NEUROPSICOLOGÍA DE LA INTELIGENCIA

NEUROPSYCHOLOGY OF INTELLIGENCE

Rocio Gonzalez

Universidad Siglo 21

Argentina

 

Nicolás Parra Bolaños

Asociación Educar para el Desarrollo Humano

Colombia

 

 


 

DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v7i6.9371

Neuropsicología de la Inteligencia

 

Rocio Gonzalez[1]

[email protected]

http://orcid.org/0000-0001-6395-9479

Universidad Siglo 21. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina

Nicolás Parra Bolaños

[email protected]

https://orcid.org/0000-0002-0935-9496

Asociación Educar para el Desarrollo Humano, Laboratorio de Neurociencias y Educación, Medellín, Colombia

 

RESUMEN

Si bien la inteligencia constituye un aspecto relevante para la ciencia y las políticas públicas (orientando directrices educacionales y de salud), su conceptualización representa un trabajo de gran complejidad, ya que se han desarrollado diversas conceptualizaciones. Existen teorías que privilegian los aspectos cognitivos, otras los emocionales y sociales, pero también perspectivas que se enfocan en los procesos que subyacen al desempeño inteligente, como es el caso de las funciones cognitivas y los aspectos neurobiológicos. Los problemas asociados con la inteligencia se refieren a diferentes cuestiones referidas a su definición, desarrollo, características, factores, formas de medirla, relación con otros rasgos psicológicos, etc. Dado que, en forma general, la inteligencia es concebida como un proceso cognitivo de alta complejidad en el cual intervienen diferentes habilidades, el objetivo de este trabajo consiste en realizar una revisión del concepto de inteligencia desde una perspectiva neuropsicológica, explorándola desde las diferentes escuelas psicológicas hasta su estudio también desde una mirada neurobiológica.

 

Palabras clave: inteligencia; CI; psicología; neurociencias


 

Neuropsychology Of Intelligence

 

ABSTRACT

Although intelligence constitutes a relevant aspect for science and public policies (guiding educational and health guidelines), its conceptualization represents a highly complex work, since various conceptualizations have been developed. There are theories that privilege cognitive aspects, others emotional and social aspects, but also perspectives that focus on the processes that underlie intelligent performance, such as cognitive functions and neurobiological aspects. The problems associated with intelligence refer to different issues related to its definition, development, characteristics, factors, way of measuring it, relationship with other psychological traits, etc. Given that, in general, intelligence is conceived as a highly complex cognitive process in which different abilities intervene, the aim of this article is to carry out a review of the concept of intelligence from a neuropsychological perspective, exploring it from the different psychological schools and from a neurobiological perspective.

 

Keywords: intelligence; IQ; psychology; neurosciences

 

 

 

 

Artículo recibido 14 diciembre 2023

Aceptado para publicación: 20 enero 2023

 


INTRODUCCION

De forma general, la inteligencia es concebida como un proceso cognitivo de alta complejidad, en el cual intervienen diferentes habilidades, y constituye un aspecto relevante no sólo para la ciencia, sino también para las políticas públicas (orientando directrices educacionales y de salud). Sin embargo, su conceptualización representa un trabajo de gran complejidad, ya que se han desarrollado diversas conceptualizaciones que van desde privilegiar elementos de tipo cognitivo y abstracto, a elementos emocionales y sociales, pero también perspectivas que se enfocan en los procesos que subyacen al desempeño inteligente, como es el caso de las funciones cognitivas y los aspectos neurobiológicos (Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019).

Los problemas asociados con la inteligencia se refieren a diferentes cuestiones referidas a su definición, desarrollo, características, factores, formas de medirla, relación con otros rasgos psicológicos, etc. (Ardila, 2011). Por lo tanto, la inteligencia no siempre fue entendida de la misma manera y en su evolución pasó por diferentes etapas históricas.

Enfoques Psicométricos

Las primeras aproximaciones acerca de la inteligencia remiten a construcciones empíricas realizadas por las personas. Es decir, cuando no existía una definición científica de inteligencia, se tenía una noción formulada a partir del saber popular acerca de las capacidades que llevaban al éxito dentro del entorno cultural del grupo, ya fuera como dirigentes, pensadores, guerreros, artesanos, etc. (Sotres et al., 2002).

Recién a finales del siglo XIX, se inician las primeras investigaciones tendientes a estudiar la inteligencia y a definirla de manera científica. Estos estudios se focalizaron especialmente en la construcción de instrumentos o escalas con el objetivo de medirla, surgiendo así los denominados “Enfoques Psicométricos”, cuyos referentes son: Galton, Spearman, Binet y Simon. En este momento aparece el “boom” de los test de inteligencia o de cociente intelectual (CI), con el fin de analizar y medir aquellas habilidades que llevan a tener éxito en la vida (Mejía-Díaz, 2013; Sotres et al., 2002).

Desde esta perspectiva, cada persona está dotada de un conjunto de factores o rasgos, de los que dispone de manera diferente y que hacen referencia a las diferencias en el rendimiento intelectual (Avendaño Castro & Gamboa Suárez, 2021). De esta manera, los enfoques psicométricos se caracterizan por su énfasis en cuantificar y ordenar las habilidades intelectuales de las personas a través de tests de inteligencia. Por ejemplo, en el año 1905 Alfred Binet (1857-1911) elabora la primera escala de inteligencia para niños, bajo el encargo del ministro francés de la Instrucción Pública, con el fin de utilizarla en las escuelas para localizar a los llamados “deficientes mentales” y proporcionarles instrucción especial (Moreno et al., 1998). Fue él quien introdujo el concepto de edad mental, mediante el cual, por ejemplo, un niño de 10 años cronológicos, que podía resolver las pruebas para esa misma edad, tenía 10 años mentales. En el caso de que un niño resolvía problemas para niños con 3 o menos años cronológicos se diagnosticaba con retraso mental, mientras que, por el contrario, si podía resolver pruebas para niños 3 o más años superiores se diagnosticaba como superior a lo normal (González, 2003).

