DOI: https://doi.org/10.37811/cl_rcm.v8i1.9926

La Ética Aristotélica y su Devenir en la Modernidad

 

Jeannet Pérez Hernández[1]

[email protected]

https://orcid.org/0000-0003-2078-6074

Instituto de Investigaciones Sociales y Humanas

México

 

 

RESUMEN

El presente artículo aborda la ética aristotélica y su vigencia en la actualidad, pues esta ha sido una de las más influyentes en la historia de la filosofía occidental. Por tanto, se analizan desde su contexto histórico algunos de sus conceptos centrales como: la noción de felicidad entendida como actividad conforme a la virtud, la distinción entre bienes útiles, placenteros y nobles, la doctrina del justo medio y el papel de los hábitos en la formación del carácter. Asimismo, se exploran ideas aristotélicas como la importancia de educar las emociones, el vínculo entre ignorancia y maldad, y la relación profunda que se establece entre verdad y virtud. En suma, la intensión es plantear el valor del pensamiento ético de Aristóteles en temas actuales como la felicidad, el relativismo, la posverdad, la inteligencia emocional y la ética de la virtud. Se concluye que la perspectiva aristotélica sobre la realización humana mediante la práctica de la virtud contiene aportes valiosos que siguen vigentes inspirando la reflexión ética contemporánea.

 

Palabras clave: Aristóteles, ética, virtud, felicidad, educación moral

 


 

Aristotelian Ethics and its Development in Modernity

 

ABSTRACT

This article addresses Aristotelian ethics and its validity today, since this has been one of the most influential in the history of Western philosophy. Therefore, some of its central concepts are analyzed from their historical context, such as: the notion of happiness understood as an activity in accordance with virtue, the distinction between useful, pleasant and noble goods, the doctrine of the middle ground and the role of habits in character formation. Likewise, Aristotelian ideas are explored such as the importance of educating emotions, the link between ignorance and evil, and the deep relationship established between truth and virtue. In short, the intention is to raise the value of Aristotle's ethical thinking in current topics such as happiness, relativism, post-truth, emotional intelligence and virtue ethics. It is concluded that the Aristotelian perspective on human fulfillment through the practice of virtue contains valuable contributions that continue to inspire contemporary ethical reflection.

 

Keywords: Aristotle, ethics, virtue, happiness, moral education

 

 

 

Artículo recibido 29 diciembre 2023

Aceptado para publicación: 31 enero 2024

 

 


 

INTRODUCCIÓN

“Permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros; en nosotros se cumple la frase que dice: ‘cada uno es para sí mismo el más lejano’, en lo que a nosotros se refiere no somos ‘lo que conocemos’” (Nietzsche, 2015, p. 13).

Según Piaget (2015), “todo comportamiento es una adaptación y toda adaptación el restablecimiento del equilibrio entre el organismo y el medio” (p. 20), creando así nuevos esquemas de conocimiento y pensamiento. Es imprescindible aclarar que la ética es entendida, explicada y fundamentada desde varios teóricos que la han estudiado, existiendo diversas y múltiples teorías que podrían explicar el sentido de la conducta humana en la sociedad. Por ello, se debe asumir que la ética es meramente humana, ninguna otra especie en el planeta ejerce o tiene una forma consciente de comportarse mediante reglas en su contexto y sociedad. El ser humano busca como poder definir un bien vivir estableciendo una relación cordial entre sus semejantes. Por tanto, surgen las preguntas, ¿por qué el ser humano debe tener ciertos modos de comportamiento en su forma de vida? ¿por qué desde pequeños los mayores nos indican que está bien y que está mal?, ¿será que la praxis en los adultos les permite diferenciar entre lo bueno y lo malo?

Con la intención de dar respuesta a estas preguntas se retoma la teoría Aristotélica expuesta desde la época clásica, una época de resplandor para Atenas, siendo que Sócrates, Platón y Aristóteles representan por sí mismos el esplendor del periodo clásico de la filosofía griega, que es como decir de la filosofía clásica occidental (Ruiz, 2015, p.10);  puesto que, a partir de Aristóteles, se explica cómo el ser humano se conduce a una forma de comportamiento de acuerdo a sus costumbres, tratando de mostrar cómo un sujeto podría alcanzar la felicidad a través del ser virtuoso. Empero, es importante aclarar que no se pretende crear un manual de comportamiento para poder alcanzar la virtud y felicidad, sino se trata del estudio e interpretación del pensamiento ético Aristotélico y la vigencia de su teoría en la sociedad actual.

Por tanto, la idea aristotélica de que la felicidad consiste en el ejercicio de la virtud resulta muy significativa hoy en día. En una época donde predomina una visión hedonista que asocia la felicidad con el éxito, el placer o el consumo, Aristóteles nos recuerda que la plenitud proviene del desarrollo de lo mejor de nosotros mismos. Su concepción eudemonista de la existencia como realización de nuestro potencial humano brinda un horizonte de sentido trascendente frente al vacío del materialismo.

La ética aristotélica se centra en el cultivo del carácter mediante el hábito, más que en el seguimiento de normas externas. Esta perspectiva puede inspirar modelos educativos y sociales actuales que promuevan la maduración personal integral. Se trata de recuperar y forjar las virtudes del ser, tal como proponía Aristóteles, que permita desplegar armónicamente todas las dimensiones humanas.

