblo estadounidense apoyaban decididamente al oaxaqueño, pues el mismo medio afirmaba que el reporte del más reciente complot para asesinar a Juárez y a su gabinete había creado más profunda indignación entre los estadounidenses que entre los mexicanos. En el verano de ese mismo año, Boca del Río y El Potrero se unieron a la Revolución. Bajo el liderazgo de José M. Zamudio, los ciudadanos de Alvarado repudiaron a Juárez y se declararon en favor de González Ortega, les siguieron los de Tlacotalpan y otras villas, y pronto prácticamente todo el centro, sur y sudeste del estado de Veracruz respaldó la insurrección (The Evening Telegraph, agosto 22, 1868, p. 1). En años siguientes continuó el baño de sangre: se lanzó el plan de San Luis en 1869 y el de la Noria en 1871, pero Juárez se negaba a entregar el poder y continuaba reeligiéndose, hasta que falleció en 1872 (Ramos Dávila, 1995, pp. 236-244). Como vimos, incluso antes de su muerte, fines políticos promovieron el mito que glorificaba a Benito Juárez y, con miras a unificar y pacificar el país, Porfirio Díaz consolidó el culto juarista por medio de la educación oficial y las ceremonias, sin mencionar la edificación de fastuosos monumentos a lo largo y ancho de la república, como el hemiciclo a Juárez (Medina Peña, 2014, pp. 325-326).

CONCLUSIONES

En febrero de 1895, casi una década y media después de la muerte del héroe de la reforma, y como un recuerdo de su general, Fernando Villalpando compuso su marcha Batallón González Ortega (Romero, 1963, pp. 35-36). Por desgracia, Villalpando falleció pocos años después, el 21 de diciembre de 1902, y algunos periódicos nacionales, como El Tiempo y El Imparcial comentaron la noticia. Si el compositor concibió ambas marchas para el héroe de la guerra de los tres años, en el caso de Juárez se conocen al menos una veintena de piezas que le fueron dedicadas, entre ellas la Marcha sociedad Benito Juárez, para piano, del compositor neoleonés de fama nacional Jesús M. Acuña, o los diversos himnos a Juárez, de músicos de la talla de Miguel Meneses, Abundio Martínez, Manuel Marín, o Aurelio Machorro (El popular, marzo 21, 1906, p. 2; e información de la colección de partituras del autor). Ni hablar de los corridos populares a Juárez: la lírica tradicional encumbró su figura en múltiples ocasiones, como en las Mañanas de Juárez (Avitia Hernández, 1997, pp. 136-137), o el corrido Décimas a Benito Juárez (Mendoza, 1996, pp. 216-217), siendo además evocado en otros muchos corridos dedicados a los defensores de la patria, así como a Maximiliano o Porfirio Díaz. Algunos estudios han reunido coplas que ensalzaban en grado superlativo la figura de Juárez (véase Terán Fuentes, 2009, p. 15), observando que “ahora el federalismo tenía una fuerte presencia del poder central encabezado por el ejecutivo de la nación que rompía con su tradición precedente”. Y puedo agregar que la gran cantidad de música compuesta para Juárez, frente a la escasa producción a González Ortega y otros visibles caudillos regionales, es una muestra del triunfo del centralismo, en este caso de un centralismo cultural.

Una buena cantidad de las estrofas dedicadas a Juárez exhiben una apoteosis mítica, hablan de un personaje completamente ajeno a la realidad humana, como las de Alberto Coellar: “Cante el viento entre las frondas, cante el tumbo de los mares, a la gloria del gran Juárez, que reforma y paz nos dio. Y los lagos con sus ondas, que reflejan las estrellas, formen clámide con ellas al que a México salvó”. Los versos de Julio Sesto, musicalizados por Abundio Martínez, son aún más delirantes, pues colocan a Juárez como el mayor héroe de la historia del mundo: “¡Oh gran Juárez! ¿Qué pueblo en la tierra tiene un héroe que iguale tu gloria? ¿Qué hay más grande del mundo en la historia que tu vida de apóstol titán?” (El Contemporáneo, marzo 24, 1906, p. 4). La música que acompaña todas estas letrillas es igualmente triunfalista, reforzando las ideas literarias.