Sin embargo, pese al aumento de la utilización de esta escala, se observaban algunos problemas con el diagnóstico de la deficiencia mental. Por ejemplo, un niño de 8 años cronológicos con edad mental de 6 no era equivalente con un niño de 6 años cronológicos con edad mental de 4, pese a que ambos poseían dos años de atraso, ya que la inteligencia presentaría diferentes grados de desarrollo en cada edad, lo cual dificulta el diagnóstico. Esta situación llevó William Stern (1871-1938) a introducir el concepto de coeficiente intelectual (CI), que se obtiene multiplicando la edad mental (expresada en meses) por 100 y dividiendo el resultado por la edad cronológica (también expresada en meses). Por ejemplo, un niño con una edad mental de 9 años (108 meses) y una edad cronológica de 10 años (120 meses) obtiene un CI de 90. Las estandarizaciones para diferentes edades dejaron una media de 100 puntos, por lo tanto el caso anterior se encontraría levemente por debajo del promedio (Cid, 2017).

La distribución de inteligencia en la población tendría la forma de curva normal o curva de Gauss como muchas otras habilidades y características de las poblaciones (Ardila, 2011), donde la mayoría de las personas obtienen puntajes que se distribuyen en la parte central, clasificándolo en 7 grupos (Wechsler, 2008). El puntaje de CI que arrojan los test de inteligencia es entonces una comparación entre un puntaje individual en relación con el promedio y la desviación estándar de la muestra normativa (Boetto & Rosas, 2023).

La primera clasificación de la distribución de la inteligencia en la población fue la realizada por Lewis Terman (1877-1956), quien clasificaba a las personas según su CI en genio (>140), muy superior (120-140), superior (110-120), normal (90-110), estúpido (80-90), deficiente límite (70-80) y deficiente mental (<70) (Terman, 1925). Actualmente, Wechsler (2008) presenta la siguiente clasificación de CI, que es la que se suele utilizar: muy superior (>130), superior (120-129), arriba del promedio (110-119), promedio (90-109), debajo del promedio (80-89), inferior (70-79) y discapacidad (<70).

Ahora bien, es preciso tener en cuenta que el CI es variable a través de las diferentes poblaciones, existiendo naciones que están alrededor de 70 y otras en 107 (Lynn et al., 2007). Asimismo, para que la interpretación de los test de CI sea correcta los baremos deben estar actualizados, es decir, el grupo de referencia del cual se obtienen las puntuaciones promedio con las que se compara el rendimiento de la persona, debe ser el adecuado, por lo que se hace necesario una revisión periódica de los tests en función de los nuevos descubrimientos e hipótesis que aportan las teorías así como los cambios culturales y las adaptaciones regionales. Esto cobra aún más relevancia al considerar el fenómeno denominado Efecto Flynn, que muestra un aumento constante de los valores absolutos en todos los tests de inteligencia con el correr del tiempo en todo el mundo. Por lo cual, las normas para el CI en la misma población se vuelven obsoletas conforme pasan los años y en la actualidad, para obtener el mismo puntaje transformado que hace algunas décadas, se deberían resolverse un mayor número de tareas. No obstante, investigaciones recientes muestran una disminución en el crecimiento de dichos puntajes en diferentes partes del mundo, lo cual dificulta aún más las interpretaciones (Rossi Casé et al., 2018).

Si bien esta tradición se ha convertido en la línea dominante de investigación durante la primera mitad de este siglo y siguen siendo instrumentos valiosos para arribar a diagnósticos y para el desarrollo de estrategias de intervención específicas, en la segunda mitad del siglo ha sido cuestionada, surgiendo diferentes enfoques en el estudio de la inteligencia (Boetto & Rosas, 2023; Rossi Casé et al., 2018).

Modelos De Jerarquización

A mediados del siglo XX, el sistema de educación especial comenzó a expandirse y también lo hizo la necesidad de identificar y diagnosticar la naturaleza de los problemas de aprendizaje en los niños. La evaluación de la inteligencia comenzó a focalizarse en la medición de aspectos más precisos del funcionamiento cognitivo. Para medir las habilidades mentales y clarificar aún más la naturaleza de la inteligencia, se aplicaron técnicas de análisis factorial (Boetto & Rosas, 2023; Wechsler, 2011).

Se desarrollaron así los denominados “Modelos de Jerarquización”, cuyo referente es Charles E. Spearman (1863-1945), quien, inspirado en Galton (1822-1911), formuló la Teoría Bifactorial. Según esta teoría, todas las habilidades humanas tienen un factor común general (factor G) y un factor específico a cada una de ellas (factor E). El famoso factor G de la inteligencia o inteligencia general (siendo un proxy del CI general de Wechsler) se refiere a una característica personal hereditaria, una propiedad específica del cerebro, que varía de un individuo a otro, pero se mantiene estable a través del tiempo. El factor G sería el responsable del rendimiento general en las pruebas de capacidad intelectual, siendo un factor de inteligencia subyacente a las habilidades mentales específicas. El factor E, por su parte, representa las habilidades o aptitudes específicas de una persona frente a determinada tarea, tendría una localización específica en el cerebro, y, a diferencia del factor G, varía dependiendo de la educación previa de la persona, no siendo generalizable a otros ámbitos (Trujillo-Flores & Rivas-Tovar, 2005). Para Spearman, estos factores E serían: verbal, cuantitativo, espacial, memoria inmediata, velocidad mental o de percepción y la capacidad de establecer relaciones lógicas (Ardila, 2011).

Spearman observó que las personas que se desempeñaban bien en una prueba cognitiva tendían a tener un buen desempeño en otras pruebas, mientras que aquellos que obtenían malas calificaciones en una prueba tendían a puntuar mal en las demás. De esta manera, postuló que las medidas de las diferentes habilidades mentales se correlacionaban sustancialmente entre sí (Walrath et al., 2020).

A partir de esta teoría bifactorial nacen otros modelos jerárquicos de la inteligencia, que suponen la existencia de un factor general que relaciona los desempeños en diversas habilidades. Entre estos modelos, los más importantes son el de Burt, el de Vernon, el de Cattell, el de Gustaffson y el de Carroll (Cid, 2017).