Asimismo, la obra de Aristóteles fue profundamente influyente para la ética medieval desarrollada por pensadores como Tomás de Aquino, quien recoge conceptos aristotélicos clave como la idea de felicidad, los tipos de virtud o el papel de los hábitos. Incluso en la modernidad, pese al giro antropocéntrico, filósofos como Kant buscaron conciliar elementos del formalismo ético con aspectos de la ética teleológica de Aristóteles. Así, en la actualidad, la influencia de Aristóteles especialmente en el siglo XXI, sigue más vigente que nunca y es significativa en diversos campos, incluyendo la filosofía, la ética, la política, la ciencia, la psicología y la educación. Y, aunque la filosofía aristotélica ha pasado por diversas interpretaciones y adaptaciones a lo largo de los siglos, su impacto sigue perdurando, pues pensadores actuales siguen aludiéndolo y reflexionando su pensamiento en las diversas áreas del conocimiento en las que el estagirita impactó.

En definitiva, la mirada comprensiva de la ética aristotélica sobre la existencia y la virtud conserva una notable vigencia y fecundidad. Lejos de ser una mera pieza de museo, el pensamiento práctico de este enorme filósofo sigue inspirando la reflexión sobre la vida buena y la práctica de su ética de la virtud.

DESARROLLO

Preámbulo histórico

Antes de adentrarse en la propuesta ética de Aristóteles, es sumamente imperante describir el contexto de la época clásica griega, en la cual se erige una ética organizada en manos de los principales filósofos de la misma. Como se sabe, los filósofos griegos plasmaron en sus escritos de manera analítica y crítica los diversos comportamientos sociales que observaron y, que fueron los motivantes de sus momentos de reflexión, de manera que, para poder entender este tema, se debe conocer su contexto histórico para posteriormente poder realizar una crítica y reflexión.

El período de la antigua Grecia abarcó desde el siglo V a.C. hasta el siglo IV a.C., esta época comprendió desde la caída de la tiranía en Atenas en el año 510 a. C. hasta la muerte de Alejandro Magno en el 323 a. C. (Aristóteles, 2021, p. 9) Esplendor de la democracia ateniense y la creación de la Liga de Delos, la cual fue liderada por Atenas y se convirtió en una fuerza hegemónica en el Mediterráneo oriental. Atenas, la ciudad más importante de Grecia en términos políticos, se convirtió en un modelo de democracia. Los ciudadanos atenienses se reunían en la Asamblea Popular para votar sobre asuntos importantes, como la elección de magistrados y la aprobación de leyes. La democracia ateniense permitió la participación de una gran parte de la población, pero sólo a los ciudadanos libres varones se les permitía participar directamente en el gobierno. Además de la democracia ateniense, el período clásico también se caracterizó por una serie de conflictos y guerras como fue la del Peloponeso, conflicto entre Atenas y Esparta.

En términos culturales, este período clásico se destacó por el surgimiento de la filosofía y la tragedia, y la creación de obras de arte y arquitectura de gran belleza y valor histórico. Es en este contexto, que figuras como Sócrates, Platón y Aristóteles desarrollaron su potencial filosófico, dejando una gran influencia en lo cultural y político de la época. También, abordaron cuestiones fundamentales como la naturaleza del conocimiento, la realidad y la moralidad; sus ideas influyeron de tal forma que los ciudadanos los creían un peligro para la democracia.

Por mencionar, es bien conocido por muchos: la historia de la muerte de Sócrates, o, el caso de Platón con su obra La República: la cual integra a la justicia como un valor fundamental para la estabilidad y el bienestar de la sociedad, “La justicia consiste en dar a cada uno lo suyo” (Platón, 2008). Y también nuestro autor de interés, Aristóteles, quien con su agudo intelecto fue el primero en organizar y reflexionar de una forma sistemática a la Ética. Es así, como las tres principales figuras de la filosofía ateniense, forjándose uno tras otro con su influencia, nos conducen a ser críticos y reflexivos de nuestro contexto, como lo hicieron ellos con el apogeo ateniense. Por consiguiente, los sujetos somos parte del contexto en el que se vive y, responsables de las decisiones y actos que se cometen.

En este sentido y por su parte, Sócrates realizaba diversos discursos a manera de crítica en plazas centrales, exponiendo el comportamiento de los ciudadanos y del bien vivir al que todos deberían aspirar, siendo un peligro para los gobernantes de la época; tal fue su impacto, que lo condenaron a muerte por la gran influencia en los jóvenes de la ciudad, por ejemplo, en su discípulo Platón, que a su vez fue maestro de Aristóteles. Es entonces que, Aristóteles, estagirita de nacimiento, se establece en Atenas e ingresa a la academia de Platón, forja su pensamiento dentro del platonismo y de la tradición socrática (Aristóteles, 1984, p. 1). Y, con el paso de tiempo, toma un rumbo diferente al de su maestro, emancipa las enseñanzas de Platón e inicia su propio pensamiento, ya que no concordaba con los altos vuelos especulativos del maestro (Ruiz, 2015, p. 13), dejando en claro lo siguiente: “Platón es mi amigo, pero más amiga es la verdad” (Ruiz, 2015, p. 15).