Cuando Juárez aún vivía, a la caída del segundo imperio, se realizaron recitales donde la música de herencia europea se empleó políticamente, para solicitar apoyo al presidente y promover el nacionalismo por medio de fábulas, destacando los eventos organizados por la sociedad filarmónica mexicana en los que, de acuerdo con el poeta Alfredo Chavero: “hemos visto en todo el concierto, más que un adelanto en la música, un progreso en el patriotismo; más bien que notas, hemos creído escuchar acentos de hijos que ven a su madre libre del odioso yugo” (El Siglo Diez y Nueve, octubre 2, 1867, p. 1). El autor se refería a la presentación que tuvo lugar la noche anterior, el 1º de octubre de 1967, donde se interpretaron, entre otras piezas, la Marcha Zaragoza y la Marcha Republicana de Aniceto Ortega, así como el himno Dios salve a la patria de Melesio Morales. La sociedad filarmónica indicaba que “México no posee una marcha verdadera y exclusivamente nacional, pues no tienen ese carácter la de Hertz ni el Himno de Nunó”, por lo que las marchas de Ortega pretendían “llenar ese vacío” (El Siglo Diez y Nueve, octubre 1, 1867, p. 3). Otra verdad a medias de Chavero era que la sociedad filarmónica no había “nacido apadrinada por ningún gobierno, ha brotado como una flor en el desierto” (El Siglo Diez y Nueve, octubre 2, 1867, p. 1). Es cierto que dicha sociedad fue creada como asociación civil el 14 de enero de 1866, y tenía como uno de sus principales objetivos la creación de un conservatorio de música gratuito (García Cubas, 1905, pp. 522-524). Sin embargo, un año antes de la gloriosa celebración que narra Chavero, ofrecieron su primer “gran concierto vocal e instrumental y de orfeonismo”, nada menos que en el Gran Teatro Imperial, el 7 de septiembre de 1866 (El Siglo Diez y Nueve, octubre 2, 1867, p. 1). Pero en tiempos de la república restaurada, la sociedad filarmónica buscaba distanciarse del segundo imperio: después del decreto de Juárez de 1862 —que condenaba a muerte sin juicio previo a todos los que hubieran apoyado a los invasores— todo mundo se esforzaba por presentarse como ferviente republicano, como fue el caso del compositor Melesio Morales.

Por su parte, después de haber desafiado a la muerte en múltiples ocasiones para defender las leyes y las instituciones republicanas, el líder liberal Jesús González Ortega pasó los últimos catorce años de vida lejos de su tierra, en la norteña ciudad de Saltillo. Al morir, su hijo Lauro publicó una emotiva carta, agradeciendo al “hospitalario pueblo coahuilense” por haber abrigado “al hombre que, abrumado por el peso del infortunio, buscaba sólo un asilo donde pasar el resto de sus días”. Señalaba que la gente de Saltillo había endulzado las “horas de amargura” del general, en medio del “aislamiento que él juzgó necesario para su tranquilidad” (El Telégrafo, marzo 18, 1881, p. 3). A pesar de haber tenido gran habilidad para defenderse con la espada y con la pluma, las acusaciones de traición, la prisión, y las calumnias, abatieron su ánimo. Sus últimos años fueron de retiro y silencio público, desilusionado de la justicia, la cual llegó apenas un mes antes de su muerte, cuando recibió una carta del presidente Manuel González, informándole que “cumpliendo gustoso con un deber de justicia nacional, he ordenado que sea reconocido usted en su grado en el Ejército. Al hacerlo así, he satisfecho […] una deuda de gratitud con el caudillo de la Reforma”. El general consagró el ocaso de su vida al estudio de la geografía, astronomía, filosofía, química, historia […], aunque nunca quiso libros de historia contemporánea de México. Así mismo, escribía comentarios de algunas obras, y cartas con temas religiosos a su familia (González Ortega, 1941, pp. 389-399). Si su historia personal estuvo dominada por la espada y los cañones, en sus últimos años cerró un círculo de cultura en tinta y papel, de lectura y escritura, un círculo que había comenzado a esbozar cuando publicaba poesías juveniles en periódicos de Guadalajara.