Basándose en estudios de análisis factoriales y evidencias de daño neurológico y envejecimiento (influencias genéticas y ambientales), Raymond B. Cattell (1905-1998), un estudiante de Spearman, introdujo la teoría de que la inteligencia estaba compuesta de dos factores generales, la inteligencia fluida y la cristalizada (Walrath et al., 2020; Wechsler, 2011). La inteligencia cristalizada reflejaría el conocimiento adquirido por medio de procesos culturales y educativos, por lo cual se encontraría más relacionada con el nivel de escolarización y aprendizaje; mientras que la inteligencia fluida representaría los aspectos menos adquiridos y más relacionados con la capacidad abstracta en la resolución de problemas, lo que permitiría que un individuo piense y actúe rápidamente y codifique recuerdos a corto plazo (Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019). Más tarde, Earl B. Hunt (1933-2016) amplió esta teoría e introdujo los factores de percepción visual, memoria a corto plazo, almacenamiento y recuperación a largo plazo, velocidad de procesamiento, capacidad de procesamiento auditivo, aptitud cuantitativa y habilidades de lectura y escritura.

Por su parte, John Carroll (1916-2003) formula un modelo conocido como la teoría de los tres estratos, con habilidades estrechas (estrato I), amplias (estrato II) y generales (estrato III). Esta se basa en teorías anteriores, por lo que también se conoce como el modelo Cattell-Horn-Carroll: “CHC Theory”, ya que sintetiza dos de las teorías más ampliamente reconocidas de las capacidades intelectuales: el trabajo de Cattell y el desarrollo de Horn y Carroll (Walrath et al., 2020). Los resultados se obtuvieron en base a análisis factoriales confirmatorios que mostraron el modelo que subyacía a los datos estudiados. El primer estrato denominado “cerrado” corresponde a capacidades relacionadas con la experiencia y aprendizaje, donde se encuentra: razonamiento secuencial, inducción, velocidad de razonamiento, desarrollo del lenguaje, gramática, velocidad lectora, memoria semántica, memoria visual, relaciones espaciales, velocidad perceptiva, etc. El segundo estrato denominado “amplio” corresponde a capacidades básicas que gobiernan el comportamiento y que fueron agrupados en ocho factores: inteligencia fluida, inteligencia cristalizada, memoria y aprendizaje, percepción visual, percepción auditiva, capacidad de recuperación, velocidad cognitiva y velocidad de procesamiento. El tercer estrato denominado “general” corresponde al factor G que subyace a toda actividad cognitiva. Este modelo es considerado uno de los más adecuados, en tanto, refleja una estructura que se obtiene de la suma de diversas pruebas de inteligencia aplicada a personas con los más diversos rangos etarios, culturas y niveles socio-económicos (Cid, 2017).

Desde entonces, los tests de CI se han considerado útiles herramientas genuinamente científicas para medir la inteligencia real o potencial de las personas y así clasificarlas (Gardner, 2001).

Dado que la teoría de la inteligencia que prevalece a principio del siglo XX se basa en considerar a un único constructo de inteligencia como responsable del desempeño de una persona en todas las tareas mentales (Wechsler, 2011), se comienza a vincular a la inteligencia con el aprendizaje y el rendimiento escolar. De hecho, se le atribuye un rol central o bien predictivo del rendimiento escolar, hasta el punto de generar confusiones derivadas de la superposición de estos conceptos (Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019). Esta visión unidimensional de cómo hay que evaluar las mentes humanas, fue (y aún es) reflejada con una determinada visión de escuela, una escuela uniforme en la que existe un curriculum básico, un conjunto de hechos que todos los estudiantes deberían aprender, con evaluaciones periódicas y calificaciones fiables; una escuela meritocrática (Gardner, 2001).

En 1939, como una alternativa a la escala de Stanford-Binet, Wechsler (1896-1981) diseña la escala Wechsler-Bellevue que evalúa los procesos intelectuales tanto en adolescentes como en adultos. Diez años más tarde, Wechsler adaptó esta escala modificando algunos elementos del test, obteniendo como resultado la "Escala de Inteligencia Wechsler para Niños". Las posteriores adaptaciones, tanto en su versión para adultos como para niños (WAIS Y WISC), son incluso hoy en día ampliamente utilizadas por psicólogos, neuropsicólogos y psicopedagogos (Moreno et al., 1998).

Wechsler (1940) definió la inteligencia como un conjunto de habilidades o capacidad global de la persona para actuar intencionadamente, pensar racionalmente e interactuar efectivamente con el ambiente. Esta definición da cuenta de dos aspectos fundamentales: a) la identificación de habilidades intelectuales que corresponden a los factores que valoran los test de inteligencia y que Wechsler dividió en factores verbales y factores de ejecución; y b) la concepción de que el comportamiento inteligente corresponde a una manera de actuar que resulta eficaz y exitosa en el entorno, abarcando habilidades intelectuales y no intelectuales como la motivación, el impulso, la perseverancia, etc. (Wechsler, 1943). Por lo tanto, según él, ningún test de inteligencia puede medir esta habilidad por completo, sino más bien una parte de ella cercana al 50%-70% (Wechsler, 1944).

Las estructuras factoriales de inteligencia siguen teniendo una gran influencia hoy en día (Boetto & Rosas, 2023) y, a pesar de que la metodología para el desarrollo de tests fue mejorando progresivamente, el foco principal en la evaluación de la inteligencia continúo siendo la identificación de la deficiencia intelectual. Sin embargo, a medida que los investigadores fueron identificando dominios de inteligencia más concretos, la interpretación de los tests de inteligencia comenzó a hacer hincapié en el desempeño del individuo en dominios de funcionamiento más focalizados, así como en posibles diferencias en las trayectorias de desarrollo de estos dominios (Wechsler, 2011) y, como complemento a la visión tradicional de inteligencia que enfatiza prioritariamente elementos de tipo cognitivos y abstractos, surge en las últimas décadas nuevas concepciones de inteligencia. Este cambio de paradigma (en el que se pasa de priorizar solo elementos de tipo cognitivos y abstractos a incluir aspectos relativos a la emocionalidad, lo social, lo artístico y lo intrapersonal) responde a la necesidad de ampliar el constructo de inteligencia a otras dimensiones más cercanas a la cotidianidad de la vida de las personas (Boetto & Rosas, 2023; Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019).