El bien supremo: la felicidad

Para Aristóteles, el bien supremo del ser humano es la felicidad (eudaimonia). Esta no se entiende como un estado emotivo, sino como una actividad de acuerdo con la virtud. El estagirita sostiene que “la felicidad es una actividad del alma conforme a la virtud perfecta” (Aristóteles, 2021, p. 45). Así, la ética aristotélica está orientada teleológicamente hacia un fin que es la realización plena del ser humano. Profundizando en esta idea, Aristóteles argumenta en la Ética a Nicómaco:

Parece ser mejor lo divisible en géneros y especies. En efecto, en cierto modo se da lo uno en conexión con lo múltiple, por ejemplo, si se trata de animales, el hombre es un animal de cierta clase; si se trata del bien, de cierto bien; en efecto, el bien ha sido dividido en estas especies: lo honorable, lo conveniente, lo agradable y lo útil. (Aristóteles, 2021, p. 63).

Es decir, distingue entre diferentes tipos de bienes. El bien supremo que busca la ética no es cualquiera, sino el más perfecto de todos. Se trata de un bien completo que no se busca como medio para ningún otro fin, sino como fin en sí mismo. Este bien es la felicidad.

Aristóteles rechaza que la felicidad sea equivalente al placer, los honores o la riqueza. Considera que estos son bienes inferiores, puesto que siempre se les desea con vistas a otro fin, no por ellos mismos: “El placer, la riqueza y los honores –aun cuando se les necesite, por así decirlo, como condiciones indispensables– parecen exceder los límites de los bienes, ya que es posible que su exceso sea obstáculo para la felicidad” (Aristóteles, 2021, p. 68).

En contraste, la felicidad es un bien perfecto porque incluye en sí todos los demás bienes y no requiere nada más allá de sí misma para completarse. Es, por tanto, el bien supremo y absoluto. Así, una de las características distintivas del concepto de felicidad en Aristóteles es que no se trata de un estado sentimental o emotivo, sino de una actividad conforme a la virtud:

La felicidad perfecta parece ser algo completo: buscamos siempre el fin en vista de otra cosa, excepto la felicidad, ésta es estimada siempre por sí misma y nunca en vista de otra cosa; y así, la hacemos coincidir con el bien perfecto y suficiente, con el fin de la acción. (Aristóteles, 2021, p. 71).

La felicidad es, entonces, una forma de vivir bien, de realizar actividades valiosas de manera excelente. Implica el ejercicio de las virtudes éticas e intelectuales que permiten el perfeccionamiento del ser humano en todos sus aspectos.

Esta concepción aristotélica de la felicidad ha tenido una enorme influencia en la filosofía occidental. Filósofos como Tomás de Aquino retomaron la visión teleológica del estagirita al afirmar que: “El último fin del hombre no puede consistir en los bienes exteriores (...) sino sólo en el bien del alma. Pero éste no puede ser otra cosa que Dios, en quien únicamente el apetito del hombre puede reposar perfectamente” (Aquino, 2006, p. 478).

Incluso en la modernidad, como se mencionó, pensadores como Kant reconocieron el valor de la doctrina aristotélica. En la “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, Kant (2012) afirma que “en las éticas griegas no se puede encontrar la idea de deber, sino sólo la de ética [...] La ética de Aristóteles merece siempre ser estudiada con profundidad” (p. 39).

En la actualidad, la búsqueda de la felicidad sigue siendo un anhelo universal, aunque se concibe más en términos psicológicos que éticos. La psicología positiva, por ejemplo, estudia el bienestar subjetivo y la satisfacción vital. Pero se trata de estados mentales, no necesariamente de una vida lograda desde el punto de vista moral, pues “la investigación convencional sobre la felicidad se ha centrado en el bienestar subjetivo, las satisfacciones y los placeres, sin considerar la persona como un todo o los ideales hacia los que podría esforzarse” (Seligman, 2002, p. 82).

Quizás sería provechoso recuperar la idea aristotélica de que la felicidad está vinculada al ejercicio de la virtud y la realización de aquello que nos hace propiamente humanos. Desde esta perspectiva, la plenitud no es sólo un estado mental positivo, sino una actividad excelente de acuerdo con nuestra naturaleza racional.

Al mismo tiempo, en un contexto secular es difícil aceptar sin más la teleología aristotélica. Hoy predomina un enfoque pragmático donde la felicidad depende de que cada uno defina sus propias metas, valores y necesidades. Pero sin un horizonte de sentido, la vida puede volverse vacía. Por eso, la ética aristotélica puede inspirarnos a buscar ideales elevados que den propósito a nuestra existencia. Como señala Aristóteles:

“Parece que todo el mundo está de acuerdo en cuanto al nombre, porque tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad, y creen que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, hay muchas opiniones y la multitud no opina lo mismo que los sabios. Unos creen que es alguna cosa evidente y manifiesta, como el placer, la riqueza o los honores, y otros, por el contrario, que es algo distinto. A menudo el mismo hombre cambia de opinión: cuando está enfermo, la felicidad es la salud; cuando es pobre, la riqueza. (Aristóteles, 2021, p. 18).

La distinción entre bienes aparentes y bienes genuinos también es pertinente para orientarnos en medio del consumismo contemporáneo. La publicidad constantemente nos incita a desear bienes externos como si fueran suficientes para la felicidad. Pero Aristóteles nos recuerda que la verdadera plenitud no puede reducirse a lo material. Requiere cultivar nuestras potencialidades espirituales mediante la práctica de la virtud.