Con todo y el peso del mito juarista, el estruendo de los cañones y de aquellas músicas militares continuó resonando por mucho tiempo, al menos en su patria chica: para conmemorar el centenario de la muerte del héroe de la reforma, el gobierno del Estado de Zacatecas decretó que 1981 sería el año de Jesús González Ortega, y entre otras acciones fue realizada la grabación de un disco de larga duración, donde se incluyeron obras de Manuel M. Ponce, Genaro Codina, Ernesto Juárez y, por supuesto, la marcha fúnebre de Fernando Villalpando.

En este ensayo presenté un acercamiento a la problemática relación de dos importantes personalidades políticas de la segunda mitad del siglo XIX, y al estudio de la música que se les compuso, entendida como constructora de mitos e imaginarios colectivos, para interpretar la acción social y la percepción ciudadana que originan las coplas y los sonidos armónicos triunfalistas, estrepitosos y grandilocuentes. Vimos que la música se empleó para fortalecer el centralismo y, por medio del mito del héroe, ofrecí un panorama general de la forma en la que se consolidaron los dogmas del liberalismo mexicano, con la finalidad de recordar que la historia no se trata de personajes unidimensionales buenos o malos, sino que es un complejo mosaico de hechos e interpretaciones de los mismos, de interacciones de múltiples personalidades vivas, cada una de por sí compleja.

El historiador inglés Will Fowler (2020, pp. 21-22) resaltó que “las calles, plazas y avenidas de la república llevan los nombres de las figuras más prominentes del bando liberal […] de los conservadores, en cambio, no queda ningún rastro conmemorativo”. Es cierto que debemos acabar con la leyenda negra de los conservadores decimonónicos, y reconocer su legado en la fabricación de la nación a intelectuales tan sobresalientes como Lucas Alamán y Francisco de Paula Arrangoiz y Berzabal, así como políticos y militares de la categoría de Miguel Miramón, Tomás O’Horan, Santiago Vidaurri y Leonardo Márquez. Pero aun entre los líderes del liberalismo no todos tuvieron la misma admiración y prestigio, y como ejemplo el presente balance entre Juárez y González Ortega. Parafraseando al poeta Peza: si el “Sol” Juárez “eclipsó” a la mayoría de sus contemporáneos y, aunque modificado, sigue siendo un símbolo en pleno siglo XXI, muchos de los héroes que arriesgaron sus vidas defendiendo con la pluma y la espada la libertad e institucionalidad de México durante el siglo de la independencia han sido olvidados, o solo se les recuerda en sus regiones de origen. El 21 de marzo de 1906, día en el que se consolidó el mito de Juárez en todos los rincones de la geografía patria, la mayoría de los niños que cantaron su himno desconocían el legado —e incluso el nombre— de Jesús González Ortega.

El filósofo francés Roland Barthes (2013, p. 230) escribió que “no hay fijeza en los conceptos míticos: pueden surgir, alterarse, desintegrarse, desaparecer por completo. Y es precisamente porque son históricos que la historia puede fácilmente suprimirlos”. La gran contradicción que hemos encontrado aquí es que precisamente el mito juarista dejó de ser significativo, aunque nunca fue suprimido, pero se alteró para darle un giro radical: si originalmente se consolidó con la intención de unir y pacificar al país, en la tercera década del siglo XXI es enarbolado para fomentar el odio, para dividir y enemistar a los mexicanos. Pero la historia no puede ser rehén de la política, y sólo mediante la comprensión del pasado podremos entender la manera en la que éste actúa en el presente, para acabar con los viejos y nuevos mitos. 

Fuentes de consulta

Archivos

-Archivo General del Poder Legislativo del Estado de Zacatecas

-Biblioteca Pública de San Antonio, Texas

-Hemeroteca Nacional de México

-Museo Nacional de la Revolución

 

Publicaciones periódicas

-Chicago Tribune.

-Diario del Hogar.

-El Centinela Español.

-El Contemporáneo.

-El Defensor de la Constitución.

-El Diario del Imperio.

-El Monitor Republicano.

-El Siglo Diez y Nueve.

-El Telégrafo.

-La Patria.

-La Sociedad.

-Periódico Oficial de Zacatecas.

-Santa Fe Gazette.

-The New York Herald.

 

 

Fonogramas

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