Precisamente, se ha observado que existen diferentes influencias no intelectuales, inmediatas o duraderas, que pueden afectar la expresión del factor G de inteligencia (Wechsler, 1926). Por ejemplo, una fobia a las matemáticas, la falta de formación en la misma, o una combinación de ambas podrían afectar el éxito en la expresión del factor G de una persona en el área de matemáticas. Por ello, se puede observar que algunos problemas requieren más que un factor G para su solución, como por ejemplo conocimientos especializados, habilidades y formas de pensar, tolerancia a la frustración, impulsividad, persistencia, etc. (Walrath et al., 2020).

Modelos De Pluralización

Los “Modelos de Pluralización de la inteligencia” abren otra mirada sobre la inteligencia, sosteniendo la existencia de varios factores o componentes. Según estas teorías, siendo sus mayores referentes Joy P. Guilford (1897-1987) y Louis L. Thurstone (1887-1955), la inteligencia es la capacidad para resolver problemas, existiendo varios tipos de inteligencia.

El primer modelo que no se basa en un factor G único fue propuesto por Edward Lee Thorndike (1874-1949). El autor propone la existencia de tres inteligencias: a) abstracta, que corresponde a la habilidad para manejar ideas y símbolos; b) mecánica, que se relaciona con la habilidad de entender y manejar objetos y utensilios; c) social, que corresponde a la habilidad de entender y manejar a las personas. Por su parte, Louis Thurstone (1887-1955), utilizando el análisis factorial, plantea un modelo de la inteligencia con siete factores independientes entre sí, negando la existencia de un único factor G que explicaría la capacidad intelectual humana. A estos factores, el autor los llamo aptitudes mentales primarias y son: comprensión verbal, habilidad numérica, rapidez perceptiva, memoria asociativa, razonamiento, fluidez verbal y habilidad espacial (Cid, 2017). Sin embargo, luego Thurstone descubre que sus siete habilidades no están completamente separadas, sino que existe un factor de segundo orden que, termina admitiendo, podría estar relacionado con el factor G (Trujillo-Flores & Rivas-Tovar, 2005; Walrath et al., 2020).

Aun así, estos modelos marcaron los primeros indicios en la conceptualización de la Teoría de las Inteligencias Múltiples desarrollada por Howard Gardner (1943). Para este autor, la inteligencia corresponde a un conjunto de habilidades para la solución de problemas, la creación de productos valiosos en una cultura y la elaboración o generación de problemas que permita la adquisición de nuevos conocimientos. Basado en esa definición, Gardner explica que la existencia de una amplia variedad de problemas dará lugar a una amplia variedad de inteligencias. Si bien existe un componente genético de las inteligencias, el entorno es fundamental para el desarrollo de ellas. Por tanto, factores como la educación, las experiencias, el ambiente social, etc., son importantes para lograr el máximo potencial de cada inteligencia (Gardner, 1983).

Gardner (1993) explica que no sólo existen múltiples inteligencias, sino que también estas pueden combinarse de manera diferente en cada persona. Por ejemplo, alguien puede tener niveles medios de desarrollo en varias inteligencias, pero mayor desarrollo en otras dos. El modelo original de Gardner (1983) consideraba la existencia de siete inteligencias: lingüística, lógico-matemática, musical, espacial, corporal-kinestésica, interpersonal e intrapersonal. Posteriormente, Gardner (1995) amplía su modelo de inteligencias múltiples, incorporando la inteligencia naturalista.

Según este autor, las personas pueden diferir en los perfiles particulares de inteligencia con los que nacen y, sobre todo, difieren en los perfiles que terminan mostrando progresivamente, en la medida en que sus inteligencias trabajan juntas para resolver problemas y alcanzar diversos fines culturales. Esta concepción lleva a una visión educativa radicalmente distinta a la anterior. Se trata de una visión pluralista de la mente, que reconoce facetas distintas de la cognición y que tiene en cuenta que las personas poseen diferentes potenciales cognitivos. Desde esta visión, el objetivo de la escuela es ser el de desarrollar las inteligencias y ayudar a cada persona a alcanzar los fines vocacionales e intereses que se adecuen a su particular espectro de inteligencias. Es una escuela centrada en el individuo, basada en los hallazgos de la ciencia cognitiva y las neurociencias, pensando que no todos tienen los mismos intereses y capacidades, y que tampoco aprenden de la misma manera. Por ello, identificar las fortalezas de los niños en lugar de las carencias (que es lo que se ha hecho tradicionalmente), da lugar a desarrollar una planificación educativa desde una mirada positiva (lo cual hoy se conoce como Educación Positiva) (Gardner, 2001).

Si bien hay estudios que muestran que las inteligencias múltiples tienen patrones neuronales coherentes que son comparables a los patrones identificados con la inteligencia general (Shearer, 2020), actualmente esta teoría sigue siendo controvertida, ya que ha sido atacada al considerarse que no tiene suficiente evidencia empírica (Cid, 2017).

Más allá de que este debate aún sigue abierto y en estudio, es preciso destacar dos de los tipos de inteligencias propuestas por Gardner, que están muy relacionados con la inteligencia social de Edward L. Thorndike (1874-1949), a las que Gardner llamo “personal”: la inteligencia intrapersonal (la capacidad para comprenderse a uno mismo y apreciar los propios sentimientos y motivaciones) y la inteligencia interpersonal (la capacidad para comprender las intenciones, motivaciones y deseos de otras personas) (Gardner, 2001). Ambos tipos de inteligencia, junto con los desarrollos del campo de estudio de las emociones, han contribuido al surgimiento del concepto de Inteligencia Emocional (Mejía-Díaz, 2013).