Por tanto, la concepción aristotélica del bien supremo, en definitiva, contiene ideas profundas que pueden enriquecer nuestra comprensión de la felicidad y orientar nuestras vidas hacia metas trascendentes. Más que una doctrina del pasado, es una sabiduría atemporal cuyo valor perdura en el presente.

El alma y la felicidad

Aristóteles considera que el alma es el principio de vida que posee todo ser vivo. En los humanos, tiene la capacidad racional, lo que les permite actuar intencionalmente. La felicidad para el estagirita consiste en actualizar de manera excelente las potencialidades específicamente humanas, es decir, las capacidades racionales.

En “De Anima”, Aristóteles define al alma como: “Entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Pero la entidad es entelequia, luego el alma es entelequia de tal cuerpo” (Aristóteles, 1978, p. 158). Es decir, el alma es aquello que hace que la materia de un ser vivo esté orientada hacia la vida y sus operaciones. Es la forma que organiza la potencialidad de la materia y le da un fin determinado.

Mientras las plantas tienen un alma nutritiva y los animales un alma sensitiva, el ser humano posee un alma racional. Esta es capaz de pensar y comprender universales, de deliberar y elegir libremente: “Hay una parte del alma que es irracional y otra parte que posee razón. (...) Parece que son propiamente humanas las acciones que proceden de la parte racional” (Aristóteles, 2021, p. 105).

Aristóteles sostiene que la felicidad consiste en actualizar de manera excelente las capacidades específicamente humanas, es decir, la parte racional del alma. “Si así son las cosas, diremos que la felicidad es una actividad del alma conforme a la virtud perfecta” (Aristóteles, 2021, p. 105). Por tanto, la felicidad no es un estado sentimental ni depende de factores externos, sino que es fruto de desarrollar al máximo las potencialidades espirituales mediante el ejercicio de la razón práctica y la adquisición de las virtudes éticas e intelectuales.

Esta perspectiva se opone a visiones materialistas que reducen la psique humana a procesos cerebrales. Aristóteles afirma la existencia de un alma inmaterial capaz de conocer las esencias universales. El estagirita sentenciaba, “El intelecto es capaz de recibir las formas inteligibles sin materia, como la cera recibe la marca del anillo sin el hierro o el oro” (Aristóteles, 1978, p. 204).

Esta distinción entre materia y forma, cuerpo y alma, es fundamental para entender que la felicidad no depende sólo de condiciones físicas, sino del ejercicio de las facultades espirituales del hombre. Por ello, la interpretación aristotélica del alma fue asumida por Tomás de Aquino, quien sostiene: “Es necesario afirmar que el alma intelectiva, que es el principio de la operación intelectual del hombre, es forma del cuerpo, y al mismo tiempo subsistente” (Aquino, 2006, p. 459). Es decir, el alma humana informa al cuerpo, pero trasciende la materia mediante el intelecto. Esta visión integradora reconoce la unidad sustancial del ser humano, sin dualismos excesivos entre alma y cuerpo.

En la modernidad, la concepción aristotélica del alma fue criticada por pensadores mecanicistas como Descartes, quien reduce las operaciones psíquicas a procesos materiales del cerebro y niega la existencia de facultades inmateriales. Hoy en día, la psicología positiva retoma algunos elementos de la doctrina aristotélica sobre la felicidad. Por ejemplo, Martin Seligman sostiene:

La felicidad tiene su origen en el ejercicio de las fortalezas y virtudes distintivas del ser humano (...) la auténtica felicidad surge de identificar y cultivar lo mejor de uno mismo y ayudar a los demás a hacer lo mismo. (Seligman, 2002, p. 91).

Sin embargo, la psicología positiva generalmente no acepta la metafísica aristotélica del alma, limitándose al estudio empírico de la mente. Sería interesante integrar ambas perspectivas, pues la idea de un alma espiritual brinda un soporte filosófico profundo a la ética de la virtud y la búsqueda de la felicidad. En la antropología contemporánea, autores como Charles Taylor (1996) han destacado la importancia de recuperar una visión moralmente rica del yo, en lugar de reducir la identidad humana a procesos neurálgicos.

Para Aristóteles el yo era visto como esencial para la ética, para la pregunta sobre la vida buena, porque implicaba cuestiones sobre el carácter y, “(...) una de las cosas más importantes que se han perdido en la cultura moderna es la noción del yo como algo que se define en términos cualitativos, como una entidad con un carácter determinado” (Taylor, 1996, p. 289).

En definitiva, la doctrina aristotélica sobre el alma y su relación con la felicidad contiene profundas intuiciones que no han perdido vigencia. Su idea de que la plenitud humana depende del desarrollo de las capacidades racionales mediante el ejercicio de la virtud puede enriquecer las discusiones contemporáneas sobre la buena vida. Aristóteles nos recuerda que la verdadera felicidad no es sólo un estado psicológico, sino una actividad espiritual de acuerdo con lo mejor de nosotros mismos.

Los hábitos y el punto medio

Para Aristóteles, el ethos del carácter se forma mediante los hábitos. Las virtudes son disposiciones habituales para obrar de determinada manera. Además, se caracterizan por un punto medio entre dos extremos viciosos. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma: “La virtud (...) es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la recta razón y por aquello con lo cual decidiría el prudente” (Aristóteles, 2021, p. 103).

Es decir, la virtud implica elegir libremente actuar de acuerdo a un justo medio, sin excesos ni defectos. Este punto medio es racional, definido por la prudencia según las circunstancias concretas. Por ejemplo, en relación a los placeres corporales: “El intemperante se excede, pues elige los placeres más de lo debido. En cambio, el insensible se queda corto, pues los rehúye más de lo debido; en tanto que el temperante elige el término medio” (Aristóteles, 2021, p. 109).

Cada virtud es un término medio entre un vicio por exceso y otro por defecto. La valentía es el punto medio entre la cobardía y la temeridad; la liberalidad entre la prodigalidad y la avaricia. Esta doctrina del justo medio es útil para calibrar las virtudes en diferentes contextos. Así, Aristóteles sostiene que alcanzamos estas medias éticas a través de la repetición de actos virtuosos, que van configurando disposiciones estables en nuestro carácter: “Las virtudes (...) se generan en nosotros ni por naturaleza ni contra naturaleza; sino que la naturaleza nos ha dado la capacidad de recibirlas, y esta capacidad se perfecciona con la costumbre” (Aristóteles, 2021, p. 43).

Es decir, desarrollamos la virtud mediante la práctica habitual de actos buenos, que van modelando progresivamente nuestro ethos. Los hábitos éticos nos permiten actuar con facilidad y firmeza en el bien. Esta idea fue recogida, nuevamente, por el pensador medieval Tomás de Aquino, para quien: “Es propio de la virtud moral el consistir en un cierto hábito electivo, el cual hace que el hombre obre bien” (Aquino, 2006, p. 636).

Incluso en su filosofía, Kant destacó la importancia de los hábitos para la moral: “Adquirir el hábito de las buenas acciones es adquirir una segunda naturaleza, con la cual coincide la primera naturaleza sensible” (Kant, 2012, p. 124).

Además, en la actualidad, la ética de la virtud ha rescatado el valor de desarrollar buenos hábitos para forjar el carácter moral. Como señala Alasdair MacIntyre: “Un rasgo central de la ética de Aristóteles es su doctrina de que el bien o el mal que una persona hace depende de su carácter, que éste se forma a través de hábitos de comportamiento” (MacIntyre, 2004, p. 274). Los hábitos adquieren así una relevancia ética que se había minimizado en la modernidad con su énfasis en normas y deberes universales.

Por otro lado, la idea aristotélica del punto medio puede complementar las éticas contemporáneas basadas en principios abstractos. Permite una valoración prudente según contextos, evitando aplicar reglas de modo rígido e inflexible. Como sostiene Martha Nussbaum, quien proclama que “el enfoque aristotélico orientado a la percepción, al juicio contextual y al discernimiento resulta crucial para resolver problemas morales de vigencia actual” (Nussbaum, 1995, p. 73).

Además, la mediación racional entre extremos opuestos es relevante en una cultura donde proliferan posiciones antagónicas y polos radicalizados, por ejemplo, en política o religión. El concepto clásico de punto medio podría así favorecer el equilibrio, la ponderación y el diálogo. Como señala el filósofo griego: “Tenemos estas disposiciones virtuosas cuando mantenemos el justo medio, y el justo medio lo determina la razón” (Aristóteles, 2021, p. 66).

En suma, la doctrina aristotélica sobre los hábitos y el justo medio en las virtudes sigue teniendo valor en la ética contemporánea. Puede ayudarnos a comprender la formación del carácter y a calibrar nuestras acciones con prudencia, según personas y circunstancias. Aristóteles nos enseña el arte de vivir bien.

La voluntad, los bienes y la virtud

Aristóteles sostiene que la virtud implica elegir libremente el bien. Pero distingue entre bienes útiles, placenteros y nobles. Sólo estos últimos permiten la realización del ser humano. Las virtudes son disposiciones estables que llevan a preferir los bienes nobles sobre los aparentes.

En la Ética a Nicómaco, el estagirita afirma: “La elección parece consistir, principalmente, en el deseo deliberado de las cosas que dependen de nosotros” (Aristóteles, 2021, p. 111). Es decir, elegimos voluntariamente aquello que deseamos después de deliberar racionalmente. Y lo que deseamos depende del tipo de bienes que apreciemos. Aristóteles distingue tres clases de bienes:

Parece haber tres clases de bienes: los exteriores, como el noble nacimiento, los amigos, el dinero, los honores; los concernientes al cuerpo, como la salud, la belleza, la fuerza, el vigor corporal, y los bienes del alma, como las buenas cualidades y acciones. (Aristóteles, 2021, p. 71).

Los bienes exteriores además incluyen la fortuna, riqueza, posición social. Por su parte, los bienes corporales abarcan salud, placer y belleza física. Pero sólo los bienes espirituales del alma permiten la plenitud: “Las acciones y ejercicios del alma parece que son los que determinan supremamente nuestra condición, como el hecho de ser dichosos o desdichados” (Aristóteles, 2021, p. 75). Por tanto, la virtud consiste en tener una voluntad firme que elige siempre los bienes superiores del alma: “La virtud hace bueno al que la posee y vuelve buena la obra del mismo. Pero se es bueno por la presencia de la virtud, y ésta no sólo debe estar presente, sino que además debe ejercer su actividad” (Aristóteles, 2021, p. 75).