Modelos De Contextualizacion

La concepción pluralista de la inteligencia marcó el desarrollo de los “Modelos de Contextualización”, los cuales toman en cuenta los contextos en que viven y se desarrollan las personas. La teoría de referencia en este campo es la Teoría Triárquica de la inteligencia desarrollada por Robert J. Sternberg (1996), quien la define como la actividad mental dirigida hacia la adaptación intencional, como así también dirigida a la selección o transformación de entornos del mundo real relevantes en la propia vida. De esta manera, se podría hablar de inteligencia cuando la persona afronta adecuadamente los cambios en su entorno a lo largo de su ciclo de vida, por lo tanto no sería una habilidad singular sino una unidad articulada, compuesta y constituida por distintas partes, puesto que toma en cuenta los factores sociales y contextuales, junto con las habilidades humanas (Mejía-Díaz, 2013).

La inteligencia estaría constituida por 1) la inteligencia analítica o abstracta (tiene que ver con el mundo interno de la persona y es entendida como los procesos mentales que permiten la conducta inteligente), 2) la inteligencia experiencial o creativa (hace referencia a la capacidad de realizar una tarea o resolver un problema) y 3) la inteligencia contextual o práctica (tiene que ver con la relación y adaptación de la persona con su entorno) (Sternberg, 1985).

Estos tres tipos de inteligencia se encuentran relacionados entre sí, ya que los componentes de procesamiento de la información son parte fundamental en todas las inteligencias de este modelo (aunque estas relaciones son moderadas) (Sternberg, 1996). Sin embargo, esta relación no se asocia a un factor G de fondo, el cual está relacionado con la inteligencia analítica en este modelo (Sternberg et al., 2000).

Cada una de las tres inteligencias está constituida por diversos componentes; por ejemplo, la inteligencia analítica está conformada por meta-componentes, componentes de rendimiento y componentes de adquisición de conocimiento; la creativa posee componentes de novedad y de automatización; mientras que la práctica está constituida por un componente de adaptación, conformación y selección (Cid, 2017).

En 1996, Sternberg fórmula la teoría de la inteligencia exitosa, que corresponde a una extensión de su modelo triárquico. El autor la define como la habilidad para lograr los objetivos personales planteados, dentro del contexto socio-cultural en el cual se desenvuelve, para lo cual la persona debe aprovechar sus fortalezas, compensar su falencias, adaptándose, modificando y seleccionando entornos favorables para el logro de sus objetivos (Cid, 2017).

De esta manera, Sternberg (2015) sostiene que a pesar de la definición de inteligencia como adaptación, la palabra "inteligencia" se ha utilizado durante más de un siglo para referirse a un conjunto bastante estandarizado de habilidades cognitivas, sin tener en cuenta el contexto cultural de adaptación. Sin embargo, la inteligencia adaptativa implica: a) habilidades creativas en la producción de nuevas ideas, b) habilidades analíticas para evaluar si las ideas son buenas, c) habilidades prácticas para implementar las ideas en la práctica y para convencer a otras personas sobre el valor de las ideas, y d) habilidades basadas en la sabiduría para confirmar que uno está utilizando sus conocimientos para su propio bien (intrapersonal) y para servir a un bien común (interpersonal). Desde esta perspectiva, se observa que la inteligencia no solo es una capacidad mental general, como el aprendizaje, el razonamiento, la resolución de problemas, etc., sino también una colección de habilidades conceptuales, sociales y prácticas que las personas aprenden y realizan en su vida cotidiana.

Las investigaciones de Sternberg han mostrado, por ejemplo, que la inteligencia práctica y la inteligencia general (académica) tienen una correlación muy débil. Sostiene que si esto se realizará en culturas muy diferentes, se observaría que algunas personas de alto coeficiente intelectual de nuestra sociedad se verían bastante tontas en el contexto de otras culturas, como las que privilegian la caza, la recolección, la pesca en hielo, la navegación espacial u otras habilidades (Sternberg, 2019).

Desde este punto de vista, es arrogancia cultural sugerir que las habilidades basadas en el coeficiente intelectual, tal como se miden y valoran, son de alguna manera las fundamentales. Los criterios parecen haber sido elegidos por la conformidad utilitaria con una norma sociocultural occidental de éxito, como las calificaciones en la escuela, el desempeño en el trabajo y muchos otros aspectos del éxito en la vida occidental. Afirmar que las pruebas tradicionales miden la inteligencia porque se correlacionan con resultados individuales específicos, puede decir más sobre qué tipos de comportamiento valora esa cultura específica que sobre qué es la inteligencia. En otras culturas, las habilidades para cazar, descubrir cómo mantenerse abrigado, pescar, recolectar, evitar parásitos y depredadores más grandes, o construir una vivienda segura, pueden ser mucho más importantes para la inteligencia como una cuestión de éxito cultural. De esta manera, aquellas personas que viven en sociedades tecnológicamente avanzadas pueden ver que han perdido muchas de las habilidades referentes a reconocer patrones naturales que les son evidentes a otras culturas (Sternberg, 2019).

Precisamente, la Asociación Estadounidense sobre Discapacidades Intelectuales y del Desarrollo (AAIDD) define hoy la discapacidad intelectual como una discapacidad caracterizada no solo por limitaciones significativas en el funcionamiento intelectual sino también en el comportamiento adaptativo, que abarca muchas habilidades sociales y prácticas cotidianas. De la misma manera, la Asociación Nacional para Niños Dotados (NAGC) considera que un niño es superdotado cuando su capacidad está significativamente por encima de la norma para su edad y se manifiesta en uno o más dominios, tales como: intelectual, creativo, artístico, de liderazgo o en un campo académico específico como artes del lenguaje, matemáticas o ciencias. De esta manera, se puede observar que la adaptación al medio ambiente requiere más que un factor G o un CI; requiere una concepción más amplia de la inteligencia y esto trae implicación práctica en distintos ámbitos: científicos, académicos, clínicos, político, etc. (Sternberg, 2019).