Esta idea fue asumida nuevamente por pensadores medievales como Tomás de Aquino, quien escribía que “es propio de la virtud el ordenar al hombre al bien. Porque es propio de cada cosa el que opere bien cuando está bien dispuesta según su forma propia” (Aquino, 2006, p. 635). Al igual, con su énfasis en la autonomía, Kant reconocía la importancia de la buena voluntad:

No hay nada que pueda considerarse bueno sin limitación, a no ser tan sólo una buena voluntad. (...) La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto. (Kant, 2012, p. 3).

Hoy en día, en una cultura donde proliferan los estímulos y los bienes de consumo, es importante recuperar la distinción aristotélica entre lo útil, lo placentero y lo realmente valioso. Como afirma Alasdair MacIntyre (2004): “Necesitamos una concepción de los bienes humanos que nos permita evaluar y trascender la cultura contemporánea de la gratificación individual” (p. 274).

La ética de la virtud puede orientarnos en ese discernimiento, al enfatizar los bienes espirituales sobre los materiales. Por ejemplo, Seligman plantea que la felicidad auténtica se basa en: “El ejercicio de las virtudes y fortalezas personales que posibilitan una vida con significado. Estas son capacidades humanas centrales como la sabiduría, el valor, la humanidad o la justicia” (Seligman, 2002, p. 108).

Así, en definitiva, la perspectiva aristotélica sobre la relación entre voluntad, bienes y virtud sigue siendo relevante. Puede guiarnos a elegir, entre la diversidad de posibilidades, aquellas que promueven la excelencia humana. Aristóteles representa una voz sabia y mesurada frente al bullicio de la sociedad de consumo, donde para él, la virtud consiste en tener una voluntad firme orientada a elegir los bienes superiores del alma, ya que estos nos permiten la realización plena como seres humanos. Debemos preferir el cultivo de nuestras capacidades espirituales antes que la búsqueda de bienes corporales o materiales, los cuales son siempre limitados e insuficientes para alcanzar la felicidad.

Los sentimientos y la ignorancia

Aunque valoraba la razón, Aristóteles consideraba que los sentimientos también influyen en la moralidad. Por ello, sostenía que la educación emocional es esencial para desarrollar la virtud. También señaló que muchas acciones incorrectas se deben a la ignorancia y no sólo a la mala voluntad. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma: “Las virtudes se generan en nosotros ni por naturaleza ni contra naturaleza; sino que la naturaleza nos ha dado la capacidad de recibirlas, y esta capacidad se perfecciona con la costumbre” (Aristóteles, 2021, p. 43).

Es decir, la adquisición de la virtud requiere un proceso de aprendizaje donde intervienen tanto la razón como las emociones. No basta con el conocimiento intelectual, se necesita un entrenamiento afectivo. En particular, Aristóteles resaltaba la importancia de educar los apetitos y las pasiones: “Debemos prestar atención a los deseos y acciones, pues éstos son los principios de donde parten las acciones buenas y malas” (Aristóteles, 2021, p. 91).

El estagirita sostenía que algunos sentimientos positivos como la vergüenza, la compasión o la indignación pueden favorecer la práctica de la virtud. Esta idea también fue retomada por Tomás de Aquino, quien decía: “Para la virtud moral se requiere que tanto la parte apetitiva del alma como la cognoscitiva estén bien dispuestas” (Aquino, 2006, p. 137). Incluso en la modernidad, Hume destacó la importancia de los sentimientos morales al mencionar que “la ética tiene por objeto las pasiones y acciones humanas. Es obvio que estas se originan en los sentimientos naturales del alma” (Hume, 2012, p. 55).

Hoy en día, una ética comprensiva debe integrar la formación de las emociones, no sólo del raciocinio. Pues claramente necesitamos el cultivo de ciertas emociones para desarrollar la compasión y la solidaridad. Esto completa el proyecto ético centrado en el uso de la razón (Nussbaum, 2008, p. 23).

Por otro lado, Aristóteles señalaba que muchas acciones incorrectas se deben a la ignorancia y no sólo a mala voluntad. Al respecto escribía: “todo el que obra mal ignora lo que debe hacer y de qué debe abstenerse, y por esa causa yerra y es digno de compasión” (Aristóteles, 2021, p. 123). Es decir, consideraba que la maldad proviene a menudo de falta de entendimiento sobre el bien, no de una deliberada inclinación al mal. Quien tiene vicios es esclavo de sus pasiones y no puede dominarlas con su razón.

Esta visión fue asumida e interpretada por Tomás de Aquino, según él, “el mal proviene de un defecto particular, es decir, de la ignorancia o la pasión. Por eso, el hombre malo es digno más de compasión que de odio” (Aquino, 2006, p. 172).

Al igual Kant, con su énfasis en la autonomía moral, reconocía que cuando una acción malvada acontece, hay que indagar siempre: ¿de dónde proviene en el hombre tal disposición de ánimo? (Kant, 2012, p. 124).

Así, hoy en día, comprender las causas psicológicas y sociales de las conductas indeseables permite abordarlas de un modo más efectivo, mediante la educación y la prevención, donde se reconozca la importancia de la inteligencia emocional y la comprensión de las dinámicas sociales. Mismas que desde la ética aristotélica proporciona una base sólida para el desarrollo integral de las personas. En él, la educación de los aspectos cognitivos y afectivos se revelan como esenciales para cultivar la virtud, ya que no solo se trata de adquirir conocimientos, sino también de comprender y gestionar adecuadamente las emociones.