Ahora bien, la teoría de la inteligencia exitosa ha sufrido fuertes críticas teóricas y empíricas, como las correlaciones entre las diferentes inteligencias, lo que mostraría la existencia de un factor G subyacente, situación que justamente trata de superar la teoría. Por otro lado, se observan correlaciones de las tres inteligencias con otras evaluaciones clásicas, lo que niega la afirmación de que las evaluaciones convencionales solo medirían la inteligencia analítica. Finalmente, las estructuras factoriales de las pruebas no se ajustan al modelo propuesto (Pérez & Medrano, 2013).

Perspectiva Neurocientifica

Las Neurociencias constituyen un ámbito de relevancia para contribuir al bienestar humano por medio de mejoras en la calidad de vida, ya que abarcan todo el universo de conocimientos sobre el sistema nervioso y establecen un campo de confluencia para las múltiples perspectivas que se han empleado en su estudio, desde los niveles moleculares hasta la conducta, como por ejemplo la biología, la genética, la neurología, la psicología, etc. (Cabrera, 2004). Kandel et al. (2001) sostienen que “el objetivo de la Neurociencia es comprender la mente: cómo percibimos, nos movemos, pensamos y recordamos” (pág. xxxv). Precisamente, dentro de esta perspectiva, surge en los años 80 la Neurociencia Cognitiva, cuyo objetivo es enfatizar la comprensión de la cognición humana a partir de los conocimientos y las técnicas de las ciencias del cerebro en concordancia con los métodos de las ciencias psicológicas cognitivas. Se define como la disciplina que busca entender cómo la función cerebral da lugar a las actividades mentales, tales como la percepción, la atención, la memoria, el lenguaje, el aprendizaje e incluso la consciencia (Escera, 2004).

En la ciencia contemporánea, la cognición constituye un marco de referencia complejo tendiente a entender la relación entre los procesos psicológicos básicos (sensación, percepción, atención y memoria) y los procesos psicológicos superiores (pensamiento, lenguaje, conciencia e inteligencia), siendo esta última una temática en la que existe poca homogeneidad (Coneo et al., 2020).

Como se ha observo, gran parte del debate sobre la evaluación intelectual durante los últimos años se ha centrado en la existencia de un aspecto global subyacente de la inteligencia que influye en el desempeño de la persona a través de los dominios cognitivos. Si bien la evidencia de un factor general de inteligencia es abrumadora, no invalida la tendencia a poner énfasis en habilidades cognitivas múltiples más definidas. Precisamente, en la actualidad, más allá de los debates antes mencionados, parece haber cierto consenso en que la inteligencia es multidimensional y todos los factores que la componen podrían estar representados por una única capacidad general (Dueñas, 2002).

De esta manera, las investigaciones indican que la inteligencia estaría compuesta de habilidades específicas que parecen agruparse en dominios de habilidad cognitiva de nivel superior (velocidad de procesamiento, memoria operativa, etc.), que son más o menos independientes entre sí. Por ejemplo, una persona puede demostrar un alto nivel de conocimiento verbal, vocabulario y capacidad de razonamiento verbal, pero al mismo tiempo puede presentar dificultades en el pensamiento visoespacial, siendo incapaz de leer un mapa. Por lo tanto, más allá de las puntuaciones totales en las pruebas de inteligencia, la importancia recae en los patrones de fortalezas y debilidades. Desde esta perspectiva, el interés está puesto en diferentes procesos mentales o conjunto de habilidades discretas (Walrath et al., 2020).

Así, las perspectivas de estudio más contemporáneas se enfocan en los procesos capaces de regular no sólo la actividad cognitiva, sino también aquellas conductuales, sociales y emocionales; estos procesos se refieren a las llamadas Funciones Ejecutivas (FFEE), denominadas también habilidades cognitivas de alto orden (Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019).

Las FFEE hacen alusión a un concepto complejo, que ha sido definido de distintas maneras por varios autores. Lesak (1982) las concibe como funciones reguladoras del comportamiento humano, necesarias para formular metas, planificar la manera de lograrlas y llevar adelante el plan de manera eficaz. De esta manera, engloban un amplio conjunto de funciones de autorregulación que permiten el control, organización y coordinación de otras funciones cognitivas, respuestas emocionales y comportamientos. Damasio (1996) pone el énfasis en una familia de procesos top-down (procesos de regulación de arriba hacia abajo, voluntario y dirigido a metas) necesarios cuando se debe dirigir la atención en función de una meta particular.

Luego de continuos debates, actualmente se considera que las FFEE son un conjunto de constructos independientes moderadamente relacionados entre sí, vinculados con procesos de control cognitivo y reajustes de conductas, que permiten la adaptación al contexto y a las circunstancias con respuestas adecuadas (Golimstok et al., 2017).

Si bien es complejo tanto clasificar como cuantificar los procesos ejecucionales, existe un consenso general a partir del cual se consideran tres componentes centrales: la memoria de trabajo (habilidad para sostener información en la mente y trabajar con ella mientras no está presente perceptualmente), el control inhibitorio (habilidad que permite regular y controlar la atención, el comportamiento y las emociones para anular la fuerte predisposición interior o exterior a ser atraído por estímulos que no son relevantes para la tarea que se está llevando a cabo) y la flexibilidad cognitiva (habilidad para adaptarse a las diferentes demandas y prioridades del entorno posibilitando el cambio de perspectiva y de estrategias de acción cuando se considera necesario y oportuno) (Diamond, 2013).

Las FFEE contemplan tanto aspectos cognitivos (FFEE cool), como emocionales y motivacionales (FFEE hot), que subyacen a la conducta inteligente (Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019). Se ha propuesto que las FFEE cool (que están más asociadas con las regiones dorsolaterales de la corteza prefrontal) se encuentran significativamente correlacionadas con la capacidad intelectual general, no siendo así para el caso de las FFEE hot (que están más asociadas con las regiones ventral y medial) (Ardila, 2018; Zelazo & Muller, 2002).

Por ello, Ardila (2018) propone diferenciarlas de la siguiente manera: (a) las "Funciones ejecutivas metacognitivas o intelectuales", que incluyen temporalidad del comportamiento, resolución de problemas, abstracción, planificación, anticipación de las consecuencias del comportamiento, desarrollo e implementación de estrategias, y memoria de trabajo. Estas son habilidades relacionadas principalmente con el área dorsolateral de la corteza prefrontal; y (b) las "Funciones ejecutivas emocionales/motivacionales", que son las responsable de coordinar la cognición y la emoción, es decir, tienen la capacidad de cumplir impulsos básicos siguiendo estrategias socialmente aceptables. Phineas Gage puede considerarse como el ejemplo más típico de una alteración en las funciones ejecutivas emociones/motivaciones.

Precisamente, en las últimas décadas, diversas teorías han vinculado la inteligencia (entendida como factor G) y las FFEE (Cid, 2017). Por ejemplo, Friedman y Miyake (2017) enfatizaron que las FFEE no son lo mismo que la inteligencia general o el factor G. Sin embargo, estudios como el de Ardila et al. (2000) o el de García-Molina et al. (2010) mostraron correlaciones entre pruebas de FFEE y CI, observándose que ambos conceptos se superponen en algunos aspectos pero no en otros. Por ejemplo, se ha observado que la flexibilidad cognitiva (evaluada a través de la prueba de clasificación de tarjetas de Wisconsin) y la fluidez verbal están estrechamente vinculadas a la inteligencia fluida (Barbey et al., 2012), mientras que, si bien la memoria de trabajo se encuentra relacionada con la inteligencia, no se observa tal relación en inhibición y flexibilidad (Friedman et al., 2006).

De esta manera, Ardila (2018) concluye que la inteligencia estaría relacionada con las funciones ejecutivas metacognitivas, pero no con las funciones ejecutivas emocionales/motivacionales. Quizás, dado que la inteligencia es un concepto desarrollado en la psicología mientras que las FFEE son un concepto acuñado en el campo de la neurociencia cognitiva, ambos constructos han permanecido como conceptos paralelos en el explicaciones de la cognición humana, observándose que las FFEE sólo parcialmente corresponden al concepto psicométrico de inteligencia, existiendo algunas FFEE no referidas a la inteligencia evaluada de forma tradicional (las FFEE emocional/motivacional).

Por tanto, si bien existe diferencia entre los constructos relativos a la inteligencia y a las FFEE (pudiéndose emplear como medidas complementarias de la habilidad intelectual), lo importante es comprender que ambos son componentes centrales de la cognición, implican la participación de las regiones frontales del cerebro y resultan relevantes no sólo en la adaptación cognitiva, sino también social, conductual y afectiva (Arán-Filippetti et al., 2015; García-Molina et al., 2010; Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019).

Ahora bien, también se han estudiado las bases biológicas de la inteligencia humana. De hecho, la investigación neurocientífica ha comenzado a aportar conocimientos sobre cómo las diferencias individuales en el funcionamiento del cerebro, la estructura del cerebro y la conectividad cerebral intrínseca se relacionan con inteligencia (Hilger et al., 2020).

Se ha descrito que la inteligencia se relaciona con el grosor de la corteza cerebral, específicamente se ha observado que las personas con un CI alto presentan niveles altos de funcionamiento en la corteza parietal, temporal y occipital, así como en la región subcortical del ganglio striatum, cerebros más voluminosos, mayor tamaño del fascículo uncinado derecho y un metabolismo de la glucosa más bajo durante los procesos de resolución de problemas (medidas por PET). Asimismo, se ha reportado que en los varones existiría una mayor asociación entre las cortezas prefrontal y temporal; mientras que en las mujeres la asociación sería entre las cortezas temporo-occipital. Además, se evidenció que la relación entre inteligencia y el volumen de la corteza cerebral va cambiando durante la vida, como producto de una sobreproducción de sinapsis en la niñez y un aumento en la “poda” sináptica en la adolescencia-adultez. Recientemente se descubrió que una mayor inteligencia general se asocia con una mayor eficiencia del procesamiento de información local entre señales de EEG (Goriounova & Mansvelder, 2019; Kruschwitz et al., 2018).

Diferentes estudios propusieron que la inteligencia general puede depender de la eficiencia de la arquitectura de la red funcional intrínseca del cerebro, es decir, la facilidad con la que se comunican las regiones del cerebro, por lo que una mayor eficiencia de la red global cerebral estaría asociadas con una mayor inteligencia (Hilger et al., 2020). La creciente evidencia de fMRI, EEG de alta resolución en estado de reposo y los estudios de imágenes ponderadas por difusión (DTI) también han contribuido a esta noción (Kruschwitz et al., 2018). Sin embargo, aunque esta asociación entre inteligencia general y eficiencia de la red funcional global se ha destacado a lo largo de la última década, la base empírica para esta asociación es en realidad bastante limitada, ya que este hallazgo no se ha replicado en estudios más recientes utilizando RMf y EEG (Hilger et al., 2020; Kruschwitz et al., 2018).

Un estudio actual muestra que, aunque la inteligencia no está relacionada con la modularidad global de las redes estáticas invariantes en el tiempo, cuando se toma en cuenta que las redes cerebrales intrínsecas varían sustancialmente a lo largo del tiempo, se observa una asociación entre la inteligencia y la reconfiguración dinámica de la red, de modo que las personas más inteligentes muestran una mayor estabilidad de la segregación de la red a lo largo del tiempo y tasas más bajas de estados de alta modularidad (Hilger et al., 2020). Así, en oposición a los modelos localistas de organización funcional del cerebro, avances recientes en la ciencia proponen la existencia de redes funcionales dinámicas únicas pero muy superpuestas que son reclutadas ante diferentes tareas cognitivas, por tanto en lugar de que las funciones cognitivas se mapeen en regiones neuronales discretas o conexiones específicas, se sugiere que las operaciones mentales estén respaldadas por conjunciones únicas de regiones cerebrales distribuidas. De esta manera, el cerebro humano es capaz de reconfigurar rápidamente su estado de conectividad de una manera óptima para procesar las demandas y dar respuesta flexible a diversas tareas cognitivas. El cerebro humano no estaría organizado en redes estáticas discretas. Se ha observa que cuando individuos de mayor inteligencia realizan diferentes tareas cognitivas, los estados de la red dinámica que evocan son más específicos. Por lo tanto, hay menos superposición en los recursos neuronales que reclutan para realizar las tareas. Los autores proponen que el factor de inteligencia general (factor G) es una medida compuesta de la capacidad del cerebro para salir del estado estacionario (estado de reposo) para adoptar configuraciones de procesamiento de información que sean óptimas para cada tarea específica. Cuando se reformulan en este marco, los modelos clásicos de inteligencia unitaria y multifactorial se reconcilian como diferentes niveles de descripción resumida del mismo mecanismo de red dinámica de alta dimensión (Soreq et al., 2021).