La llamada de Aristóteles a la comprensión y la compasión frente a aquellos que obran mal por ignorancia o debilidad resuena con fuerza en la sociedad actual, donde la empatía y la tolerancia son valores fundamentales. En un mundo caracterizado por la diversidad de opiniones y experiencias, la ética aristotélica proporciona una guía valiosa para fomentar el entendimiento mutuo y construir puentes de comunicación.

Además, en un contexto donde se enfatiza la importancia de la salud mental y el bienestar emocional, la ética aristotélica ofrece una visión holística de la persona, reconociendo la interconexión entre la mente y las emociones. En lugar de relegar las emociones a un segundo plano, esta ética aboga por su cultivo y comprensión, reconociendo su papel esencial en la formación del carácter y la toma de decisiones éticas.

Por tanto, para condensar lo abordado, es importante señalar la existencia de virtudes que muestran el punto medio de los sentimientos, los cuales, según Aristóteles (1984) son: La templanza, radica en los sentimientos del libertinaje y la insensibilidad; la mansedumbre, es el punto medio entre la irascibilidad y la falta de espíritu o incapacidad para irritarse; la liberalidad o generosidad, es el término medio entre la prodigalidad o derroche y la avaricia; la magnanimidad, es el medio entre la soberbia y la pusilanimidad o pequeñez de espíritu; la magnificencia, es la virtud media entre la ostentación o extravagancia y la pequeñez o la vileza; La justa indignación, es el término medio entre la envidia y el placer del mal; la dignidad, ocupa una posición intermedia entre la autosuficiencia y la cortesía servil, su campo es el de las relaciones e intercambios de la vida social; de la modestia o vergüenza digna, es un término medio entre la desvergüenza y el descaro, y la timidez y pudor excesivos; la veracidad, es la virtud que se encuentra en el punto medio entre la hipocresía y la jactancia; por último, se habla de la justicia, esta virtud es un término medio entre el exceso y el defecto, el mucho y el poco” (pp.76- 91).

La verdad como virtud

Para Aristóteles, el amor a la verdad es indispensable en la vida virtuosa. Considera que investigar la naturaleza y exponer el conocimiento de forma rigurosa es una actividad éticamente valiosa. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que el saber teórico es un componente esencial de la felicidad:

Si la felicidad es una actividad conforme a la virtud, es razonable que lo sea conforme a la virtud suprema, la cual será la virtud de lo mejor que hay en nosotros. (...) Esta será la virtud del intelecto. (Aristóteles, 2021, p. 77).

Es decir, el ejercicio excelente de la razón teórica es tan indispensable para la plenitud humana como la práctica de la virtud moral. Ambas dimensiones se complementan. Más adelante afirma: “El saber, la contemplación y el ejercicio del pensamiento son, por sí mismos, placeres admirables” (Aristóteles, 2021, p. 81).

Aristóteles asigna así un alto valor ético a la búsqueda desinteresada de la verdad a través de la filosofía y las ciencias. El conocimiento se convierte en un componente central de la vida lograda. Al respecto, siguiendo estas enseñanzas, Tomás de Aquino señalaba que: “El bien del intelecto es la verdad. Por tanto, el hábito de la virtud intelectual por el que alguien dice verdad, se llama veracidad” (Aquino, 2006, p. 641).

Incluso con su giro subjetivista, Kant reconocía que “el summum bonum[2] sólo puede realizarse a condición de que se una la virtud más alta con la más completa felicidad. Para esto se requiere un ser omnisciente” (Kant, 2007, p. 153). Es decir, admitía que la búsqueda racional de Dios es un componente esencial en la ética.

Hoy en día, en una cultura dominada por la posverdad, recuperar el valor ético de la veracidad y el conocimiento objetivo se vuelve indispensable. Como afirma el filósofo Steve Fuller: Necesitamos restablecer la autoridad social de la verdad factual como un bien público. Esto requerirá una reconstrucción radical de cómo pensamos acerca de la verdad (Fuller, 2018, p. 2).

En efecto, la búsqueda honesta de la verdad no es solo un asunto epistemológico, sino también ético y político. Implica cultivar individual y colectivamente el amor a la sabiduría, la justicia y el bien común. Por ejemplo, frente al fenómeno de las fake news y los hechos alternativos, urge recuperar en la educación y la cultura la centralidad de la verdad. Esto permitirá enfrentar flagelos como la corrupción, el cinismo y la manipulación mediática. Se requieren ciudadanos responsables que valoren la transparencia, la evidencia y el debate racional.

En este sentido, las humanidades y las ciencias sociales cumplen un rol fundamental, pues fomentan un pensamiento crítico, honesto y abierto a la complejidad del mundo. La trivialización del conocimiento conduce al relativismo ético. En cambio, una sólida formación intelectual nutre la práctica de la virtud cívica.

Desde la política y la educación se debe promover una cultura de la verdad que recupere lo mejor de la tradición filosófica occidental. El ejemplo de pensadores como Aristóteles, que dedicaron sus vidas a la investigación objetiva de la naturaleza y el bien, sigue inspirando en la actualidad. Su amor desinteresado por el saber representa un modelo de vida éticamente lograda que no ha perdido vigencia.