Por tanto, se necesita de mayores estudios de la dinámica cerebral para proporcionar conocimientos sobre la cognición humana desde un punto de vista de las neurociencias, mejorando la comprensión de los mecanismos neuronales que subyacen a los diferentes niveles de capacidad cognitiva general.

Inteligencia Y Desarrollo Ontogenico

Ya desde sus inicios, el estudio de la inteligencia se dividió en dos perspectivas centrales: la primera de ellas defiende una concepción hereditaria, donde el límite intelectual vendría dado por el potencial genético transmitido, por tanto tendría poca o nula influencia del ambiente (Galton, Goddard y Teman); mientras que la segunda postura aboga por el rol de las variables ambientales, culturales y socioeconómicas en la estimulación y desarrollo de la inteligencia, sobre todo en los primeros años de vida, concibiéndola como una capacidad susceptible de ser modificable por el entorno (Binet y Simon) (Cid, 2017; Pino-Muñoz & Arán-Filipetti, 2019).

En este sentido, un estudio realizado por Ritchie y Tucker-Drob (2018) muestra que una educación de mayor duración se asocia con un aumento en las puntuaciones de las pruebas de inteligencia. Es decir, los resultados apoyan la hipótesis de que la educación tiene un efecto causal en los puntajes de las pruebas de inteligencia, teniendo efectos beneficiosos sobre las habilidades cognitivas de aproximadamente 1 a 5 puntos de CI por un año adicional de educación, lo cual aporta evidencia a favor de la importancia que tiene el entrenamiento sobre las habilidades cognitivas.

Más allá de la famosa teoría de Piaget, que concibe el desarrollo cognitivo como un proceso lineal y ordenado que pasa por una serie de estadios, tradicionalmente se sostiene que la inteligencia evoluciona a lo largo de la infancia y la adolescencia, alcanzando un punto máximo alrededor de los 15 años aproximadamente. Si bien durante la edad adulta se estabiliza, existiendo una meseta en el desarrollo intelectual, más tarde comienza a variar e, incluso, luego sucede un declive en las habilidades cognitivas específicas. Precisamente, en las personas mayores, si bien no se presentan cambios en la inteligencia verbal (memoria de dígitos, vocabulario, información, comprensión, aritmética, similitudes), si se observa una disminución en las escalas de ejecución (sustitución de dígitos, completamiento de dibujos, ordenamiento de figuras y composición de objetos), presentándose una disminución de la velocidad de procesamiento y la memoria inmediata (inteligencia fluida) (Ardila, 2011).

Actualmente, se sostiene que la inteligencia humana es un rasgo poligénico, donde cada uno de los genes aportan aproximadamente menos del 0,1%. Sin embargo, a pesar del gran avance en la genómica, no existe un gen o genes “claves” para el desempeño normal de la inteligencia. Hasta la fecha, se han llegado a identificar a 1041 genes, los cuales están involucrados en varios procesos como la neurogénesis, la regulación y diferenciación del desarrollo del sistema nervioso central, la regulación del desarrollo celular, la proyección neuronal, la sinapsis, la diferenciación neuronal y de los oligodendrocitos e interacción célula-célula. Estos genes están localizados principalmente en regiones no codificantes, observándose que sólo el 1,4% de ellos se encuentran en regiones exónicas y que la mayoría están activos durante la embriogénesis (ej. DDX27, GNL3, NCAPG) (Goriounova & Mansvelder, 2019). El cromosoma X contiene un gran número de genes (aproximadamente unos 120) que intervienen en el aprendizaje y memoria; y además, tiene una mayor densidad de estos genes con relación a los cromosomas autosómicos (Skuse, 2005).

La heredabilidad de la inteligencia es variable según las etapas del desarrollo, encontrándose que podría estar en la niñez en 0,45 y en la adultez entre 0,80 a 0,86 (Panizzon et al., 2014), mostrando que, al completar la maduración biológica, la inteligencia está influenciada fuertemente por la genética. De hecho, se ha observado que aspectos importantes de la inteligencia se desarrollan en la edad escolar. Uno de ellos es el control cognitivo que consiste en la capacidad de coordinar pensamientos y acciones para la realización de comportamientos dirigidos a objetivos, lo cual sirve como un proceso fundamental en funciones ejecutivas superiores, como el control ejecutivo de la atención, la actualización (es decir, la memoria de trabajo), el desplazamiento e inhibición de la respuesta; por tanto, este control cognitivo es fundamental en la cognición humana de nivel superior, como la inteligencia. Esta capacidad de control cognitivo es altamente hereditaria y está asociada a niveles altos de cognición, y se ha observado que su heredabilidad varía desde la niñez (6-11 años) hasta la adolescencia (12-18 años) de 0,64 a 0,94 respectivamente (Chen et al., 2020).

CONCLUSIONES

A pesar de un siglo de investigación, aún no está claro si la inteligencia humana debe estudiarse como una habilidad general o como diferentes habilidades y cómo se relaciona con la organización funcional del cerebro (Soreq et al., 2021). Así, por ejemplo, se ha pasado de entender a la inteligencia como puramente hereditaria e inmodificable a considerarla maleable, aunque esté influida genéticamente. Pero también es importante recordar que la concepción de la inteligencia variará según el contexto socio-cultural en el que se inscribe la conducta inteligente (Avendaño Castro & Gamboa Suárez, 2021). Por tanto, el constructo de Inteligencia se encuentra en continua redefinición conforme avanza la ciencia.

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