Por tanto, la estrecha vinculación en Aristóteles entre verdad y virtud contiene ideas profundas que pueden enriquecer la ética contemporánea. Ante el escepticismo posmoderno, revalorizar la búsqueda honesta de la verdad se vuelve indispensable para forjar sociedades más justas y transparentes. Hoy como ayer, el auténtico progreso moral requiere aliarse con el mejor ejercicio de la razón.

CONCLUSIÓN

Como se expuso, la ética de Aristóteles ha tenido una enorme influencia a lo largo de la historia del pensamiento occidental. En la actualidad, muchos de sus conceptos siguen siendo relevantes y pueden ayudarnos a comprender mejor la naturaleza de la virtud y la felicidad humana.

El estagirita desarrolló una concepción del bien supremo que enfatiza la realización de las potencialidades humanas: “La felicidad perfecta parece ser algo completo: buscamos siempre el fin en vista de otra cosa, excepto la felicidad, ésta es estimada siempre por sí misma y nunca en vista de otra cosa” (Aristóteles, 2021, p. 71).

Frente al relativismo ético contemporáneo, la teleología aristotélica nos orienta a la excelencia y el florecimiento humano brindado un horizonte de sentido trascendente. Su idea de que la felicidad está vinculada al ejercicio de la virtud resulta fundamental pues: “Las acciones y ejercicios del alma parece que son los que determinan supremamente nuestra condición, como el hecho de ser dichosos o desdichados” (Aristóteles, 2021, p. 75).

Por ello, en contraste con visiones subjetivistas que reducen la felicidad a estados mentales, Aristóteles resalta su dimensión ética como actividad excelente de acuerdo con nuestra naturaleza racional. Su doctrina del justo medio sigue siendo útil para calibrar las virtudes: “La virtud es un término medio entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto” (Aristóteles, 2021, p. 109). El punto medio permite una aplicación prudente y matizada de valores frente al dogmatismo y el absolutismo moral vigente.

También, su idea de que el carácter se forma mediante hábitos continuos es otra enseñanza perenne: “Las virtudes se generan en nosotros ni por naturaleza ni contra naturaleza; sino que la naturaleza nos ha dado la capacidad de recibirlas, y esta capacidad se perfecciona con la costumbre” (Aristóteles, 2021, p. 43). Así, frente a la pasividad y el quietismo contemporáneo, Aristóteles propone un camino activo de transformación ética de uno mismo.

El estagirita también nos insta a valorar la educación sentimental, pues “los deseos y las acciones son los arquitectos de nuestra moralidad. Debemos examinarlos de cerca, ya que determinan la naturaleza de nuestras acciones buenas y malas” (Aristóteles, 2021, p. 95). Integraba así razón y emoción como dimensiones inseparables del desarrollo moral. Asimismo, vinculaba estrechamente verdad y ética, diciéndonos que “el saber, la contemplación y el ejercicio del pensamiento son, por sí mismos, placeres admirables” (Aristóteles, 2021, p. 81). Pues, recuperar la unidad entre verdad y ética que nos plantea este filósofo, es indispensable para sanar la fractura entre razón y moralidad propia del positivismo contemporáneo. Reinstaurar ese vínculo es indispensable para fundamentar la ética en la razón bien ordenada y combatir el relativismo, el utilitarismo y la posverdad imperantes hoy en día.

En síntesis, la ética aristotélica contiene ideas profundas que conservan valor en el presente. Su concepción teleológica de la felicidad, del alma, su énfasis en el cultivo del carácter y su perspectiva integral sobre la razón y la emoción constituyen aportes perdurables a la filosofía moral. Más que un conjunto de reglas, la ética del estagirita representa una sabiduría práctica sobre cómo alcanzar el bien supremo mediante el ejercicio de la virtud. La cual, sigue inspirando el florecimiento y desarrollo humano de nuestra actualidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aristóteles. (2021). Ética a Nicómaco. Madrid: Alianza Editorial.

Aristóteles. (1978). Acerca del alma. Madrid: Gredos.

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Aquino, T. de. (2006). Suma Teológica (Vol. II). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

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Fuller, S. (2018). Post-truth: Knowledge as a Power Game. UK: Anthem Press.

Hume, D. (2012). Tratado de la naturaleza humana. Madrid: Tecnos.

Kant, I. (2007). Crítica de la razón práctica. Buenos Aires: Losada.

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Kristjánsson, K. (2014). La educación del carácter aristotélico. Londres: Routledge.

MacIntyre, A. (2004). Tras la virtud. Barcelona: Ed. Crítica.

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Ruiz, T. (2015). Aristóteles. De la potencia al acto. España: EMSE.

Seligman, M. (2002). Felicidad Auténtica: Utilizando la nueva psicología positiva para realizar tu potencial de plenitud duradera. Barcelona: Free Press.

Taylor, C. (1996). Fuentes del yo: La construcción de la identidad moderna. Barcelona: Paidós.



[1] Autor principal

Correspondencia: [email protected]

[2] Es una expresión utilizada en filosofía, sobre todo en la filosofía medieval y en la de Immanuel Kant, para describir la importancia definitiva, el fin último y lo más singular que los seres humanos deben seguir.